Ánxel Grove 27 diciembre 2012. 20minutos.es
“Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura menos que la liviana melodía
que sólo es tiempo“, escribió el infinito Borges, quizá en la no menos perdurable
extensión de una noche de pérdida en las dunas del insomnio.
Shōmei Tōmatsu, nacido en 1930 en Nagoya,
una ciudad cuya etimología japonesa conduce a la palabra pacífico, amplió
la sentencia del escritor en la foto que encabeza esta entrada: un reloj de
pulsera detenido a las 11:02 horas del 9 de agosto de 1945, momento exacto
en que una bomba atómica de los EE UU explotó sobre Nagasaki,
una ciudad pesquera colonizada por portugueses y españoles cuya etimología no
conduce a ningún significado preciso. Tras los 3.900 grados centígrados a los
que la fisión nuclear elevó la temperatura ambiente, toda ley etimológica dejó
de ser necesaria.
Como Borges, Tōmatsu es un poeta, acaso el más poético de los fotógrafos
contemporáneos. Cuando en 1961 una revista le encargó retratar el corolario
del asesinato masivo (150.000 cadáveres a las 11:02) un cuarto de siglo después,
el fotógrafo se detuvo en una botella derretida hasta el punto de parecer el
Cristo de una capilla rural española o portuguesa, las tumbas de un cementerio
todavía volteado, un reloj recuperado del brazo de un anónimo habitante de
Nagasaki que estaba a 700 metros del epicentro de la explosión…
Hace dos semanas, en este blog y también en la sección de cada jueves, Xpo, dedicada a la fotografía,
quienes las hacen y quienes se dejan hacer, hablé de otra foto de Nagasaki: la de un niño
sosteniendo el cadáver de su hermano chico en espera de cremación. La imagen
contenía, intentaba abreviar, la hiel, el absurdo, la desdicha, infinita como
el tiempo, que se concentró en el segundo en que el tiempo dejó de existir, también
carbonizado.
Vista desde la amnesia la foto de Tōmatsu puede ser una metáfora de un
sol derrotado. También, claro, el bosquejo de una bandera opcional de Japón:
un mecanismo que mide el tiempo en torno a un trapo blanco que configura una
levísima orografía bajo el peso del reloj calcinado.
Imagino al fotógrafo preparando el bodegón en un estado de trance en el que
tal vez pidió la ayuda de los dioses de la amnesia.
Admiro a Tōmatsu. Creo que es uno de los, digamos, tres grandes fotógrafos
vivos —los otros dos también son japoneses—. Si tuviese dinero, ese arcano,
compraría copias de muchas de sus fotos, todas las que inserto tras este post,
para colocarlas en una pared virgen y componer una cartografía ante la
cual perderme.
Siempre imagino a Tōmatsu, sin embargo, en el momento previo a la foto del
reloj de Nagasaki, sosteniendo con dedos de cristal la esfera liviana y muerta
para tejer la bandera que todos deberíamos alzar con cada amanecer.
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