domingo, 30 de setembro de 2012

La Rusia zarista, a todo color


Por: Virginia Collera | 21 de septiembre de 2012
Recolectando te, 1905-1915
que el zar Nicolás II veía fotografías en color. El químico y fotógrafo Sergei Mikhailovich Prokudin-Gorskii había preparado todo un espectáculo visual para dejarlo boquiabierto. Misión cumplida. Horas más tarde abandonaba la Villa de los Zares con la promesa de financiación que buscaba para su proyecto de documentación de las gentes, los paisajes, los monumentos y los enclaves históricos de Rusia. En color. Corría 1908.
Prokudin-Gorskii llevaba varios años, desde 1904, trabajando con placas fotográficas para desarrollar un método que le permitiera aumentar la sensibilidad de las emulsiones pancromáticas y así obtener fotografías de brillantes colores.
Con el dinero del zar importó el equipamiento necesario y se embarcó en su primer viaje fotográfico en el verano de 1909. Allá donde iba le precedían cartas de recomendación del ministro de comunicación y transporte, así que la cooperación de las autoridades locales y su libertad de movimiento estaban garantizadas. El canal de Mariinsky, que atravesaba el corazón del imperio ruso, fue su primer retratado.
La presentación pública de ese primer viaje fue un éxito absoluto. Todo el mundo quedó impresionado con sus instantáneas en color. Pero la reproducción masiva de esas imágenes resultó ser más complicada de lo esperado: técnicamente era posible, pero exigía un tiempo y un dinero que no habían previsto, y tuvieron que renunciar. Ni el zar podría, de momento, incluir las fotografías en los libros de historia de escolares de todo Rusia, ni Prokudin-Gorskii imprimir miles de postales a todo color.
Continuó con la expedición. Entre 1910 y 1915 viajaría a Turkestán, Afganistán, el Cáucaso, diversas provincias de Asia central y Siberia, con sus ayudantes -se cree que tenía un pequeño equipo- y su cuarto oscuro ambulante, que instalaba en carruajes o vagones de tren, dependiendo del destino. En esos años retrató a trabajadores de todo tipo -agricultores, leñadores, barqueros-, a terratenientes, puentes de madera y de acero, presas, vías férreas, iglesias y monasterios medievales...    
Pero el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914 interrumpió su proyecto -tuvo que dedicarse a inmortalizar a los valientes soldados, orden del zar- y en 1915 se quedaría sin mecenazgo.
Tras el triunfo de la revolución de octubre, Prokudin-Gorskii se marchó al exilio con más de 6.000 placas de vidrio en su equipaje y se instaló con su familia en Londres, donde dictó conferencias y publicó artículos sobre los procesos de la fotografía en color. Por entonces, la técnica era un experimento prometedor con varios peros: era cara, imperfecta y no podía explotarse comercialmente. Eran tiempos del blanco y negro. 
Pero el fotógrafo del zar no encontraba su sitio en la capital británica y no tardaría en mudarse a París, donde abrió un pequeño estudió fotográfico con sus hijos Dimitri y Mikhail. Tras su muerte, a los 81 años, fueron ellos quienes vendieron en 1948 su colección de fotografías a la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, que esperó décadas hasta encontrar la tecnología adecuada para devolver el color original a los negativos de Prokudin-Gorskii.
El archivo fotográfico completo está disponible en la web de la biblioteca desde 2001. Y allí fue donde Robert Klanten, editor de Gestalten, vio por primera vez el trabajo de este "revolucionario" de la fotografía en color. El paso siguiente fue seleccionar las 283 fotografías que recoge en el libro Nostalgia. The Russian Empire of Czar Nicholas II. "La mayoría de la gente piensa en el pasado como algo que sucedió en blanco y negro", comentaba Klanten en la revista Time. Prokudin-Gorskii demostró que, al menos la Rusia del zar Nicolás II, podía contemplarse a todo color.   
Todas las imágenes son cortesía de Gestalten y pertenecen al libro Nostalgia. The Russian Empire of Czar Nicholas II. La exposición Nostalgia: The Russian Empire of Czar Nicholas II Captured in Color Photographs by Sergei Mikhailovich podrá visitarse a partir del 19 de octubre en el Gestalten Space de Berlín.

