Centrados en una apresurada intervención en Libia,
los agentes políticos occidentales ignoraron la peligrosa crisis que se estaba
gestando en el Sahel, a las puertas de Europa
Consumado el asalto rebelde a Trípoli, Peter N. Bouckaert, representante de
Human Rights Watch en Libia, asumió el papel de una casandra funesta. Crítico
con una intervención internacional que calificó de caótica e improvisada,
centraba sus esfuerzos en advertir de lo que sucedía en las inhóspitas tierras
del sur, escenario —en su opinión— de un tsunami omitido que en cuestión de
meses trocaría el equilibrio de fuerzas en el Sahel y desataría una crisis más
peligrosa a las puertas de Europa.
Abandonados a su suerte por un Ejército en desbandada, los profusamente
surtidos arsenales de
Gadafi eran en ese momento pasto de una horda de traficantes de toda
calaña, que durante años se habían enriquecido a la sombra del voluble coronel
y que ahora saqueaban sin rubor sus atestadas santabárbaras con vistas a hacer
negocio en el África subsahariana. Amparados por el caos que sucede a toda
guerra, inundaban las antiguas rutas caravaneras con millares de pistolas,
fusiles, metralletas, explosivos e incluso pequeñas lanzaderas de misiles tipo
Stinger, capaces de derribar aviones.
La reata mortal partía de las montaraces tierras de Zintán, atravesaba el
secarral de Bani Walid y se deslizaba después por las ciclópeas dunas del
desierto rojo rumbo a los oasis de Fezzan y Sebha, postrera etapa de una masiva
huida de armas, mercenarios y capitales a través de las arenas de Argelia,
Níger y el Chad.
En este último se cobijaba Mohamad Ag Najim, jefe militar del Movimiento
Nacional de Liberación de Azawad (MNLA) —ahora levantado en armas en Malí— y
fiel mesnadero del derrocado dictador. Hijo de un líder tuareg asesinado en la
cruel represión de 1963, había entrado en contacto con Gadafi en la pasada
década de los ochenta cuando se sumó a la Legión Islámica, una milicia de
raíces socialistas creada por el coronel para defender el panislamismo y que
combatió bajo la bandera del islam en Chad, Uganda y el Líbano. Tras una breve
estancia en su patria, Ag Najim regresó a Libia inaugurado el siglo XXI, esta
vez como pieza del ajedrez político del líder libio.
Gadafi le concedió la nacionalidad y le incluyó en el aparato de seguridad
del citado palmeral en un movimiento sablista con el que pretendía chantajear a
Bamako al tiempo que compraba fidelidades a través de su quimera
panafricanista. Asesinado su patrón, se cree que Ag Najim convocó a su hombres,
se internó en el desierto y a mediados de 2011 se integró en el cuadro de mando
del nuevo movimiento tuareg independentista laico.
Similar historia, pero con diferente final, vivió Ibrahim Bahanga, otro de
los líderes tuareg acogidos por Gadafi en el albor de la presente centuria.
Procedente de la región de Kidal, Bahanga fue uno de los jóvenes militares de
La Alianza 23 de mayo para la Democracia y el Cambio que en 2006 se levantó en
contra de la ineficacia del Pacto Nacional firmado una década antes por el
entonces presidente transitorio maliense, Amadou Toumani Touré, y los
levantiscos tuareg, en aquel tiempo todavía unidos y dirigidos por Iyad Ag
Ghali, miembro de una de las tribus con mayor arraigo en las regiones
septentrionales.
Argelia, potencia hegemónica indiscutible en la zona, medió en la redacción
de un documento que prometió cierta autonomía y mejoras socioeconómicas —nunca
cumplidas— al empobrecido norte, pero que también propició el estallido de la
violencia entre las distintas facciones tuareg, principalmente entre las
poblaciones nómadas y núcleos de militares sedentarios, adscritos al
sanguinario grupo Ganda Koy. Perseguido por el ejército nacional, por sus
compatriotas tuareg y por los servicios de espionaje argelinos, Bahanga halló
refugio en la corte beduina de Gadafi, que enseguida lo incorporó a su colección
de cabecillas con los que coaccionar a sus pretendidos amigos africanos. A
mediados de 2011, su nombre aparecía en un informe de la ONU en el que se
advertía del peligro inminente que suponía el regreso a casa de líderes
rebeldes tuareg desde la desmembrada Libia, bañados en oro y colmados de armas.
