venres, 10 de xuño de 2011

El tiempo amarillo de Castilla y León


Un libro recuerda cómo era la sociedad en esta región entre 1839 y 1936.- Las fotos se muestran en una exposición en León
JULIA LUZÁN - Madrid - 07/06/2011
Novicios do mosteiro de San Isidro de Dueñas envasando chocolate A Trapa, 1903
Memoria del tiempo. Fotografía y sociedad en Castilla y León, 1839-1936. Publio López Mondéjar. Editorial Lunwerg. La exposición puede verse en León, en el Instituto leonés de Cultura, del 7 de junio al 7 de julio.
Las monjas de clausura pasean en fila por el patio del monasterio de las Huelgas; los novicios del monasterio de San Isidro de Dueñas envuelven tabletas de chocolate La Trapa; las niñas cosen en un taller de costura o la vieja diligencia espera a sus pasajeros ante el parador de Reinosa. Son imágenes de hace un siglo, "tiempo amarillo sobre mi fotografía", decía Miguel Hernández, la memoria visual de unos años ya lejanos rescatada por el fotohistoriador y académico de Bellas Artes de San Fernando Publio López Mondéjar (Casasimarro, Cuenca, 1946) en un libro, Memoria del tiempo, fotografía y sociedad en Castilla y León, 1839 a 1936 (editorial Lunwerg), que "habla de lo que somos y de lo que fueron nuestros padres". La elección de las fechas no es casual. Arranca el 7 de enero de 1839, cuando en la Academia de Ciencias de París se daba cuenta del invento de Niepce y Daguerre, el daguerrotipo, y finaliza con el estallido de la Guerra Civil española. Una exposición con estas imágenes puede contemplarse entre el 7 de junio y el 7 de julio en León, en el Instituto Leonés de Cultura.
Armados con pesadas cámaras los aventureros ingleses se lanzaron a descubrir los conventos, catedrales, torres y campos de España. Clifford, Laurent y Martínez Hebert fueron los pioneros en el retrato fotográfico de Castilla. Los grandes viajeros del XIX encontraban estas tierras pintorescas, y los primerizos fotógrafos suspiraban por ellas. También pintores como Solana o Zuloaga plasmaron en sus cuadros la quietud de un paisaje amado por los románticos. "A Castilla la ha hecho la literatura", decía Azorín. También la fotografía. "Fue una época muy documentada", afirma el antropólogo Luis Díaz Viana (Zamora, 1951), profesor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y presidente de la Asociación de Antropología de Castilla y León. "Tenison, Atkinson, Clifford. Masson, Francis Frith y J. Laurent muestran las grandes obras, las presas, los túneles, los ferrocarriles, como una plasmación de las utopías del progreso, aunque documentan también las utopías del pasado, es decir, lo pintoresco, lo folklórico. Son los dos polos de la fotografía, y la realidad está en medio", añade Díaz Viana, quien subraya que "los retratos captan el instante, pero escamotean el tiempo histórico. De ahí la importancia de la memoria, porque la historia que hable de un tiempo lineal es insuficiente. Necesitamos memoria para ir componiendo el espacio, el tiempo".
Las imágenes nos hablan de una realidad miserable y cambiante. A mediados del siglo XIX, Castilla y León era una de las regiones más pobres y despobladas de España. En 1857 estaban censados 15.464.340 españoles. De ellos, solo 2.083.129 vivían en las provincias castellanas. Ávila, Palencia y Soria -ésta última no llegaba ni a los 6.000 habitantes-, apenas superaban los 150.000. Las provincias más pobladas eran León, con 346.756; Valladolid, con 244.023 y Zamora con 249.146. Comparadas con el medio millón de habitantes de Alicante, Oviedo, Pontevedra, Murcia, Málaga y Madrid, la diferencia era abismal. El progreso se alejaba de zonas que en otro tiempo conocieron momentos de bonanza con la minería o el ganado. Tal como la definía Azorín, "Castilla está recogida sobre sí misma, florece un momento la industria, crece el comercio. Rápidamente las ciudades, con su opulencia, absorben la población rural, y quedan las tierras sin cultivo...".