Regreso a Drancy, antesala del infierno


Visita al campo de concentración donde 63.000 judíos franceses fueron recluidos en su camino a la muerte
François Hollande inaugura el nuevo memorial de la Shoah
Hace años que en su lucha por no olvidar el sufrimiento de los judíos en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, la Fundación para la Memoria de la Shoah abrió su Memorial en el barrio parisiense del Marais. En él mantiene vivo un recuerdo colectivo que ha tardado décadas en construirse en un país que entonces se partió en dos entre el régimen colaboracionista de Vichy y la Francia Libre del general De Gaulle. Pasados casi 70 años desde el fin del conflicto, el homenaje se desplaza al fin in situ, a uno de los lugares más simbólicos de la persecución: el campo de internamiento de Drancy, situado a apenas 15 km al norte de París. Por él pasaron la gran mayoría de los 76.000 judíos de Francia deportados a los campos de exterminio nazis. El presidente de la República, François Hollande, inaugura hoy el Memorial de la Shoah de Drancy, situado frente al antiguo campo, que actualmente sirve de vivienda social.
Donde en las fotografías de época se imponía un enorme muro con sus dos grandes puertas de entrada y su alambre de espino, se encuentra ahora un pequeño vagón de tren similar al utilizado para la deportación. En él se puede leer que caben ocho caballos o 40 hombres. Una enorme estatua conmemorativa instalada en 1976 es otro recordatorio del pasado doloroso de aquel conjunto de viviendas. Estos eran hasta hoy los únicos rastros de la historia oscura del lugar, donde el patio desértico de 200 metros de largo por 40 de ancho que los niños recluidos debían atravesar por grupos de 10 para ir a los baños ha dejado lugar a un gran jardín alegre lleno de árboles.
En el otro lado de la calle se alza ahora, sobre cuatro pisos, el Memorial de la Shoah de Drancy, que abrirá las puertas al público el domingo. El arquitecto suizo Roger Diener ha ideado voluntariamente un bloque “sobrio, transparente, luminoso y discreto”, según apunta Jacques Fredj, comisario de la exposición permanente y director del Memorial de la Shoah de París, del que Drancy funcionará como antena. Desde su interior los grandes ventanales dejan a la vista el antiguo campo. Este queda también reflejado en unos grandes cristales que cubren la fachada en el bajo.
En el vestíbulo de entrada aparecen proyectadas en la pared las fotografías de los deportados, para “recordar que detrás de las estadísticas hay personas con sus historias”, apunta Fredj. El subsuelo alberga una sala de conferencias y de proyecciones. La primera planta está cubierta de ordenadores para consultar archivos digitalizados sobre la historia del campo, un espacio concebido para poder acoger a clases enteras de escolares. El segundo piso, compuesto por salas modulables, se consagrará a reuniones y el en último se encuentra el museo permanente, con una cronología de la deportación y una serie de documentales en torno a Drancy.
El campo se ubicaba en los edificios de La Cité de la Muette, construida entre 1931 y 1937. Era originalmente “un proyecto pionero de vivienda colectiva destinada a mejorar la vida de los vecinos”, recuerda Fredj. La obra, sin embargo, se estancó, y los alemanes, que ocuparon la mitad norte de Francia a partir de 1940, la convirtieron en campo de internamiento judío, primero “con una lógica de exclusión de la sociedad”. En el otoño de 1941 se tomó la decisión de la solución final y a partir del verano de 1942 se convirtió en “la antecámara de la muerte”, según la expresión de Philippe Allouche, director de la Fundación para la Memoria de la Shoah.
De los 76.000 judíos deportados desde Francia durante la contienda, unos 63.000 lo fueron desde Drancy, a menudo procedentes de otros centros del país. Hasta el año 1943, el campo fue gestionado por los franceses, antes de pasar el mando a los alemanes. Salían entre dos y tres convoyes semanales: “los lunes, los jueves y los sábados y siempre eran 1.000”, según recuerda Annette Krajcner, superviviente del campo. El último convoy de deportados salió el 17 de agosto de 1944, apenas unos días antes de la Liberación de París.
En los primeros tiempos tras la Segunda Guerra Mundial, el campo fue lugar de internamiento para los sospechosos de colaboracionismo con el ocupante alemán. Finalmente, a partir de 1948, cumplió su función original, la de albergar a los ciudadanos con menos recursos. “Entonces no chocaba a nadie que se alojara a personas en lo que fue un campo, salíamos de la guerra y había una crisis del alojamiento”, asegura Fredj. “Y ahora tampoco queremos echar a la gente, ni sabríamos qué hacer con tanto espacio, es casi el equivalente de la Ópera Garnier de París”.

