Miles de civiles fueron bombardeados hace 76 años
mientras huían de Málaga a Almería.
Un libro rescata el testimonio de Norman Bethune, el
médico canadiense que les evacuó
Un extranjero tiene patente de veracidad. Cierta cerril desconfianza hacia
lo propio se compensa a menudo con una desmedida entrega a la visión ajena. Dos
fuerzas opuestas igual de irracionales. Gracias al médico canadiense Norman
Bethune (Ontario, 1890-Yanan, 1939) quedó acreditada la inmisericordia de uno
de los episodios más salvajes de la guerra de España, ocurrido hace 76 años,
aunque sin la repercusión internacional que alcanzaría después el bombardeo de Gernika.
Durante una semana, en alpargatas o sin ellas, hambrientos y aterrorizados,
entre 60.000 y 100.000 civiles huyeron a pie con lo poco que podían transportar
—y que iban abandonando por el camino— desde Málaga, tras su caída en manos de
las tropas sublevadas, hacia Almería. Una escapada-encerrona porque, mientras
serpenteaban a paso de caracol por los 200 kilómetros de la carretera de la
costa, recibían cañonazos desde el mar, metralla alemana desde el cielo y el
aliento de columnas italianas y mercenarios africanos en el cogote. Cada paso,
en vilo. No sabían si sería el último. De las muchas estampas atroces relatadas
por supervivientes de la cacería humana, he aquí una: “Nunca he olvidado a
aquella mujer que, herida por un obús, en medio de un charco de sangre
amamantaba y abrazaba a su hijo de dos meses”.
El testigo del episodio tenía 10 años y se llamaba Miguel Escalona Quesada.
Su relato se recoge en el catálogo La huella solidaria, publicado por el
Centro Andaluz de la Fotografía
para la exposición con la que aspiraba a saldar una inmensa deuda con Norman
Bethune, el cirujano que en la guerra española fundó la primera unidad móvil de
transfusión de sangre de la historia. Tres cuartos de siglo después, la
editorial Pepitas de Calabaza tampoco quiere que Bethune caiga en el olvido y
ha reunido en un pequeño libro, Las heridas, tres textos del médico,
entre los que se incluyen el relato que escribió sobre lo que vio, a un palmo
del Mediterráneo, en una carretera que hoy zigzaguea entre despreocupadas
poblaciones turísticas y entonces lo hacía entre varios fuegos. Hasta allí
llegó Bethune con su Servicio Canadiense de Transfusión de Sangre, curtido ya
en otros frentes y, sin embargo, no inmunizado ante el espanto del éxodo de
refugiados. Él, que había renunciado a su plaza de cirujano en Montreal en 1936
para combatir el fascismo (intimida su visión profética: “Si no los detenemos
en España, ahora que aún podemos hacerlo, convertirán el mundo en un
matadero”), decide desmontar los utensilios médicos de la ambulancia para
dedicarse a evacuar a Almería a niños, ancianos y enfermos. Deja de dormir y
comer. “Vivíamos con el corazón roto por los que se quedaban y la cansada
alegría por los que pusimos a salvo. Trabajamos conscientes de que cada viaje
podía ser el último y con el miedo de que los que ya habían sido evacuados se
los llevaran los fascistas”, relata Bethune.
Había sedientos de “mirada salvaje y vidriosa”, hambrientos que
mordisqueaban la maleza y muertos que “se amontonaban indiscriminadamente,
entre los enfermos, luciendo imperturbables bajo el sol”. Los Heinkels alemanes
y los caza italianos bajaban en picado hacia la carretera “con tanta
indiferencia como si practicaran tiro al blanco, sus ametralladoras tejían
intrincadas formas geométricas sobre los refugiados que huían”.
Lo que Bethune registró por escrito, su ayudante Hazen Sise lo captó en
imágenes. Son casi las únicas —sobre las que el Centro Andaluz de la Fotografía
montó La huella solidaria, expuesta en 2010 en el McCord Museum de
Montreal— que permiten verificar el alcance de aquella desbandada, que
corroboró que la española era la primera guerra total, en la que los civiles
eran un objetivo tan deseado como un cuartel de operaciones del enemigo.
En Canadá fue donde Natalia Fernández Díaz descubrió una
estatua en el centro de Montreal “modesta, impecable, de un occidental vestido
de oriental” que la sedujo. Comenzó a rastrear a Bethune hasta reunir los
textos que ella ha traducido para esta edición. El primero es una charla sobre
la medicina socializada, en la que reivindica una atención sanitaria universal
que no castigue a los enfermos según su poder adquisitivo. El tercero, escrito
en una casa con ventanas de papel de periódico y suelo de barro, repasa su vida
como cirujano en la China, donde fallecería de septicemia, en guerra con Japón.
Una prolongación de su compromiso en España, donde tras asistir al
encarnizamiento del bando franquista contra los civiles, dejó escrito: “Sentí
el cuerpo tan pesado como el de los propios muertos. Pero vacío y apagado. Y en
mi cerebro ardía una rabiosa llama de odio”.
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