El debate arquitectónico y político sobre el futuro de
las ciudades pasa por el encaje del rascacielos
Se debate sobre su papel como símbolo de progreso o de
especulación
Rañaceos de Ponferrada |
O muy lejos o muy cerca. El futuro de las ciudades europeas se bifurca
cuando se considera a los rascacielos como vía inevitable de crecimiento.
Algunas urbes, como Fráncfort, han reconstruido con ellos su identidad y su
tejido urbano. Otras, como Londres, Milán o Varsovia, apuestan por llevar las
torres al centro histórico, a la antigua city o al ensanche de la
ciudad. Buena parte de las metrópolis los arrincona en barrios de negocios o en
nuevos vecindarios y capitales como París los tiene estrictamente prohibidos en
el centro, desde que, en 1972, los 210 metros de la monolítica Torre de
Montparnasse osaron hacerle sombra a la Torre Eiffel. Con los símbolos no se
juega. Algo así debieron de pensar los regidores franceses y algo, en esa
línea, ha sucedido en Sevilla, donde la Torre Cajasol del argentino César Pelli
permanece detenida en la Isla de la Cartuja, lejos del centro pero vigilada de
reojo por la Giralda, otro emblema.
Inacabada y en espera de una decisión que incline la balanza entre la
amenaza de la Unesco de retirar la calificación de Patrimonio de la Humanidad a
monumentos como la Catedral o el Alcázar y la posibilidad de terminar el
rascacielos, la Torre de Pelli ve cómo el tiempo le va cambiando el nombre sin
que su conclusión permita intuir nada más que un futuro incierto. Los
arquitectos sevillanos María González y Juanjo López de la Cruz (Sol 89)
sostienen que el impacto visual de la torre en esos monumentos es “nulo”, pero
denuncian que “este entretenimiento mediático ha anulado discusiones más
pertinentes, como la posibilidad de la construcción en altura como alternativa
a los crecimientos horizontales de baja densidad, que son los que hipotecan el
futuro y el territorio”.
Si la arquitectura de firma tiene o no el poder regenerador que se le ha
reconocido en los últimos años es algo que los rascacielos hacen mucho más
evidente. Por eso, ya que la torre Cajasol existe, son muchos los colectivos
sevillanos que se plantean recuperar lo ya construido (31 de las 42 plantas
previstas) como viviendas para realojo (con la carga simbólica que supondría
realojar a los desahuciados en el edificio de una caja). Muchos arquitectos
proponen la solución de reconducir el problema, es decir: de plantear una zona
de rascacielos, más allá de una pieza única, para que la ciudad siga mandando
sobre la arquitectura.
En espera de que se resuelva el caso, Pelli es ya un experto en
rascacielos. Más allá de firmar las Torres Petronas de Kuala Lumpur, que entre
1998 y 2003 ostentaron el cada vez más pasajero récord de altura del mundo, el
argentino es autor de numerosos inmuebles hincados en corazones urbanos como la
Torre Iberdrola, junto al Guggenheim de Bilbao o la Torre Repsol YPF, una de
las cuatro al final de la Castellana, lejos del centro de Madrid. Si bien es
cierto que ambos proyectos buscaron la regeneración urbana, con la torre
bilbaína la apuesta resultó más radical (por la ubicación, no por la
arquitectura) pero también más controlada financieramente. Sin embargo, los
cuatro rascacielos de Madrid no han alcanzado el mismo éxito. Ideados para
crear una identidad rápida y reconocible para un barrio nuevo, este ha quedado
mermado e indefinido por la crisis.
Así, Bilbao y Madrid representan dos caras opuestas a la hora de considerar
el futuro del rascacielos y su capacidad recuperadora. Mientras la primera
ciudad lo ubica en el centro, la segunda los aleja pero los multiplica. Como
opinaban los arquitectos sevillanos, esas decisiones urbanísticas dibujan
también modelos distintos de ciudad. Expandidos o concentrados, para que entren
los rascacielos en las ciudades antiguas algo tiene que salir. Y en ese grupo
de emigrantes urbanos figuran siempre los pequeños comerciantes, los ancianos,
los jóvenes y todos aquellos con escasa capacidad adquisitiva para los que la
llegada de los rascacielos al centro es indicativo de que su ciudad se ha
convertido para ellos en una opción demasiado cara.