La Audiencia archiva la investigación sobre la desaparición del etarra Pertur


El juez no halla indicios contra los comandos especiales de la banda o los neofascistas italianos
La muerte del ideólogo de ETA Político-militar Eduardo Moreno Bergareche, Pertur, el 23 de julio de 1976, seguirá siendo un misterio. El juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu ha archivado la investigación que abrió en 2008 a instancias de su familia para determinar si fueron miembros del sector duro de la organización opuestos a su apuesta por el abandono de las armas los que acabaron con él o lo hizo un grupo neofascista italiano a las órdenes de los servicios policiales españoles en un episodio más de la guerra sucia contra la banda terrorista.
Tras tomar declaración como testigos a siete miembros y simpatizantes de la organización refugiados en el País Vasco francés, así como a cuatro neofascistas italianos supuestamente relacionados con los servicios secretos españoles, e interrogar como imputado al exdirigente de ETA Francisco Mujika Garmendia, Pakito, con el que fue visto el día de su desaparición, el magistrado llega a la conclusión de que, de todo ello, “no se desprenden indicios suficientes como para imputar a persona o personas determinadas como responsables de la desaparición”, por lo que ordena el archivo de la causa.
Andreu, sin embargo, sí constata las importantes discrepancias entre Pertur, que proponía el abandono de los métodos violentos y la incorporación de ETA a la vida política democrática, con los comandos bereziak (especiales), los encargados de ejecutar los atentados y las acciones violentas de la banda por entonces. Hasta el punto de que estos últimos lo secuestraron tratando de que no asistiera a una conferencia de cuadros en la organización como máximo responsable de la oficina política de esta.
El juez da por probado, además, que Pertur fue visto el día de su desaparición por las calles de San Juan de Luz (Francia) donde residía, junto a dos miembros destacados de los bereziak, Miguel Ángel Apalategi, Apala, y Francisco Mujika Garmendia, Pakito. El simpatizante ETA que los identificó, Eleuterio Jáuregui, Trotski, sin embargo, declaró en la Audiencia que, aunque le sorprendió ver a Bergareche junto a dos de sus supuestos detractores en el seno de la organización, no hubo ninguna circunstancia que le llamara la atención, ya que Pertur llegó incluso a bromear con él durante ese breve encuentro.
La resolución recuerda, además, que un grupo ultra denominado Alianza Apostólica Anticomunista de España reivindicó el secuestro de Pertur y que, el 31 de julio de 1976, el diario El Correo recibió un comunicado del Batallón Vasco Español atribuyéndose su muerte. “Eduardo Moreno Bergareche, Pertur, ha sido ejecutado y enterrado en un pueblo de Navarra. No será el último. Ojo por ojo. Viva la unidad de España”, decía esa nota.
Uno de los cuatro neofascistas italianos investigados, Angelo Izzo, aseguró que su grupo de mercenarios tuvo relaciones con la Policía y la Guardia Civil durante esos años y relató cómo, bajo las órdenes de algunos de sus miembros, perpetraron secuestros de “dirigentes de ETA y antifascistas” en Francia. Después los trasladaban a una casa de campo en Barcelona que denominaban “La Granja”, donde, manifestó, “los torturaban, los asesinaban y los enterraban”. Sin embargo, este último, tampoco dio ninguna pista sobre Pertur.

