xoves, 1 de marzo de 2012

Las vidas de la casa de Azaña


La casona familiar de los Azaña en Alcalá de Henares fue saqueada y convertida en comisaría tras la Guerra Civil.
Gracias al diario de su hermana Pepita, desvelamos lo que estas paredes callaron, metáfora de muchos silencios de España.
Esta de la calle de la Imagen, número 5, de Alcalá de Henares, es la casa donde nació Manuel Azaña, el presidente de la República también en tiempos de guerra, muerto en el exilio francés un año después de la contienda civil. Es un edificio muy noble que mira hacia la casa más chica en la que nació Miguel de Cervantes, y es trasera de un convento de carmelitas donde, de chico, el que sería además excelente escritor iba “a decirle discursos” a las hijas de santa Teresa.
Sobre este muchacho que luego sería tantas cosas, y también una víctima de la diáspora a la que fueron obligados los republicanos, se montó, en la posguerra, un terrible acoso que desfiguró su memoria hasta los extremos del chascarrillo y la caricatura. Pero no solo eso: con saña, elementos facciosos que en su mayoría pertenecían a la Falange alcalaína, vecinos en todo caso de la familia asaltada, irrumpieron en esta casa de patio ancho y abierto, de galerías generosas y de alcobas espaciosas en las que estuvieron sus primeros libros, para despojar lo que estuviera a su alcance hasta dejar la mansión vacía e irreconocible.
Una mujer entre los que robaron, Carmen Hernández, jefa de Falange de Alcalá, consideró que quizá ella podía simular que hacía lo propio, pero tuvo la inteligencia de saquear para guardar y devolver en su día a la familia Azaña las pertenencias que le habían sido despojadas en cuanto Franco declaró que la guerra había terminado.
Carmen Hernández le tenía respeto al presidente, y cuando Pepita, la hermana de Manuel Azaña, regresó del exilio, en 1940, y se fue a vivir otra vez a Alcalá, decidió entregar muebles y otros objetos que ella misma había requisado… Con una voluntad de hierro, como si su memoria herida le dictara, Pepita Azaña fue escribiendo en un diario de tapas iguales a los ya famosos cuadernos del presidente todos los objetos que en otro tiempo hubo allí.
La hermana de Azaсa (con su sobrina Concha Azaсa Cuevas y con su otra sobrina Pepita Azaсa Cuevas, hijas de Gregorio, hermano del presidente) regresу a Alcalб, pero la casa estaba incautada por la dictadura (fue comisarнa y sede de Falange), de modo que esos muebles y otros objetos restituidos la acompaсaron a las casas que ocupу hasta que el rйgimen le devolviу esta casa de Imagen.
La memoria de Pepita fue eficaz, obsesiva, minuciosa. Nunca antes se habнan dado a conocer esas pбginas, que guardan con celo, igual que guardan la casa, la sobrina nieta del presidente Marнa Josй Navarro, hija de Pepita Azaсa Cuevas, y su marido, el ingeniero Josй Aparicio. Han restaurado las estancias, pero han dejado algunas alcobas y salones que son como aquellos en los que Manuel viviу hasta que se fue a estudiar con los agustinos…
Aquн estб la casa que йl consideraba “triste” o “lъgubre”, como recuerda Santos Juliб en su biografнa Vida y tiempo de Manuel Azaña; pero era triste y lúgubre porque aquí, en su niñez, fueron desapareciendo abuelo, padre, madre, hermano…; pero la casa es abierta y espaciosa, convoca al recogimiento y al estudio, y refleja sin duda el espíritu en el que Azaña, hijo de alcalde e historiador, Esteban Azaña, se hizo para la vida.
Pepita fue anotando lo que había y lo que faltaba en cada una de las estancias… En el oratorio de la familia (los Azaña tenían un oratorio) había “una imagen de la virgen de las Mercedes”, también había “un cuadro de la bendición Papal de León 13 (sic); dos coronas de cementerio, una caja conteniendo una corona de porcelana con rosas y violetas, una cinta marcada ‘Tus hijos y hermanos’ (…), un crucifijo dorado, juego de la media luna y candelabros”.
