Por: Susana G. Vejo | 14 de febrero
de 2013
Alma Chavira Farel apareció en 1993 estrangulada, con golpes en la cara y
con señales de haber sido violada, en un terreno baldío en Ciudad Juárez en México.
Tenía apenas 16 años. No existen muchas más pistas de lo que le ocurrió porque
no hay rastro de su caso en ningún expediente. En este mismo año la vida para
muchas mujeres jóvenes de la ciudad norteña comenzó a cambiar. Uno tras otro,
comenzaron a aparecer cadáveres violados en las zonas desérticas que rodean la
urbe. Hoy son ya más de 700 mujeres asesinadas y, en la mayoría de los casos,
sus muertes quedan en el olvido. Pero en un contexto de alta violencia que
viven varios países latinoamericanos, especialmente en Centroamérica y México,
el aumento de los crímenes contra las mujeres produce inevitablemente.
Ser mujer en la zona de corredor del narcotráfico (Colombia, Centroamérica
y México) es vivir en peligro de muerte constante. Ellas se enfrentan a la
pobreza, a la exclusión y al silencio obligado. Son jóvenes de 15 a 25 años que
no suelen contar con estudios y que trabajan hasta muy tarde en las
maquiladoras (fábricas de ensamblaje). Cuando salen se topan con la oscuridad y
la soledad de las calles, que las hace doblemente vulnerables. En el caso de México,
las cifras se han multiplicado desde que en 2008 el Gobierno mexicano desplegó al
ejército para luchar contra la delincuencia organizada.
Las razones obedecen a varios motivos y varían según el contexto del país.
En casi todos son utilizados como forma de amenaza hacia los hombres que son
sus parejas o maridos. En países como Guatemala, El Salvador y Honduras, donde
se encuentran las pandillas criminales de Los Maras, matar mujeres es parte de
un ritual de iniciación en el grupo. En países como Colombia o México, con
grandes conflictos de sus Gobiernos con el narcotráfico, las mujeres son un
instrumento de guerra dentro de la violencia que ejerce la delincuencia
organizada. Así, se asesina a las mujeres por razones de género, porque es
“propiedad del otro”, de aquél a quien se quiere hacer daño o amenazar. El
objetivo es lanzar un determinado mensaje o ajustar cuentas. Pese a estas
diferencias, lo que sí es común a todos estos países es que la mujer es
considerada un objeto de propiedad.
Los asesinatos son especialmente crueles: cada vez son más los casos de
mujeres que se encuentran abandonadas y desnudas, o incluso con mensajes
escritos sobre sus cuerpos. Y las guerras del narcotráfico intensifican la
crueldad de las vejaciones para castigar a sus rivales.
Los Gobiernos tampoco ayudan. A pesar de que en México se hayan proclamado
varias leyes para
proteger a la mujer de la violencia, ninguna de ellas ha tenido un
efecto positivo. Además no existe ningún reconocimiento legal de los
feminicidios como tal, lo que probablemente imposibilite tomar acciones
concretas para luchar contra ellos y evitarlo. Además los sistemas de
justicia en estos países son muy ineficientes. El de México, por ejemplo, tiene unas tasas de impunidad
tan altas que llegan al 95%, según la ONU. Se castiga sobre el papel, pero no
en la práctica. Y el problema está en que en la Administración pública hay una
presencia tan fuerte del crimen organizado que hace imposible que alguien
investigue un homicidio.
Todo esto hace que las mujeres sean utilizadas con un
arma de guerra que escapa a los ojos de las autoridades y muchas veces de la
sociedad misma. Son mutiladas, castigadas, golpeadas y ultrajadas con la
consciencia de que el crimen quedará inmóvil en una nube de corrupción que
nadie investigará. Y al final, nada se sabrá.
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