Sus ojos son apenas un pellizco de piel arrugada. Un montón de pestañas negrísimas agolpándose en un muro de oscuridad bajo el sol que se oculta imperceptible al final de un manto de arena inabarcable. El turbante y la galabeya blanca le dan el aire de solemnidad que poseen los hombres del desierto, pero su vacilante caminar guiado por cuatro chiquillos que tiran de sus mangas le muestra vulnerable. Sultan Halebaa ofrece al aire una mano mutilada y se aferra a la que se le tiende clavando en ella los restos de falange amputados. Después se recoge la túnica, se agacha y remueve la tierra con los dedos que aún conserva: "Estaba preparando té. Moví la arena para encender el fuego y todo estalló".
luns, 2 de agosto de 2010
La nueva batalla de El Alamein
No recuerda mucho de lo que ocurrió después, solo que tuvieron que cortarle varios dedos de las dos manos y que nunca pudo volver a ver el mar de estrellas que solía mirar cada noche. Era el año 1942. Los aliados acababan de conseguir su primera gran victoria sobre el eje italo-alemán en lo que se conoce como la segunda batalla de El Alamein, que marcaría el rumbo de la contienda al acabar con las aspiraciones nazis de hacerse con el norte de África. La espontaneidad de Erwin Rommel, el Zorro del Desierto, contra la eficacia disciplinada del británico Bernard Montgomery. Más de 80.000 bajas entre muertos y heridos.
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