La escritura sucinta, precisa, obsesionada seguramente con la obligación moral de restituir al menos los nombres de las cosas, ya que no podía recuperar las cosas, proseguía describiendo lo que debía haber habido en el comedor reencontrado: “Un aparador, un trinchero, con espejos; una mesa de comedor, dos mecedoras de rejilla, un sofá grande tapizado, doce sillas, un juego de cortinas de terciopelo, un tapete de chimenea, un espejo de caoba…”. Y de otras estancias de la casa Pepita rescató estos vacíos: “Un tresillo de caoba tapizado de damasco azul y dorado; un sofá y cuatro silloncitos de caoba tapizados de damasco de seda azul, dos sillas de caoba con respaldo y asiento de rejilla, una mesita centro de caoba…”.
En la alcoba principal (una de esas alcobas del siglo XVIII que terminaban en un salón donde recibían) había “una cama de matrimonio, dos mesas de noche con espejos, un lavabo tocador con espejo y mármol rosa, un armario de dos lunas, todo esto de caoba con adornos dorados, un espejo dorado, un cuadro pintado al óleo copia de la Purísima de Rafael…”.
En esa minuciosa reelaboración de su paisaje doméstico, Pepita escribió, a veces sin puntos ni comas, como para que no se le fueran de la cabeza los objetos enumerados, que “había en la casa dos muebles que quedaron de mi hermano Gregorio después de su fallecimiento que eran: un piano que fue de mi madre / una cama dos mesillas lavabo armario con luna, juego en madera color claro / un sofá dos butacas, seis sillas, pintada la madera de color guinda tapizadas de verde (…) / Un baúl de chapa con ropa de Manola y Enriqueta / (…) Varios cajones de libros y papeles/ Una máquina de coser / (…) Un arcón grande lleno de ejemplares de la Historia de Alcalá escrita por mi papá”.
Estamos rodeados de la memoria infantil de Azaña; por aquí correteó el muchacho y deambularon personajes que luego serían trasuntos de algunas de sus ficciones; aquí está la escalera de caracol que aparece en La vocación de Jerónimo Garcés; por aquí corría detrás de su madre, y estos artesonados y estas estanterías fueron algunas de sus primeras visiones, como las del oratorio y las visitas a las monjas, que fueron sus amigas (y que lo siguen siendo, como dice José Aparicio).
Desde esta alcoba, en la que está una de las mesas que restituyó Carmen Hernández, se veía el patio castellano donde crecían el pino y la higuera a cuya sombra él leía los libros que ya no están… Él se llevó libros, cajas y cajas, quizá están ahora en La Sorbona, quién sabe…
Hay dormitorios y despachos que están sin tocar, por así decirlo; en la restauración que han elaborado María José Navarro y José Aparicio para que la casa de Azaña sea también habitable en el siglo XXI se han respetado cuartos, dormitorios y despachos, que reproducen el ambiente dieciochesco de las viejas estancias en las que pulió su espíritu el niño Manuel Azaña. Aquí está, señala María José, la tarima original, y está la mesa sobre la que él escribía o leía; había una chimenea que se llevaron, y no están los libros, claro, dejaron tan solo un ejemplar de La Ilustración española y americana de 1878 y las Doloras de Campoamor, marcadas con el sello de la Falange…
Pepita volvió del exilio (con su sobrina Pepita, con Concha, hijas de Gregorio, muerto en 1934; Pepita es la madre de María José; a Concha la adoptó como hija la hermana de Azaña) cuando su hermano Manuel murió en Montauban… Era 1940; hasta 1953 no le fue posible recuperar la casa incautada, y murió seis años después, tras una vida en la que el susto y las depresiones fueron compañeras del miedo… La casa fue recuperada gracias a las gestiones que, en medio de la oscuridad del régimen, hizo el marido murciano de la sobrina Pepita. María José, niña aún, fue a algunas de esas visitas lúgubres. “Recibían a mi padre en estancias oscuras, y quien lo atendía debía ser un juez de Responsabilidades Políticas; se comportaba con mucha educación. Yo era una niña, así que solo recuerdo la oscuridad, aquellos salones inmensos y oscuros…”. Mientras tanto, Pepita Azaña y los suyos deambularon por otras casas de Alcalá, donde llevaron consigo los objetos restituidos por Carmen Hernández…
Ahora, en una de las camas que forman parte del abigarrado mobiliario de los Azaña, reposa una muñeca desnuda que fue de Pepita; hay abanicos, una virgen (que restituyó Carmen Hernández)… Todo lo que hay de esa época de los Azaña, recuerda María José, “lo devolvió Carmen; le tenía gratitud a mi tío abuelo, seguramente porque él le ayudaría en algún momento con algún trabajo; lo cierto es que lo ponía bien en las conversaciones, y en aquel tiempo de posguerra eso era mucho más que arriesgado”.