Cargar, sin embargo, toda la responsabilidad del actual conflicto en Malí
al irreflexivo descabalgamiento de Gadafi sería hurtar el corazón a una
realidad que hunde sus raíces en los oscuros años de la cruenta descolonización
francesa del oeste africano.
La animadversión entre el norte y el sur se remonta a los días de la
independencia maliense (1960) y desde entonces ha protagonizado otras tres
grandes crisis que han teñido de sangre las doradas arenas de uno de los
desiertos más bellos del mundo. En 1963, el nuevo gobierno comunista liderado
por Modibo Keita recurrió a la crueldad absoluta para tratar de sajar el
incipiente anhelo secesionista tuareg: envenenó el agua de los pozos, prendió
los oasis y obligó a cientos de nómadas y sedentarios a exiliarse y buscar
cobijo en Mauritania, Argelia, Níger y Francia, países en los que con el tiempo
se forjó una plataforma opositora que resurgiría en el amanecer de los años
noventa, gracias sobre todo a la aparición del movimiento ishumar
(vocablo procedente del término francés chômeur).
La segunda revuelta estalló en 1990, y en ella no solo participaron la
mayoría de los clanes tuareg, sino también poblaciones árabes establecidas en
la denominada región del Azawad, un vasto territorio de 850.000 kilómetros
cuadrados -en su mayoría yermos- integrado por las regiones de Gao, Kidal y
Tombuctú, además de una parte de Mopti. La principal figura de esta algarada
fue el propio Ag Ghali, líder del Movimiento de Popular del Azawad (MPA) y
considerado entonces un actor moderado. Con la complicidad de Argel, promovió
la firma del ya mencionado Pacto Nacional, que si bien permitió el desarrollo
democrático de Malí —el país más estable de África durante los últimos 20
años—, propició asimismo la atomización de la lucha tuareg y permitió la
entrada de elementos hasta entonces casi ajenos a la sociedad beduina maliense,
como el extremismo islámico y el yihadismo.
Casi dos décadas después, sostener aún que ambas herejías son un elemento
desvinculado de las comunidades del norte de Malí conduce a un análisis erróneo
de las circunstancias de una región considerada la puerta del fanatismo
islámico que amenaza el sur de Europa. En un entramado social tan restrictivo
como el que rige en el desierto, y en un entorno geográficamente tan hostil, es
imposible sobrevivir —no digamos ya crecer y desarrollarse— sin la complicidad
de los líderes tribales locales. Pese a su incontestable sello foráneo, el
poder de grupos extremistas como la Organización de Al Qadea en el Magreb
Islámico (AQMI) o Ansar Dine (Seguidores o defensores de la religión) reside en
los estrechos lazos que han tejido con la población local, que en la actualidad
supone más de un 70 por ciento de su fuerza.
Tal aserto no debe ensombrecer, sin embargo, la certeza de gran parte de
las raíces del AQMI —conocido como Grupo Salafista para la Peregrinación y el
Combate hasta su adscripción oficial a Al Qaeda en 2007— deban buscarse en la
guerra civil de Argelia y con la enfermiza relación que mantuvo Gadafi con los
grupos de oposición islamista de sus vecinos. Argel, que ya sufrió el carne
viva el terrorismo integrista en la sangrienta década de los noventa, no está
dispuesto a que éste reviva en su frontera sur. Desde entonces, su política ha
sido únicamente la represión, como ha quedado patente en la resolución del
secuestro de la planta de gas de In Amenas.
Establecida en el norte de Malí desde que en 2003 capturaran a 32 turistas
en territorio argelino, AQMI se ha afianzado en la zona gracias al negocio del
secuestro y a la aparente tolerancia del Gobierno de Toure, que erróneamente
entendía que la entrada de otros actores en las zonas rebeldes septentrionales
serviría para fragmentar a la oposición y neutralizar la influencia de los
independentistas.