Con todo, genere o no acuerdo, despierte o no polémica, una torre no es
siempre un buen negocio. Solo en España, son legión los rascacielos en torno a
los 100 metros de altura que esperan, sobre el papel, un momento propicio para
iniciar su construcción. Y es que no permite optimismo comprobar la existencia
de torres que, ya construidas, permanecen vacías, como colosales equivocaciones
o como monumentos a la avaricia visibles desde toda la ciudad. Es el caso de la
torre La Rosaleda, en Ponferrada. Fue un ponferradino de pro, el periodista
Luis del Olmo, quien puso la primera piedra y adquirió, además, la última
planta del edificio de 100 metros. El periodista nunca se instaló. Y quienes sí
lo hicieron fueron, paulatinamente, abandonando el inmueble. Por falta de pago
de la empresa contratista, el Grupo Begar —presidido por José Luis Ulibarri,
imputado en el caso Gürtel— los vecinos se quedaron sin luz, sin
ascensores y sin agua en las zonas comunes. Así la torre está hoy acabada y, a
la vez, abandonada. Tan visible como solitaria, ha pasado de simbolizar el
progreso a retratar la especulación. Se la conoce como el engendro de
Ponferrada.
“Un rascacielos contagia fe en el futuro”, opina la arquitecta Zaha Hadid,
autora de la primera torre erigida en el puerto de Marsella y visible desde
toda esa ciudad. Hadid defiende la necesidad de iconos para revitalizar las
ciudades. Sin embargo, iconos o engendros, nada en el urbanismo español invita
a encontrar un lugar fijo para los rascacielos. Aunque la Gran Vía madrileña
tuvo, en 1930 y con la Torre de Telefónica de 90 metros, el rascacielos más
alto de Europa, hoy muchas ciudades del mundo acumulan más rascacielos que toda
España, a pesar de que estos hayan proliferado como nunca durante la última
década. En España, la altura incomoda. La prueba de ese rechazo podemos
encontrarla no tanto en las protestas de los ciudadanos como en las propias
excusas de los arquitectos. Jean Nouvel aseguró que su Torre Agbar de Barcelona
buscaba remitir a las formas redondeadas de las piedras de Montserrat. A pesar
de eso, la construcción de su torpedo fue polémica y, sin embargo, hoy marca un
hito urbano en la ciudad. Con todo, los 144 metros de ese icono barcelonés se
quedan cortos comparados con los 250 de la Torre Caja Madrid, que Norman Foster
levantó al final de la Castellana madrileña, o con los 186 del Gran Hotel Bali
de Benidorm.
Los nuevos rascacielos ya no son prismas rígidos. Todo lo contrario. Las
formas que permiten su fácil identificación triunfan entre los colosos de nueva
factura. El sello de una autoría reconocible está detrás de los nuevos
rascacielos de Nueva York, que, por encima de la sobriedad, han pasado a
presumir de la singularidad de una firma. Es el caso del rascacielos 8 Spruce
Street de Frank Gehry o de la Hearst Tower de Norman Foster.
Parece que los rascacielos echaban en falta el rostro, o la corona, que
tuvieron en sus inicios. Así, en esa línea de torres de autor, el modisto
Pierre Cardin desveló el pasado verano el sinuoso edificio de 243 metros que
tiene intención de levantar en Mestre, muy cerca de Venecia. A sus 90 años,
Cardin argumenta que quiere prosperidad para el lugar donde nació —aunque con
dos años se trasladara a Francia— y que sus torres de apartamentos, comercios,
hotel y centro de congresos darán trabajo a 5.000 personas. El modisto sería el
promotor de su proyecto, que financiaría con la venta de pisos. Pero con la
población dividida ante un precedente que da patadas a la historia, el proyecto
permanece también en espera.
La notoriedad de un autor ha atesorado algunas victorias. Fue ese factor,
más que los cambios en el proyecto, lo que desatascó la construcción del mayor
rascacielos de la Unión Europea. Un grupo inversor catarí apostó por Renzo
Piano para erigir The Shard, inaugurado hace unos meses en el sur de Londres,
después de descartar un primer proyecto al que se habían opuesto los vecinos.
Ese cambio marca una vía de futuro. Y es que Londres es la ciudad clave para
analizar el futuro de los rascacielos en Europa. Allí lo han probado todo: de
la resistencia al aplauso. Como sucedió con el barrio parisiense de La Défense,
Canary Wharf quiso ser un nuevo suburbio de negocios en el que la normativa
urbanística ascendió varios metros para permitir, precisamente, otra torre de
César Pelli. Sin embargo, hace ya una década que los rascacielos han regresado
para hacer más rentable el escaso suelo céntrico. En esa misma línea, si el
viaje que va de simbolizar la especulación a representar la sostenibilidad
llega a buen puerto, los rascacielos europeos podrían seguir ese camino y
trasladarse de los distritos de negocios periféricos a los corazones urbanos.
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