Isabel Burdiel elabora una biografía política, espléndidamente tramada,
profunda y rica en detalles, y ofrece un gran fresco de un tiempo en el que el
liberalismo doblegó a la Corona hasta obligarla a reconocer la necesidad de un
compromiso con el Parlamento
SANTOS JULIÁ
01/01/2011
En los tiempos que corren, produce una inmensa satisfacción abrir las
páginas de un libro de historia que se lanza, desde sus primeras líneas, a la
imposible pero siempre necesaria empresa de contar las cosas del pasado tal
como realmente ocurrieron: "María Cristina de Borbón llegó a Madrid con un
objetivo preciso: debía proporcionar descendencia a su tío, el rey de los
españoles, que había enterrado ya a tres esposas sin lograr un heredero".
De carácter vivaz y expresión agradable, con nociones de historia, geografía y
gramática y rudimentos de francés, de pintura y de música, a la recién llegada
le gustaba montar a caballo y era despierta, elocuente e ingeniosa.
Estupendo: ya sabemos por dónde habrá de transcurrir este relato, que va,
en efecto, de gente de carne y hueso, de la que se anota con delectación hasta
el último detalle sobre una impresionante base documental. Es, por cierto, la
historia de una mujer o, mejor, de dos mujeres y de sus, con frecuencia,
tormentosas relaciones: de Isabel, desde luego, pero también de su madre, María
Cristina. Y hay mucho además de biografía de las gentes que las rodeaban: ayas
y tutores, generales y políticos, cortesanos y embajadores, curas y monjas,
maridos y amantes, de cada uno de los cuales se ofrecen retratos tan vivos y
apuntes tan penetrantes que parece como si la autora hubiera pasado años
enteros en la Corte, testigo de escenas de amor y odio, de crisis políticas y
de algaradas populares o insurrecciones militares.
Pero esto no es todo: sobre estas dos biografías, Burdiel va construyendo
una original interpretación del periodo conocido como "la era
isabelina". Para eso no bastaba ser una reconocida biógrafa: a ella
debemos una primera aunque incompleta biografía de Isabel II, un impagable
retrato de Mary Wollstonecraft Shelley y un precioso ensayo, titulado La
dama de blanco, sobre la biografía como género historiográfico. Se
necesitaba, además, ser una experta politóloga, como ya había mostrado en La
política de los notables, su primer estudio sobre el sistema de partidos de
los años treinta del siglo XIX, y conocer al dedillo los entresijos de la
revolución liberal, interpretada tantas veces como pacto entre un sector de la
aristocracia y una ascendente pero débil burguesía en el que la Corona habría
jugado como fiel de la balanza.
A nuestra biógrafa y analista no le satisface ese tópico y bucea en los
usos de la Corona por los partidos con su inevitable correlato de los usos que
de los políticos hace la Corona. Esta inmersión en la política desde las
cámaras regias la lleva a una conclusión que enriquece nuestra visión del
moderantismo: la Corona fue parte de un proyecto de reversión de la ruptura
liberal, sostenido en personajes y sectores del Partido Moderado y en las
maquinaciones tramadas entre los cortesanos y los maridos y amantes de las
reinas. Y en este punto, brilla Juan Donoso Cortés, aquella lumbrera que
alimentó el pensamiento político católico hasta fechas recientes y que aquí se
revela, en su correspondencia con Muñoz, como un arribista fascinado por el
poder, un tipo más bien zafio, que en sus tratos con la reina se comporta -dice
Burdiel- como un proxeneta reaccionario.
Sin capacidad para manejar del todo a la reina, pero con suficiente poder
para no dejarse manejar del todo por ella, la política española acabó por
introducirse en un laberinto por el que la misma Isabel andaba -como dijo a
Pérez Galdós- "palpando las paredes, pues no había luz que me guiara: si
alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba...". Perdida en su
laberinto, la larga pugna entre liberalismo y absolutismo, entre Gobierno y
Parlamento, entre Corona y partidos culminará en la decisión de expulsar a esta
imposible señora. Burdiel muestra hasta qué punto jugó en la trama de la
revolución llamada Gloriosa la imagen construida de la reina como negación de
la "honra de España", o sea, hasta qué punto fue decisivo el hecho de
que el primer monarca constitucional fuera una mujer, política y sexualmente
muy activa, a la que, hija al fin del absolutismo, nunca le entró en la cabeza
la idea de Estado, como pensaba, aunque no se lo dijo, don Benito mientras la
entrevistaba en su destierro.
Biografías políticas de primera calidad se constituyen así en sólido
cimiento para la interpretación de toda una época. Entre el arranque con la
llegada de María Cristina a Madrid y el epílogo con Isabel en el Palacio de
Castilla de la Avenida Kléber. de París -donde "tras una afección
respiratoria relativamente breve e indolora, murió sentada, rodeada de sus
hijas"-, esta obra monumental, espléndidamente tramada, con soltura y
viveza narrada, rica en detalle y más profunda de lo que aparenta en análisis
de partidos, de género, de educación y de culturas políticas, se despliega como
el gran fresco de un tiempo en el que el liberalismo, como concluye Burdiel,
doblegó a la monarquía borbónica hasta obligarla a reconocer que Corona y
Parlamento estaban obligados a llegar a un compromiso.
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