200.000 árabes descendientes de nómadas viven en el sur
de Israel amenazados de demolición
Muchos de sus poblados, sin agua ni luz y rodeados de
industrias, ni aparecen en los mapas
DAVID
ALANDETE El Sayed 24 FEB 2013 - 00:00 CET
Abdel el Based, de 54 años, recoge unos escombros con sus manos. En una
parcela, que él considera suya, hay tres montañas de cemento roto y hierros
doblados. Eran las casas de sus tres hijos, regalos de boda pagados por el
propio Abdel. “No hay más solución a este problema. Ellos destruyen, yo reconstruyo”,
dice, con una sonrisa envuelta en resignación. Es el Gobierno de Israel quien ha demolido las casas.
Considera que Abdel no tiene derecho a edificar en un terreno del que no hay
constancia de que le pertenezca. Es el drama de muchos beduinos que viven en el
desierto del Néguev: sus tribus habitan allí desde tiempos inmemoriales, pero
el Estado de Israel no reconoce el peso de esa tradición para considerar sus
derechos de propiedad.
La familia de Abdel ha visto pasar a muchos Gobiernos por esta tierra. Su
abuelo sirvió en el Ejército otomano. Su tío, en el británico durante el protectorado.
Ha visto nacer y expandirse al Estado de Israel. Vive en los márgenes de la
localidad de El Sayed, reconocida por el Gobierno. Pero no tiene título de
propiedad de la parcela donde ha construido, a la que se llega por unos caminos
sin asfaltar entre eriales y campos de olivos.
Aunque históricamente los árabes beduinos fueron un pueblo nómada, a
finales del siglo XIX muchos se asentaron en pequeñas villas organizadas en
torno a lazos tribales. Hoy muchos aún viven en esos emplazamientos, dedicándose
mayoritariamente a la ganadería y a la agricultura de secano, especializándose
en aceitunas, trigo y lentejas. Cuando la Organización de
las Naciones Unidas partió Palestina, en 1947, vivían
en el Néguev 60.000 beduinos. El Estado de Israel sometió a sus ciudadanos
árabes a un régimen militar hasta 1966. A los beduinos se les instaló en un
área del Néguev situada entre las localidades de Arad, Dimona y Beersheba.
Vivían ya entonces en condiciones similares a las que se ven hoy en algunas de
estas villas: en tiendas de tela o casas de piedra de una sola habitación, sin
agua corriente o desagües. Con la aprobación de diversas leyes, Israel declaró
públicas muchas tierras que los beduinos consideraban suyas. El Gobierno ha
permitido la construcción en ellas de asentamientos, reservas naturales, bases
militares, generadoras eléctricas e incluso el complejo industrial de Ramat
Hovav, con 14 plantas petroquímicas y un incinerador de residuos tóxicos.
Ese complejo se halla a algo más de un kilómetro de Wadi el Nam, que es una
villa no reconocida por el Gobierno de Israel, un complejo de infraviviendas
esparcidas por un erial. Viven en ella unas 10.000 personas, según un recuento
no oficial de las agrupaciones humanitarias. A lo largo de las pasadas décadas,
el Estado de Israel ha tratado reiteradamente de urbanizar a los beduinos,
creando 18 localidades para ellos en diversas zonas del desierto. Siete de
ellas son ciudades por derecho. La mayor, Rahat, tiene 53.000 habitantes. En
ella se han olvidado las antiguas costumbres de los beduinos, el cuidado de su
agricultura y el cuidado de su ganado. Es una ciudad árabe como muchas, con los
minaretes desde los que se llama a la oración y las banderas verdes que
representan al movimiento islámico.