Informes de los servicios secretos europeos apuntan a que la organización
actualmente liderada por Mojtar Belmojtar ha recaudado más de 50 millones de
euros en los últimos diez años solo con los rescates pagados por
multinacionales y gobiernos, 15 de los cuales habrían llegado desde las arcas
españolas. Un botín que le ha servido para comprar armas a Gadafi y otros
líderes de la zona, ganarse la complicidad de una población olvidada y
deprimida, enrolar a milicianos de diferentes nacionalidades, cerrar tratos con
traficantes de todo tipo y establecer lazos con otros movimientos radicales
africanos como los nigerianos de Boko Haram, que según testigos en la zona han
comenzado a aparecer por las actuales áreas de combate.
En este marco, el hundimiento de la Jamahariya libia, unido al fracaso
meses después del Programa Especial para la Paz, la Seguridad y el Desarrollo
del norte de Malí —promovido y financiado por la Canadá, Francia y la
Unión Europea con 50 millones de euros que Toure desvió a otros menesteres,
como ya hizo con la ayuda estadounidense a la lucha contra el terrorismo
internacional— sirvieron de acelerante para una crisis que una vez más ha
dejado en entredicho las políticas europeas y sus instrumentos de control.
Fortalecido por los nuevos refuerzos llegados del otro lado de la frontera
norte, y animado por el apoyo económico recibido de la Red en favor de la Paz,
la Seguridad y el Desarrollo del Norte de Malí, financiada desde Suiza, el MNLA
se alzó en armas en febrero de 2012 y en cuestión de semanas consiguió hacer
frente a las tropas regulares en áreas de Kidal y Gao.
Su avance se vio sorprendentemente favorecido el 22 de marzo de ese mismo
año, fecha en la que el capitán Amadou Haya Sanago dio un inopinado golpe de
estado que desconcertó al Ejército y acabó con 21 años de estabilidad
democrática. Turbadas, las dos principales milicias pro gubernamentales que el
derrocado mandatario alquiló para frenar las ambiciones bélicas tuareg
levantaron el campamento y buscaron refugio en los países vecinos, a la espera
de tiempos mejores. Los imghad, comandados por Alaji Gamou, en Níger; y
los árabes de Abderamane Ould Meydou en Mauritania. Con el camino expedito, el
recién creado MNLA extendió su poder y apenas un mes después declaró la ansiada
independencia del norte de Malí.
El penúltimo capítulo de esta envenenada herencia colonial aun se escribe
con sangre en el arranque de 2013. Las desavenencias en el seno del MNLA entre
los dos hijos tuareg de Gadafi —Ag Najim y los herederos de Bahanga,
muerto en un sospechoso accidente de tráfico en agosto de 2011— y el regreso al
frente del sempiterno Ag Ghali han introducido un nuevo giro en esta trágica
saga africana, que se prevé larga, cruenta y de efectos nocivos en la siempre
dividida Europa. Influido por los vientos islamistas de finales de los noventa,
el prestigioso líder tribal derivó hacia la senda del radicalismo hasta
encontrar elementos comunes de afinidad espiritual —y de negocio— con los
combatientes extremistas.
Fuentes de inteligencia occidentales confirman que Ag
Ghali y el grupo que dirige Belmojtar contactaron por vez primera en Tombuctú
en el verano de 2003, cuando el líder tuareg medió en la liberación de los 32
turistas atrapados en Argelia. Y aunque nunca sellaron una alianza, pronto
hallaron asuntos de colaboración estrecha. Favorecido por la escisión en el
AQMI —las diferencias sobre el reparto del botín y el secuestro de extranjeros
desencadenaron la aparición de un tercer grupo extremista en la zona, conocido
como Monoteísmo y Yihad en Africa Occidental (MUJAO)- y por su pertenencia a la
nobleza tribal, Ag Ghali ha sido capaz de conciliar la frustración tuareg y el
fanatismo musulmán, y al frente de su nueva organización Ansar Dine ha vuelto a
enarbolar la bandera de la amenazante rebelión que Bouckaert pronosticó y que
la "cortoplacista" e improvisada política de la Unión Europea en
Libia —con una intervención militar apresurada y cerrada en falso— ha
contribuido a reavivar.
Ningún comentario:
Publicar un comentario