De Nueva York a Estocolmo, museos de todo el mundo
reexaminan el legado del arquitecto
La influencia de sus utópicas teorías cobra actualidad
ÁLEX VICENTE
Estocolmo 21 ENE 2013 - 21:16 CET
Los suecos todavía no se han olvidado de Le Corbusier. En 1933, el
arquitecto tuvo la ocurrencia de tirar abajo el centro de Estocolmo para crear
una urbe moderna, con torres y rascacielos que permitieran responder al boom
demográfico gracias a la verticalidad, así como grandes avenidas cerradas a la
circulación para favorecer la calidad de vida. Pero ganó la piedra decimonónica
y el proyecto no fue seleccionado. “Sabía que nunca le darían el encargo. Fue
una provocación teórica, pero también una estrategia para venderse a sí mismo”,
explica Jean-Louis Cohen, profesor de la New York University, uno de los
mayores expertos en el arquitecto y comisario de Moment. El laboratorio
secreto de Le Corbusier, la nueva exposición inaugurada en el Moderna Museet
de Estocolmo, con el objetivo de inspeccionar el proceso creativo del
arquitecto francosuizo.
Es la primera de las numerosas muestras que, a lo largo de este año,
reexaminarán el legado de Le Corbusier, avanzándose a la próxima efeméride de
envergadura, la conmemoración dentro de dos años del 50º aniversario de su
muerte. El MoMA de Nueva York se anticipará al calendario con su primera
muestra sobre el arquitecto, prevista para mayo y destinada a convertirse en su
blockbuster estival, que se apoyará en numerosos documentos de su archivo
personal, de las acuarelas pintadas durante sus viajes de juventud a los
esbozos del paisaje indio que inspiraron la construcción de su ciudad utópica
en Chandigarh, la capital del Punjab.
A finales de abril, se inaugurará en Bruselas una muestra sobre Le
Corbusier y la fotografía, que abordará cómo se sirvió de la disciplina
para documentar sus proyectos, pero también para publicitar su trabajo e
incluso su persona, reclutando a artistas tan reputados como René Burri y
Lucien Hervé. En Marsella, ciudad impregnada de su legado urbanístico, una
exposición sobre Le Corbusier y la herencia del brutalismo abrirá sus puertas
en octubre. Todo ello, mientras sigue abierta la muestra sobre sus proyectos
italianos en el MAXXI de Roma, y al tiempo que ocupa un papel protagonista en
otra exposición sobre la evolución del oficio de arquitecto que todavía puede
visitarse en la Pinacoteca Moderna de Múnich.
Todas ellas insisten en sus múltiples facetas de arquitecto, urbanista,
paisajista, diseñador de interiores, escritor y artista, dignas de un hombre
renacentista. A través de sus 400 proyectos urbanísticos —una aplastante
mayoría de los cuales nunca serían realizados— y de los 75 edificios que logró
erigir en una docena de países, Le Corbusier ideó una nueva poética de la
arquitectura, a medio camino entre la armonía clásica y la funcionalidad que
requerían los tiempos modernos. Sus hallazgos formales procedieron, a menudo,
de su experimentación en la pintura y la escultura. Cuentan que Le Corbusier,
artista plástico de formación, visitaba su atelier cada mañana para
trabajar en sus lienzos, antes de dirigirse a su estudio cada tarde para
estudiar cómo aplicar las mismas composiciones en el plano arquitectónico.
Ese vivero de experimentación —al que llamaba su “laboratorio secreto”,
como dejó dicho en 1948— protagoniza la muestra de Estocolmo, que hasta el 18
de abril se introduce en la mente de Le Corbusier a través de 200 pinturas,
esculturas, esbozos arquitectónicos, naturalezas muertas, fotografías de época
y hasta su colección personal de crustáceos marinos, cuyas cavidades misteriosas
inspiraron las formas de sus edificios tardíos. Por ejemplo, con un poco de
imaginación se logra entender cómo el caparazón de un cangrejo pudo inspirar la
capilla de Ronchamp, construida en los cincuenta.
La semejanza entre sus obras pictóricas y sus creaciones arquitectónicas
del mismo periodo resulta todavía más flagrante. Las formas geométricas de sus
residencias de la cercanía parisiense, con la Villa Savoye al frente, se
parecen sospechosamente a las que figuran en uno de sus primeros cuadros, La
chimenea (1918), cuando todavía utilizaba su auténtico apellido, Jeanneret,
para firmar sus obras con caligrafía perfecta. Más tarde, salpicaría el blanco
nuclear con algunas manchas de colores primarios, como resultado de su
descubrimiento de la corriente holandesa De Stijl. A finales de los años
veinte, las formas irregulares y las gamas cromáticas de sus bodegones
poscubistas empezaron a aparecer en sus edificios. Las correspondencias entre
arte y arquitectura se alargarán hasta el final de sus días. “Sus edificios de
los años cuarenta, como la Cité Radieuse de Marsella, integran diferentes
disciplinas y reproducen su interés por la síntesis de las artes”, explica Le
Cohen junto a las numerosas maquetas de la exposición, preparadas para la
ocasión por la Universitat Politècnica de Catalunya.
“Nos seguimos interesando por Le Corbusier al margen de
los aniversarios porque es una figura seductora en la historia de la
arquitectura, por su capacidad de invención y su reivindicación de libertad”,
afirma el comisario. “Pero también porque el corbusianismo ha sido un lenguaje
mal imitado, con el que seguimos conviviendo”. Así es en todo el mundo. También
en Estocolmo. Su proyecto fue rechazado por escandaloso, pero acabaría dando
lugar a otro mucho peor en los cincuenta. De entre todas sus ideas, solo se
privilegió la del desarrollo vertical, lo que exigió demoler gran parte del
centro histórico de Klara, recordado hoy con nostalgia por los autóctonos. En
cambio, la circulación congestionada sigue ahí.
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