En Wadi el Nam destruyó este mes el Gobierno una casa de cemento de la
familia de Wissam Abu Sherif, de 26 años. Él y su hermano sirvieron en el
Ejército, de forma voluntaria. “Así nos paga nuestro servicio el Estado”,
asegura. “¿Y luego no quieren crear odio en este país? Lo único que esto crea
es resentimiento”. A la familia de Wissam, como a muchos beduinos, el Gobierno
les añadió el trauma de tener que destruir su propia casa. Deben hacerlo, si
quieren evitar penalizaciones. En Israel, la demolición de una propiedad
declarada ilegal se considera un servicio público. Los Abu Sherif ya tuvieron
que desmontar una casa hace meses. Recientemente recibieron de nuevo una orden.
Cuando se disponían a demoler, llegaron las excavadoras. Ahora se han quedado
sin casa y con una deuda al erario público de 20.000 shekels (unos 4.000
euros).
Como los Abu Sherif, casi un 40% de los 200.000 beduinos que habitan hoy en
el Néguev vive en 38 asentamientos no reconocidos por el Estado. No figuran en
ningún mapa oficial. Son localidades sin infraestructuras y sin servicios.
Entre los rangos del Gobierno se cree que son vestigios del tercer mundo en un
país que se considera moderno y avanzado. En enero, el Gobierno del primer
ministro Benjamín
Netanyahu aprobó un plan por el que reconocerá a una gran parte de
las villas ilegales y desplazará a centros urbanos a los que habiten en el
resto, con el pago de una indemnización aún no estipulada.
Según Mark Regev, portavoz de Netanyahu, “el nivel actual de pobreza entre
los beduinos del Néguev es simplemente inaceptable. El Gobierno de Israel ha
iniciado un ambicioso programa para invertir cuantiosos fondos en la comunidad
beduina en el Néguev. Les ofrecemos infraestructuras, educación, sanidad. La
idea es reducir la brecha que separa a los beduinos de la mayoría de la
sociedad. Y la clave del éxito es que los beduinos se asienten en tierra que
legalmente les pertenezca”. Añade que “la inmensa mayoría de los beduinos se
quedarán donde están, o en un lugar cercano, pero hay emplazamientos donde es
imposible que permanezcan, como el complejo de Ramat Hovav, donde es peligroso
vivir por la contaminación”.
En Dchiya, otra villa no reconocida, este año se han demolido ya ocho
casas. Los vecinos dicen que el lugar ha sido arrasado 40 veces desde 2010.
Aaref el Husail, de 48 años, nació en este lugar y tiene seis hijos. Uno de
ellos sufre de epilepsia, una condición que se ha agravado después de las
demoliciones. “Destruyen las casas y no nos dan alternativas de recolocación.
No nos ofrecen otra tierra, otras casas. Dicen que esperemos. Así que nos vemos
obligados a vivir en casas como esta”, dice, mientras señala una cabaña
precariamente construida con placas de metal.
“Estas demoliciones obedecen en parte a la voluntad del Gobierno de
demostrar que tiene el control de la tierra”, explica Haia Noach, directora
ejecutiva del Foro de Igualdad Civil para la Coexistencia Civil, una
organización independiente que opera en el Néguev. “La idea de un Estado
demoliendo hogares, sin dar alternativas a los ciudadanos, indica que no hay
igualdad de derechos. A esta gente se le dice que puede acudir a un centro
urbano y se le da una indemnización bastante pobre, con la que no es posible
comprar o construir una casa”, añade. Para Taleb Abu Arar, un beduino que sirve
en el Congreso como legislador por la Lista Árabe Unida, “la intención del
Gobierno es borrar todas estas villas en el sur de Israel para instaurar
asentamientos judíos y bases militares. El propósito último es concentrar al
mayor número posible de beduinos en la menor tierra posible, para judaizar el
Néguev”.
Los beduinos se han propuesto resistir con todo lo que
tengan a su alcance. La desobediencia civil es el arma más efectiva. Abdel, el
padre al que le destruyeron las casas de sus tres hijos en El Sayed, ya está
planeando retirar los escombros y volver a construir de nuevo. “No nos dan más
alternativas”, dice. “Se niegan a dar terrenos para toda mi familia, así que
nos vamos a quedar aquí, en la tierra en la que vivían nuestros abuelos. Es
nuestra tierra”.
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