Una exposición en A Coruña reivindica la arquitectura
como trabajo en equipo
La muestra enarbola un discurso de autocrítica de la
profesión respecto a la crisis
El arquitecto Louis Kahn aconsejaba
escuchar al hombre que trabaja con las manos para averiguar la mejor manera de
hacer las cosas. También Renzo Piano
recuerda que ningún campesino equivoca la ubicación de su casa. Y Le Corbusier tenía claro
que el vínculo entre los artesanos de ayer y los creadores de hoy es el de Compañeros
de oficio. Con ese título, una exposición producida por la Fundación Barrié de A Coruña indaga en la
lección de una arquitectura sin arquitectos para los proyectistas más famosos
de todos los tiempos. Su comisario, Pedro de Llano, da ideas para construir en
un tiempo de crisis. Reta a pensar hasta dónde puede llegar la arquitectura (no
en términos tecnológicos o de récords de altura sino en implicación social y
humanista) y propone conocer la tradición para que los edificios sean capaces
de reavivar los sentidos.
Es encomiable comprobar cómo los arquitectos, como colectivo, han hecho
autocrítica para valorar hasta qué punto han sido culpables de la burbuja
inmobiliaria que está ahogando España. Aunque seguramente quien tiene más culpa
continua pensando que el asunto no va con él, y aunque es evidente que los
arquitectos no tienen tanto poder como para hundir un país, sí es relevante que
la profesión se pregunte por sus errores de manera pública y reiterada. Ese
ejercicio crítico revela una de las carencias más claras que sufría: la falta
de contacto con la realidad social. Y, por supuesto, el cambio en la propia
disciplina, con el acceso abierto ahora a proyectistas de cualquier capa
social, cuando la arquitectura era, tradicionalmente, un oficio de clase alta.
La pluralidad de miradas e intereses enriquece. También las transforma.
Seguramente por eso son muchos los que abogan por una transformación con
memoria. Para evitar repetir errores conviene aclarar de una vez que el de
arquitecto es un trabajo en equipo. Eso es lo que hace de Llano en esta
muestra, señalando que ese reconocimiento a colaboradores externos se ha producido
ya, en varias ocasiones, a lo largo de la historia.
Así, la muestra recuerda la potencia expresiva de las cabañas de pescadores
finlandeses, las viviendas encaladas mediterráneas, los graneros de los colonos
norteamericanos o las casas tradicionales japonesas para analizar, en realidad,
un tiempo mítico en el que ningún campesino estropeaba el paisaje como sí lo
estropea la arquitectura (la buena y no digamos la mala) con tanta frecuencia.
El único pero que se le puede poner a esta oportuna exposición que informa,
sugiere, recuerda y reivindica es que, junto al reconocimiento de los artesanos
—y de la sabiduría de la tradición— debería figurar la reivindicación de la
educación, de la humildad inteligente que lleva a uno a cuidar lo que encuentra
si no ve manera de mejorarlo. Lo que de Llano defiende es difícilmente
aplicable en una sociedad poco acostumbrada a cuidar la calle como si fuera su
casa.
La armonía que une todas las cosas y los valores eternos del Mediterráneo,
que Le Corbusier dibujó en un boceto sobre una explotación agrícola argelina,
parece estar detrás del diseño que el arquitecto indio Balkrishna Doshi
realizó para levantar viviendas con pocos medios en Ahmedabad. Es cierto que
Doshi había trabajado con Le Corbusier, pero también que esa secuencia de
bóvedas que él construyó en 1957 la han retomado este año proyectistas como Victoria
Garriga y Toño Foraster (AV62) en su proyecto ganador para erigir Museo
Nacional de Kabul.
La que para muchos es la gran obra de Le Corbusier, la capilla de Notre
Dame du Haut, en Ronchamp, resume todo ese pasado de interpretaciones y avanza
un paso más hacia el futuro. Enumera las lecciones aprendidas en sus viajes por
bodegas rurales napolitanas o por el campo de Argelia para destilar una
respuesta distinta: en el lugar pero fuera del tiempo. También Alvar Aalto reconoció una
deuda perpetua con esa tradición anónima: no solo con las cabañas de los
pescadores de Karelia, al norte de su país, también con la tradición
mediterránea, que supo interpretar y llevar hasta sus edificios finlandeses. El
mexicano Luis Barragán recordó, en su discurso al recoger el Premio Pritzker,
que su arquitectura era una depuración de la de paredes encaladas, los patios
tranquilos y las calles coloristas de Jalisco, la ciudad donde nació.
“Si comprendemos la esencia de un material podremos influir en la vida de
manera mucho más concreta que con fórmulas matemáticas”, escribió Jorn Utzon. El autor de la
Ópera de Sidney levantó su vivienda en Mallorca tratando de “fundirse con sus
materiales: la dureza de la piedra, el carácter del vidrio”. Esa mirada a lo
real en una época virtual debería resultar en una arquitectura más humana,
parece decir con esta muestra de Llano.
“Se me llenan los ojos con eso que el hombre hace para
sí, con la sabiduría de su necesidad amparada por la tradición”, escribió José
Luis Fernández del Amo, un arquitecto que se dedicó a recorrer los pueblos
españoles para aprender de la tradición antes de diseñar sus poblados de
colonización de los años cincuenta. Alejandro de la Sota también lo hizo. Y lo
definió con precisión: “la naturaleza es funcional, pero además significa
libertad”. Esa libertad es fundamental en las artes. Frente al deterioro al que
aboca el libertinaje, la libertad es la posibilidad de aportar. Y, apoyada en
el peso de la tradición tanto como en el de las ideas, la arquitectura del
futuro podría ofrecer más motivos de orgullo que de queja.
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