Alemania resucita la nueva objetividad en el 80º
aniversario de la caída de Weimar
Varias muestras hacen justicia al movimiento pictórico
borrado por el nazismo
ÁLEX VICENTE
Stuttgart 17 DIC 2012 - 20:42 CET
A bailarina Anita Berber, Otto Dix 1925 |
Machtergreifung. Así
denominó la propaganda nazi a la “toma de poder” de Adolf Hitler, acontecida en
enero de 1933, que puso fin a la República de Weimar. Y, con ella, al periodo
dorado para las artes que irrumpió en la frágil Europa de entreguerras. Con el
80º aniversario de la caída del régimen democrático a la vuelta de la esquina,
los museos alemanes han decidido esclarecer en qué consistió el semiolvidado
movimiento estético surgido durante esa década y media encajada entre 1919 y el
ascenso del nazismo: la llamada “nueva objetividad”. Una exposición en el
Kunstmuseum de Stuttgart inspecciona hasta el 7 de abril esta corriente
aparecida en oposición a los delirios idealistas heredados del romanticismo
decimonónico, que se dieron de bruces con la realidad bélica del siglo
posterior, y al excesivo individualismo de los pintores expresionistas.
Los creadores de la nueva objetividad, con Otto Dix y George Grosz al
frente, fueron partidarios de desarrollar un arte anclado en la realidad
social, que no hiciera ascos a temáticas como la guerra y la pobreza. Y que
adoptara un lenguaje formal sobrio y crudo, alejado de la desbordante
emotividad y de la obsesión formalista del expresionismo. “El objeto tiene que
ser primordial y determinar la forma. Para mí importa más el qué que el cómo.
El cómo tiene que surgir de qué”, dejó dicho Dix. La mirada del pintor
objetivista aspiraba a ser todavía más precisa que la del fotógrafo, en un
momento en que el canon se empezó a alejar de la subjetividad imperante,
considerando que las ensoñaciones del artista suponían una evasión
incomprensible ante un contexto sociopolítico tirando a grave, respecto al que
nadie tendría que girar la espalda.
Desde hace unos meses, el movimiento asiste a una resurrección en Alemania.
Además de la muestra en Stuttgart, se acaba de organizar otra en Dresde, donde
Dix enseñó Bellas Artes antes de ser considerado enemigo público del nazismo, y
se prepara una tercera gran exposición en Mannheim, ciudad que dio origen al
movimiento a través de una exposición celebrada en 1925. “Al margen de las
efemérides, no es casualidad que la nueva objetividad vuelva ahora, en un
momento de transición marcado por temas parecidos, como la crisis económica y
el aumento de la desigualdad social, cuando los ricos son todavía más ricos y
los pobres están más desamparados”, explica su comisaria, Ilka Voermann. Además
de las exposiciones en curso, la Berlinale se sumará a este revival en
febrero con una retrospectiva sobre el cine rodado durante la República de
Weimar. La nueva objetividad no solo influyó en la pintura, sino en la práctica
totalidad de las disciplinas artísticas, de la literatura a la arquitectura.
Para oponerse al egocentrismo expresionista, Bertolt Brecht escribió sus obras
junto a sus actores, defendiendo el teatro como fruto de un trabajo colectivo y
no como la obra magistral de un genio solitario. Alfred Döblin, que incitó a
los escritores de su época a implicarse activamente en el compromiso cívico por
una sociedad mejor, transcribió en Berlin Alexanderplatz la vida que
hervía en la metrópolis con métodos inspirados en el reportaje periodístico de
Egon Erwin Kisch, partidario de prescindir de todo sentimiento personal o
lírico en la expresión literaria.
