El presidente firmó una orden ejecutiva en 2009 para
cerrar la prisión
ANTONIO CAÑO
Washington 14 FEB 2013 - 20:10 CET
Entre los objetivos marcados por Barack Obama para su segundo mandato en el
discurso sobre la estado de la Unión hubo una ausencia notable: el cierre de
Guantánamo. No es una sorpresa, puesto que hace tiempo que ese asunto no
aparece entre las prioridades del presidente ni la presión social en Estados
Unidos al respecto es significativa. Pero sí es la confirmación de que la Casa
Blanca, frustrada por la complejidad del caso, ha tirado la toalla.
La orden del cierre de Guantánamo en el plazo de un año fue la primera que
firmó Obama al llegar al Despacho Oval. Pero en el camino surgieron tantos
obstáculos, que no solo transcurrió ese año sin resultados sino que pasaron
otros tres más y, seguramente, los cuatro años restantes de esta presidencia,
puesto que todo indica que la herencia envenenada que dejó George W. Bush
quedará para el sucesor de Obama. La última prueba de ello es que Daniel Fried,
quien estaba al frente de las gestiones para la repatriación de los presos,
dejó la pasada semana su cargo, sin que nadie le haya sustituido.
Formalmente, la Casa Blanca no ha renunciado al propósito de cerrar
Guantánamo. Cada vez que se le pregunta en público a un portavoz oficial, la
respuesta es la misma: “El presidente sigue comprometido con esa idea”. Pero,
en privado, se admite que es una causa imposible y se responsabiliza del
fracaso al Congreso.
En parte es así. Los republicanos se han opuesto desde el primer día a esa
medida y han obstaculizado la búsqueda de cualquier solución. Los demócratas,
por su parte, tampoco han ayudado mucho. Ningún demócrata, por ejemplo, se ha
ofrecido a defender la instalación en su estado de una cárcel a la que
trasladar los presos de Guantánamo.
Obama, por su parte, es responsable de no haber dedicado a ese fin las
energías necesarias, que hubieran sido muchas. Un presidente cuenta con un
determinado capital político que gastar. Este presidente, en cuanto comprobó
que el cierre de Guantánamo exigía muchísimo más que firmar una orden, prefirió
dedicar ese capital, primero, a la reforma sanitaria o a la solución de la
crisis económica, y ahora, a la reforma migratoria o al control de las armas de
fuego.
Aunque, de repente, Guantánamo fuera su prioridad, quizá las cosas no
cambiarían mucho. En la famosa prisión situada en la base norteamericana en
Cuba hay actualmente 166 presos. De ellos, 56 son de Yemen, de los cuales 26
están ya autorizados a ser puestos en libertad. Pero su país no los acepta y ningún
otro ha accedido a acogerlos. Las expatriaciones están paralizadas, además,
porque el Congreso exige, para aprobarlas, que la Administración garantice que
no serán un peligro posterior, algo prácticamente imposible.
Para los 46 presos calificados como “muy peligrosos”, el Gobierno busca un
estatus que permita que sean juzgados. Pero cuando se intentó hacer el juicio
de algunos en Nueva York, se opuso el alcalde de la ciudad. Aunque se
consiguiera procesarlos, no hay cárceles a las que enviarlos puesto que todos
los estados se niegan a recibirlos.
Guantánamo ha quedado en un limbo legal y político del que a nadie se le
ocurre como salir.
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