sábado, 29 de setembro de 2012

Picheleiros en blanco y negro


El reportero Manuel Blanco publica parte de sus 36 años retratando Santiago
Con la cámara de fotos colgada el cuello 36 años, al objetivo de Manuel Blanco se le escaparon pocos momentos de Santiago que merecieran un página en prensa. El crecimiento de la ciudad, las visitas de personajes varios, la evolución de la sociedad desde el final de la dictadura, tradiciones o universidad, en blanco y negro, forman parte ahora de un libro, O pasado nunca pasa, que recupera los detalles y los grandes momentos que configuran una ciudad. A finales de los años cincuenta, el barrio residencial de la Rosaleda, con sus elegantes chalés, cerró, a las puertas de la línea del tren, la construcción de la ciudad. Un par de décadas más tarde se instaló allí el Hospital Policlínico de La Rosaleda, donde “se concentraba mucho poder”. En sus pasillos y a la sombra de Gerardo Fernández Albor se cocieron muchas noticias en los años ochenta, recuerda Blanco.
Aunque para poderoso, en una ciudad en la que dominaba el aparato de la Iglesia desde la Catedral, el cardenal y arzobispo de la ciudad, Fernando Quiroga Palacios. Mientras bendecía la construcción de viviendas sociales y fomentaba los estudios jacobeos y los años santos, prolongaba en Madrid su cercanía con Franciso Franco y la convertía en influencia cuando el dictador visitaba Galicia. Blanco relata como Quiroga Palacios insistía a Franco para que concretase la ampliación del aeropuerto de Santiago “para que pudiese venir” el Papa Juan XXIII. La pista de la terminal y el aparcamiento se construyeron en 1953, un año antes de la visita del pontífice. “Tenía mucha influencia sobre Franco”, explica el reportero. Para el dictador, recuerda, el Hostal dos Reis Católicos tenía que hacer probar a una persona su comida antes de servírsela cada vez que venía a Galicia a pescar.
En el antiguo hospital que cierra uno de los laterales de la Praza do Obradoiro, por la que entonces podían circular vehículos, comenzó Blanco su carrera. Bajo el brazo de su cuñado, fotógrafo oficial del Hostal, el trabajo era inmortalizar bodas y demás ceremonias. Entonces, bajar desde Rúa de San Pedro, la calle por la que entran los peregrinos a la ciudad y que quedaba fuera de sus murallas, era todavía “ir al pueblo” y cuando buscabas a alguien “sabías donde encontrarlo”. A Blanco, probablemente, en las oficinas de El Correo Gallego, donde pasaba “más horas revelando que sacando fotos”. Aun así, le quedó nostalgia del blanco y negro, que recupera para el libro, publicado por Teófilo Edicións. Sus fotografías llenaron páginas también el EL PAÍS y Faro de Vigo, donde el periodista Diego Bernal interpretaba sus fotos costumbristas. Como las lavanderas en el río Sarela; el mercado de verduras de las huertas de la ciudad que se expandía, fuera de la plaza de abastos, hacia san Agustín; la feria semanal de ganado que entonces se celebraba en la Alameda; las lecheras con sus cachivaches en la cabeza; los fotógrafos del minuto y los barquilleros; el primer camión de reparto de Coca-Cola —estreno de Blanco en el fotoperiodismo— o el trabajo en los talleres de los artesanos.
La transformación física de Compostela, que pasa en el libro por los detalles de fachadas, las construcciones y destrucciones de edificios y las imágenes aéreas, se simboliza en la conversión de los barrios periférios, casi aldeas radiales al casco histórico, en ciudad y en la desaparición, debajo de las grúas, del emblemático edificio del Castromil. En los años veinte se irguió un elegante edificio modernista en la entrada sur de la ciudad, entonces plaza de Vigo ahora de Galicia, desde donde la compañía de autobuses Castromil organizaba sus salidas y llegadas. A finales de los setenta al consistorio de turno se le ocurrió derribarlo para hacer un aparcamiento subterráneo, desigualar la plaza con la zona vieja e igualarla con el Ensanche.
De la renovación ideológica también quedan fotos. Sobre el tejado de un edificio de la Rúa Loureiros se subió un grupo de okupas a finales de los años ochenta para evitar a la policía. Allí los retrató Blanco, mientras luchaban por el derecho a una vivienda y antes de correr delante de los policías. Igual que les pasó al grupo de manifestantes que se coló y acampó con su protesta en la Catedral. En los años ochenta no le sobraron al objetivo de Blanco días movidos: las primeras tractoradas, los Días da Patria, el tumultuoso traslado de los restos de Castelao, las manifestaciones de los astilleros o las universitarias que llenaban la Praza do Obradoiro. Pero quizás sus fotografías más reconocibles son la partida de dominó entre Fraga y Fidel en la visita del comandante a Galicia a comienzos de los noventa y el gesto apesadumbrado de Ramón Piñeiro bajo un Cristo durante el homenaje que la universidad le rindió poco antes de morir. Pese a las miles de fotos que tiró, Blanco no duda en escoger su favorita, la del Cason incendiado. Esa que reserva para otro libro.