Vicente J. Benet detecta en los productos culturales los
rastros de unos procesos de cambio social que, en el caso del cine, están
estrechamente ligados a una entrada en la modernidad en algunos casos
traumática
En 1923, Ramón Gómez de la Serna escribía Cinelandia,
una novela imantada por el poder de seducción del cinematógrafo que transcurría
en un Hollywood mental, tierra del simulacro poblada por arquitecturas efímeras
de cartón piedra. En uno de sus capítulos, el escritor imaginaba el futuro del
medio: “En esa película transportadora se producirá el sueño vidente de los
espectadores y se les llevará por los vericuetos del verdadero paisaje y el
verdadero argumento. Gracias a la gran fuerza eléctrica, radiográfica y
quintadimensionista del nuevo aparato, los espectadores entrarán por el embudo
caleolítico que substituirá a las sábanas blancas de la pantalla”. Gómez de la
Serna, uno de los intelectuales españoles que dieron un vuelco a las
reticencias de sus predecesores con respecto al nuevo lenguaje, tuvo la
suficiente lucidez como para intuir la evolución del primigenio cine de
atracciones hacia inmersivas experiencias virtuales al modo de Avatar (2009) o, para
buscar un referente español, Lo imposible (2012),
cuya gran aportación formal consiste en describir un tsunami como dolorosa experiencia
sensorial vivida en primera persona. Once años más tarde, bajo el influjo de Cinelandia,
el escritor y guionista José Santugini
—de quien se acaba de editar la imprescindible antología De buen humor
(Pepitas de Calabaza), compilada por Santiago Aguilar— indagaba en el fulgor
—pero también en las sombras— de ese nuevo medio a través de su sección en la
revista Cinegramas, donde fantaseó con arquetipos tan extremos como la
joven actriz capaz de suicidarse como golpe de efecto publicitario definitivo,
el director déspota que intenta controlar incluso su tránsito al Más Allá o el
niño prodigio incapaz de llorar ante el cadáver de su padre, a menos que un
cineasta le dé las indicaciones dramáticas pertinentes.
Vicente J. Benet abre su ambicioso El cine español.
Una historia cultural con otra cita literaria, en este caso
extraída de La aventura del tocador de señoras de Eduardo Mendoza y
reveladora de la mala prensa que nuestra cinematografía parece haber instalado,
salvo excepciones, en nuestro imaginario colectivo. El protagonista de la
novela, ante la posibilidad de su muerte inmediata, reflexiona: “En ninguna ocasión,
ni siquiera en los más críticos bretes, he visto, conforme suele contarse,
pasar ante mí mi vida entera como si fuera una película, lo que siempre es un
alivio, porque bastante malo es de por sí morirse para encima morirse viendo
cine español”. En su introducción, Benet se hace eco de las razones que
sustentan ese rechazo general al cine español que parece haberse convertido en
una inercia de pensamiento, pero contrapone a ellas el objetivo de su trabajo,
una visión panorámica, selectiva, precisa y elocuente de una producción
audiovisual contemplada desde la perspectiva de la historia cultural; es decir,
articulando un discurso que detecta en los productos culturales los rastros de
unos procesos de cambio social que, en el caso del cine, están estrechamente
ligados a una entrada en la modernidad en algunos casos traumática: “El
objetivo de este libro es defender, a pesar de todo, el valor del legado
artístico y cultural del cine español. Defenderlo desde su modestia, su
incapacidad y sus limitaciones unas veces; su brillantez incuestionable,
otras”.
El resultado es deslumbrante: un libro que, de hecho, puede leerse como una
novela río de protagonismo coral, cuyo gran tema es el cine como campo de
batalla, como escenario de un perpetuo —y mutante— pulso entre las fuerzas de
una España eterna —negra y/o esencialista— y la atracción imparable de una
modernidad cosmopolita, en incesante diálogo con ideas y hallazgos de lenguaje
del paisaje global, pero también capaz de engendrar inéditas ansiedades y de
ampliar el ámbito del desencanto. En El cine español. Una historia cultural, el
cine no sólo es entendido como discurso y forma, sino, también, como vaso
comunicante en un tupido entramado cultural, industria del espectáculo para las
masas de una sociedad de consumo que postula el ocio como tierra prometida, tecnología
en movimiento perpetuo inspirador de nuevas poéticas, retóricas progresivamente
libres y lecturas de la realidad entre la estilización y el testimonio, y
territorio de tensa confluencia de discursos de poder, disidencias privadas y
revoluciones no únicamente estéticas. El texto de Benet pasa con habilidad de
lo general a lo particular. Sólo se le podría reprochar cierta tendencia a la
recapitulación, redundante para quien se aproxime al libro no como ocasional
obra de consulta, sino como la apasionante lectura en continuidad que merece
ser.
Los resortes formales que sirvieron para articular la imagen épica de
Francisco Franco, el reciclaje de las tomas de una película anarquista por
parte de las tropas sublevadas en la Guerra Civil o el reflejo de la tragedia
del aceite de colza en un subproducto erótico son sólo algunos brillantes
apuntes de un libro indispensable que ofrece un completo retrato de eso tan
problemático, extraño y contradictorio que llamamos cine español.
El cine español. Una historia
cultural. Vicente J. Benet. Paidós
Comunicación. Barcelona, 2012. 472 páginas. 29,90 euros
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