Una monumental biografía reivindica al político como
clave del socialismo español
En él pudo más el tesón que la quimera, aunque ambas características han
sido elegidas por el historiador Julio Aróstegui (Granada, 1939) para definir a
vuelapluma, desde la portada de su último libro, a uno de los socialistas más
influyentes del siglo XX. Largo Caballero (Debate), que se publica el próximo
jueves 17, es sin duda la biografía más exhaustiva —ronda el millar de páginas—
del personaje que pasó a la posteridad como el Lenin español, título que él
desdeñaba como una “estupidez” y que su biógrafo desmonta: “Este apelativo
apareció en 1933, no se sabe de dónde. Largo Caballero estaba convencido de que
salió de filas comunistas o de representantes vinculados al comunismo de su
propio partido. Siempre fue contrario a que le aclamasen así”.
Ese gran desconocido que es hoy Largo Caballero asistió en primera línea a
los acontecimientos esenciales del siglo XX (dictadura de Primo de Rivera,
caída de la monarquía, Segunda República, Guerra Civil y Segunda Guerra
Mundial). Y no de cualquier manera: fue un preso en los campos nazis, un
exiliado republicano en Francia, un presidente de Gobierno en un país en
guerra, el primer socialista ministro de Trabajo, el líder de masas que mejor
conectó con los sueños obreros, un sindicalista pragmático que a veces creyó en
la revolución sin paliativos y a veces en el reformismo, un estuquista
concienciado y sin instrucción... el único hijo de una criada y un carpintero
que se divorciaron antes de que el bebé cumpliese dos años.
Para dibujar el poliédrico retrato, Aróstegui ha dispuesto por vez primera
de la valiosa documentación del exilio acumulada por Rodolfo Llopis, amigo y
correligionario, para escribir una biografía del sindicalista que nunca llegó a
buen puerto. Gracias a las cartas y otros escritos, el historiador ha
constatado la reconciliación —también ideológica— entre Indalecio Prieto y
Largo Caballero en el exilio. “Una de las mayores satisfacciones de mi vida
política”, escribió Prieto en mayo de 1946 sobre su otrora adversario, “la ha
constituido mi absoluta coincidencia con él sobre el problema español, coincidencia
que se operó sin haber cambiado entre nosotros media palabra, y que abarcó no
solo lo fundamental sino detalles secundarios”.
“La Historia no ha sido nunca
complaciente con él. Pero es más notable aún, claro, que no ha sido nunca
justa”, plantea Aróstegui, catedrático emérito de Historia Contemporánea de la
Universidad Complutense. En su opinión, solo Juan Negrín le arrebata el triste
título de dirigente republicano más vilipendiado.
Nació el 15 de octubre de 1869 en una humilde buhardilla de Chamberí, en
Madrid, y murió, también rodeado de modestia, en un barrio de París en marzo de
1946. Nada, en su origen, invitaba a presagiar el protagonismo que alcanzaría
en el sindicalismo, en la política y en las instituciones españolas. Nada,
excepto los años que le tocaron, con su desmoronamiento de un viejo régimen y
la llegada de uno nuevo por el que se abrían paso a codazos los menesterosos de
antes. Un mundo distinto que fue un suspiro de la Historia y, en su caída,
arrastró a Largo Caballero y a quienes como él habían encarnado el cambio.
“Representó las grandezas y miserias de la época dorada del movimiento
reivindicativo del proletariado que comenzó su historia en el siglo XIX”,
señala su biógrafo.
En la vorágine de acontecimientos, Largo Caballero estuvo al frente. No
siempre opinando lo mismo. Defendió la colaboración con la dictadura de Primo
de Rivera —se toleró al ugetismo y al socialismo, se perseguían cenetistas y
comunistas— porque creyó que beneficiaría a su causa obrera, contra el criterio
de Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos.
A partir de 1928 se alejó y, poco después, se sumó al comité revolucionario
que propugnaba el derrocamiento de la monarquía, aunque con miramientos. “Largo
Caballero se opuso a la violencia en cualquier forma al tomar el poder y cuando
Prieto dijo de bombardear el Palacio Real se opuso, sobre todo si les pasaba
algo ‘a las chicas’, las infantas”, escribe Aróstegui citando a Niceto Alcalá
Zamora, futuro presidente de la República y miembro del comité.
Las divergencias por la relación con la dictadura de Primo causaron la
primera brecha en el socialismo. El papel que debían jugar en la aventura
republicana las agrandó, “trajo consigo como efecto directo y perverso la
culminación de una honda ruptura”. Aunque lo peor estaba por llegar: “En 1935
se abriría la fosa insalvable entre Prieto y Caballero. Y ese sí que sería el principio
del fin”.
Al comienzo de la República —cima de la historia del socialismo; luego
vendrían Felipe González y el cambio de 1982—, Caballero era un líder
carismático , enfrentado a un Julián Besteiro disidente, contrario a implicarse
con los republicanos. El secretario general de UGT se convirtió en un
hiperactivo ministro de Trabajo, que en dos años dictó normas que regulaban los
contratos, la protección de la maternidad, los accidentes de trabajo, la
jornada laboral —se limitó a ocho horas—, las cooperativas o el empleo agrario.
Enfrente se situaron la patronal, los propietarios agrícolas, los anarquistas y
la oposición parlamentaria, aunque él la reivindicaba como “la obra de un
socialista, no la obra socialista”. A pesar de que no se cumplió o se derogó en
buena parte, Aróstegui señala que su legislación “marcó el paso a la creación
de un verdadero Derecho del Trabajo”.
Tras la salida socialista del Gobierno, radicalizó su discurso. “Hoy estoy
convencido de que realizar obra socialista dentro de una democracia burguesa es
imposible”, dirá en un acto en 1933. Es cuando se forja el apelativo de Lenin y
su fama de variable. “Fue poliédrico, incluso contradictorio, pero no tuvo otro
objetivo que la transformación de la clase obrera”, plantea su biógrafo. En
esos días radicales abraza una de las dos quimeras que, según el historiador,
persigue erróneamente en su larga vida pública: la insurrección de 1934. “La
otra fue querer luchar contra los comunistas en la guerra”, afirma.
Con los sublevados soplando sobre Madrid, asumió la
presidencia del Gobierno en septiembre de 1936. Tenía 66 años y, según Portela
Valladares, “angosto e intolerable pensamiento”. Nombró un gabinete de
concentración “con un objetivo: derrotar al fascismo”. Recobró parte del poder
central perdido y reconstruyó el Ejército, pero le pasaron factura el abandono
de Madrid por parte del Gobierno y la oposición a la intromisión soviética en
las operaciones militares. Su proyecto, según Aróstegui, fue “una amalgama de
certeras intuiciones y de errores en su realización”. En el exilio aún le
aguardarían experiencias más crudas. Tras ser detenido en Francia, fue recluido
en el campo alemán de Sachsenhausen, dos años. “Cuando volvió a París”, afirma
su biógrafo, “era otro hombre, más comprensivo y tolerante”.
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