El equivalente pictórico a ese narrador omnisciente y supuestamente
imparcial se encuentra en la obra de Otto Dix, que terminaría renegando del
expresionismo e impulsaría la contrarreforma de la nueva objetividad a través
de lienzos que describen el bullicio de la gran ciudad a ritmo del jazz que desembarcó
en el Viejo Continente junto a las tropas estadounidenses. Pero la crueldad de
la guerra en las trincheras, la indigencia escondida en los callejones oscuros
y la miseria teñida de frivolidad que se concentraba en los burdeles tampoco
escaparon a su escrutinio. Las contradicciones de la vida urbana quedaron
reflejadas en su tríptico Großstadt (1928), donde las clases acomodadas
bailaban despreocupadamente en la imagen central, mientras que veteranos de
guerra mutilados y desesperadas prostitutas callejeras ocupaban los dos
laterales. Dix también se haría conocido por sus retratos de la burguesía de
Weimar, cuya técnica influiría en Balthus y en Grant Wood, el celebérrimo autor
de American gothic (1930).
Por sorprendente que parezca, Dix se consideraba apolítico. Juraba que su
objetivo era retratar la injusticia social, pero no necesariamente combatirla.
Dijo que quería convertirse en “el ojo del mundo”, pero no en un líder ni un
activista. “De hecho, se considera que el uso de una violencia desaforada en
sus escenas de guerra, que en aquel momento no era nada habitual encontrar en
la pintura, respondió a una voluntad más sensacionalista que antibelicista. Dix
pretendía crear un efecto estético en el espectador, más que despertar su
conciencia”, apunta Ilka Voerman. Pero la distancia que Dix reivindicaba ante
la temática elegida le serviría de poco durante la irrupción del nazismo,
cuando fue listado en el inventario de “artistas degenerados” por el régimen.
Sus obras sobre la guerra fueron juzgadas como “un sabotaje militar” en toda
regla. Dix se vería obligado a pasar el resto de sus días lejos de Berlín,
junto al lago Constanza, donde se recicló en pintor de paisajes con una carga
alegórica indudable, repletos de amenazantes nubarrones y animales portadores
de infortunio.
Dentro de las filas de la nueva objetividad también convivieron pintores no
necesariamente izquierdistas. En el fondo, lo que definió al movimiento, más
que un proyecto ideológico en común, fue el calco de la realidad social y la
técnica ultrafigurativa. Por ejemplo, Rudolf Schlichter, que se había dado a
conocer retratando los clubes de lesbianas en el Berlín de los años veinte,
acabó acercándose al catolicismo y entablando amistad con el escritor
conservador Ernst Jünger, de quien pintaría un retrato un tanto homoerótico.
Los nazis consideraron su obra prácticamente pornográfica —tal vez por la
influencia de sus escritos personales, que sí lo eran— y le prohibieron exhibir
sus pinturas.
Menos dificultades encontraron Christian Schad, quien se convirtió en uno
de los retratistas más reputados del régimen pese a que nunca lo apoyó
abiertamente, y Weiner Peiner, que había sido incluido en la seminal exposición
de 1925 y luego se convertiría en uno de los artistas más prestigiosos del
nacionalsocialismo. Su cuadro Deutsche Erde (Campo alemán), retrato de
una Alemania rural y depositaria de las esencias nacionales, fue entregado a
Adolf Hitler como regalo poco después de su acceso al poder.
El prestigio intelectual del movimiento acabaría
erosionándose. Walter Benjamin, que había apoyado el espíritu de la nueva
objetividad durante sus inicios, terminaría denigrando su oportunismo. “Han
transsformado la lucha contra la miseria en un artículo de consumo. Transforman
la lucha política hasta convertirla en objeto de una contemplación
confortable”, dijo en 1934. Denunciaba su tímido compromiso y actitud
manifiestamente burguesa. Y, sin embargo, la actitud furibunda de los nazis al
descubrir unos lienzos que dejaban a la intemperie una realidad muy poco
fotogénica y encerraban una violenta inclemencia en la frontera con la sátira
venenosa demuestra que la nueva objetividad molestó. Entre bastante y mucho.
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