Como si quisieran borrar un pasado que desmentía la imagen de un Azaña comecuras, los desvalijadores no dejaron nada del oratorio… Pepita volvió a Alcalá con la madre de María José; esta se casó aquí, con José Navarro, abogado, él fue quien hizo las gestiones para recuperar la casa. En ese deambular melancólico que ella distrajo recordando qué había en la casa desvalijada, notó la ignominiosa frialdad que la posguerra reservaba aquí para los que fueron vencidos. “Muy desolada”, cuenta María José, “fue a ver a los que eran más amigos, y ahí también se encontró que tenía que seguir con una mano delante y otras detrás, sin amistades, solo con la memoria que la perseguía”.
Arruinadas y saqueadas, aquellas mujeres (“aquí me encontré a cuatro mujeres asustadas”, dice ahora José Aparicio, que encontró a la familia Azaña cuando empezó a cortejar a María José) empezaron a vender lo que les quedaba del patrimonio familiar. “Pero nunca, ni en los primeros momentos, ni antes de su muerte, en 1959, escuché a mi tía abuela, ni a mi madre, que murió en 1985, decir nada sobre la guerra, sobre los sufrimientos que padecieron… No contaban ni siquiera lo que le pasó a Gregorio, hijo del hermano de Azaña, a quien fusilaron en Córdoba el 19 de agosto de 1936.
El cuaderno en el que Pepita Azaña Díaz describió el contenido del despojo “fue un desahogo”, dice ahora su sobrina nieta… El tiempo fue pasando en esta casa de Alcalá, hasta su muerte; recuperó algunos de sus amigos, venían a merendar a estas estancias, jamás hablaron de política… Mientras no pudo volver, María José, que era una niña, entraba por el jardín, escuchaba a lo lejos los cánticos de Falange, se asomaba a los balcones que habían sido el soporte de la mirada adolescente de Manuel Azaña, y volvía adonde estaba Pepita:
–¡Tía, he visto tus balcones!
Mientras tanto, Pepita Azaña Díaz se vengaba del expolio luchando con la memoria para establecer por escrito todo lo que había sido suyo y ahora estaba en manos de los que habían vencido… En 1980, todavía, cuando aún vivía la madre de María José, en el centenario de Azaña, los herederos del despojo lanzaron pintura roja contra la placa que recuerda que aquí nació el presidente de la República, aparecieron esvásticas, lanzaron un petardo… “Mi madre lo vivió con miedo”. Como si volviera la oscuridad. José Aparicio avisó a los facciosos: ni un paso más en la ignominia. Y ya no hubo más. La desolación está en estas hojas que ellos guardan ahora como un testimonio de lo que la memoria puede contra la desolación pavorosa que dejó la guerra en la familia Azaña.

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