Demanda de retratos
A finales del siglo XIX, la demanda de retratos se intensificó. No podían faltar en casi ninguna ceremonia. Fotógrafos de bodas, comuniones y bautizos se establecieron en todas las capitales de provincia. El auge llegó en 1874, cuando los fotógrafos retratistas abren tienda en las principales ciudades de España. En Castilla había poco mercado, solo en Valladolid, por el comercio del cereal, y en Burgos, por los servicios, era rentable, pero los fotógrafos ambulantes se desplazaban por los pueblos retratando a vivos y muertos. La fotografía de difuntos se hace popular por "la voluntad de tener al muerto" y enviar su foto de cuerpo presente a los familiares que se encontraban lejos. Las malas noticias no se creen del todo si no existe la prueba y la certeza la proporcionaban esas imágenes de niños en su cunita ataúd, del padre, la madre o la abuela engalanados para la posteridad.
La realidad era también el comercio sexual. Señoritas sin apenas ropa, con sonrisa pícara y la pierna ligeramente levantada. Escenas de prostíbulo que coleccionaban señores con puro y leontina. Todas estas imágenes requerían una cierta escenografía. El retrato se engalana con escaleras, balaustradas y sillones isabelinos. Los franceses pusieron de moda decorar el estudio imitando un salón lleno de muebles y, con esfuerzo, los fotógrafos castellanos se empeñaron hasta las cejas para conseguirlos. Más tarde llegarían los decorados, papeles pintados con paisajes para resaltar los retratos de encargo. Un poco después, con el ascenso de la burguesía harinera, llegan los fotógrafos aficionados que documentan las fiestas familiares y el paso del tiempo.
A finales del siglo XIX, España pierde sus últimas colonias. La generación del 98 vuelve sus ojos hacia Castilla para cantarla en poemas y crear el mito de lo castellano. Aparece lo que Luis Díaz Viana llama "el miserabilismo", denigrar lo que se está ensalzando. Jalean lo arcaico y, al tiempo, señalan que ha de cambiar ante el progreso. Los ojos de los escritores se posaron en la Castilla más pobre, la de los páramos, mientras Menéndez Pidal ensalzaba la "tradición y el idioma".
Inés Fernández Ordóñez (Madrid, 1961), la primera mujer filóloga en la Real Academia Española (RAE), catedrática de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Madrid y responsable del Corpus Oral y Sonoro del Español Rural, un trabajo de campo que recoge la lengua hablada en el entorno rural, también la variedad castellana, rebate la idea de Castilla como base única del lenguaje moderno. "No hay que confundir castellano, el nombre, con el origen lingüístico de todas las soluciones que hoy se dan en el castellano o español, un producto de innovaciones lingüísticas que, a veces, tienen su origen en León, otras, en La Mancha, en Navarra, en Aragón y también en la Castilla del norte, claro. Es una lengua que es propia de toda la zona central peninsular. La escuela filológica española que fundó Menéndez Pidal afirmó que la impronta que le daba más carácter a la lengua era la de origen castellano porque Menéndez Pidal identificó una fonética supuestamente castellana con la fonética del español, pero en el análisis de una variedad lingüística no solo hay que tener en cuenta la fonética, sino también la morfología, la sintaxis y el léxico. Si consideramos todo en su conjunto se ve claramente que la solución actual de lo que llamamos español, o castellano, es una lengua, en la que a veces han triunfado soluciones leonesas, o navarras, o meridionales, frente a las del castellano del Norte, es decir, que es el resultado del cruce de muchas variedades lingüísticas. Y no es lo mismo la Castilla del siglo X, que la del XIII o la de los Reyes Católicos, es un reino que va ensanchando sus fronteras y como tal va asumiendo poblaciones que lingüísticamente en origen no eran castellanas".
Corazón de España
Castilla se retrata como el corazón de España. Cuando Franco se erige en caudillo desde Burgos, lo castellano, recio, seco y austero, se afianza en el ideario nacional. "Resulta muy curioso el juego de identificaciones respecto a las culturas que pasan por Castilla", dice Díaz Viana, "porque los celtíberos eran de aquí, pero los romanos, no; más tarde, los visigodos vuelven a ser de aquí. Es ese juego del yo que lo domina todo. Hablamos un dialecto del latín. Somos romanos y árabes".
A principios del siglo XX, en Castilla se inicia tímidamente el ascenso de la población. Una ilusión. En 1918, la gripe hizo estragos. Años más tarde, la Guerra Civil vuelve a diezmar el número de habitantes. La población española superaba entonces los 15 millones, pero Castilla apenas pasaba de los dos. La pobreza era evidente. Julio Caro Baroja describe a los castellanos en Pueblos de España como un pueblo de contrastes, de la pobreza a la ostentación, del boato de las celebraciones y de los trajes tradicionales de fiesta a la miseria.
Los antropólogos distinguen varias Castillas. La del cereal, la de tierra de pinares -Valladolid, Ávila y Soria, que vivían del piñón, de los pinares, de la resina-, la del vino, o la ganadera, como la zona de Sanabria, en Zamora. Es la región más extensa de Europa, con pocos habitantes, de los que uno de cada tres vive fuera. "Castilla es muy diferente", asegura Díaz Viana, "unida por lo cultural, etnográficamente hablando, entendido como un recurso, no como una rémora, no como montones de piedras que hay que mantener. Yo vengo defendiendo la necesidad de la comarcalización. Castilla o se reorganiza en comarcas o no va a ninguna parte. Porque es una zona de una gran dispersión, de poblaciones de pequeños núcleos con recursos muy limitados".
Estereotipo
Castilla se convierte en un estereotipo. Azorín, Machado, Unamuno o Delibes trazan retratos que elevan a estereotipos, como los pelados campos, o el clima árido que forja el carácter castellano, "juicioso, sumiso, lacónico, seco, austero, fatalista, o los palurdos sin danzas ni canciones". La idea de que el campo es conservador y reaccionario cobra fuerza.
Díaz Viana rebate los tópicos y los mitos. "Cómo se puede decir de esta gente que es retrógrada, reaccionaria, cuando han estado dedicando sus esfuerzos, el dinero que sacaban del campo, para la educación de sus hijos. Castilla es una de las zonas de España con un índice muy bajo de analfabetismo desde hace mucho tiempo y además entre mujeres, porque eran ellas las que llevaban las cuentas. Tenemos una Castilla muy equivocada en la cabeza. Esa Castilla es de viajero de tren".
Otro mito es el del lenguaje. La creencia popular sostiene que en Valladolid se habla el mejor castellano. Inés Fernández-Ordóñez lo discute. "Hay muchos rasgos no admitidos en la lengua de la cultura escrita que se dan plenamente en el habla de Valladolid, por ejemplo el laísmo. Es un rasgo que habitualmente se corrige en la escritura. Es verdad que en el siglo XX se habla mucho del prestigio de Valladolid, pero la realidad es que durante el siglo XVI y XVII el prestigio lingüístico se atribuía a Toledo. Yo no creo que se pueda situar geográficamente la variedad más prestigiosa de la lengua española. Lo que tiene prestigio es lo que llamamos los lingüistas la lengua estándar, la lengua codificada para la cultura escrita, en la cual tiene prestigio lo que está incluido en ella".
Las leyendas y romances han contribuido a forjar la identidad castellana. Como señala Díaz Viana. "El gran cantar épico, arguyen, es la prueba de que ya existía un pueblo, que tenía una lengua y una poesía. Nuestra Iliada es el Poema del Mio Cid y sobre Rodrigo Díaz de Vivar se ha querido construir lo español".
Si la literatura habla de una región ensimismada, el antropólogo tiene otra mirada. Habla de proyectos de modernidad que no cuajaron. "Castilla, cuando entra en proyectos que le permiten salir de sí misma, como en la Edad Media y en la Mesta, con el negocio del ganado, o con el Canal de Castilla, o el negocio de los pinares, ha demostrado su empuje. En Castilla se han dado dos fenómenos, el odio al del pueblo de al lado, o funcionar como una confederación, poblaciones que están en su lugar pero que a la hora del trabajo van de aquí para allá y no se sienten extraños porque siguen trabajando en lo mismo".

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