Moreno Villa, tutor en la Residencia de Estudiantes en
tiempos de Lorca y Buñuel, relató en un diario, inédito hasta ahora, el inicio
del asedio franquista a Madrid
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - Madrid - 18/12/2011
¿Quién es ese hombre maduro que aparece en las fotos
de juventud de Lorca, Dalí y Buñuel? Si esa es la pregunta la respuesta es:
José Moreno Villa, un malagueño de 1887 muerto en el exilio de México en 1955.
No mucho menor que Juan Ramón Jiménez (le llevaba seis años) ni mayor que Pedro
Salinas (al que llevaba cuatro), la manía clasificatoria ha dejado a Moreno
Villa fuera de foco. El mismo Rafael Alberti reconoció en La arboleda
perdida que cuando se decidió a escribir sus recuerdos, el único referente
que tenía para retratar la edad de plata de la cultura española era Vida en
claro, la autobiografía que Moreno Villa publicó en 1944, uno de los
grandes libros de memorias de la literatura hispánica. La obra es el primer
testimonio del mundo roto con el golpe franquista, también el primero que narra
la vida en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Allí llegó el escritor y
dibujante en 1917 para ejercer como tutor de la casa, y de allí fue evacuado,
20 años después, junto a los intelectuales -Machado entre ellos- que siguieron
al Gobierno republicano a Valencia.
"No sacaré nada; puede que dentro de unos días
volvamos todos, pensé para engañarme", recordó que dijo al dejar su
habitación. En la maleta, eso sí, metió el manuscrito de un diario que llamó Notas
desde el Madrid sitiado. Aquellas cuartillas han permanecido inéditas 74
años, pero la próxima semana verán la luz dentro de un volumen de 700 páginas
titulado escuetamente Memoria. Recopilado por Juan Pérez de Ayala y
editado por la Residencia de Estudiantes, el libro incluye Vida en claro
y todos los textos autobiográficos del autor malagueño.
Desde la colina de la Residencia de Estudiantes,
convertida en cuartel y en la que apenas quedan seis "fijos", el
Madrid que retrata Moreno Villa es una ciudad en la que los tranvías marcan la
normalidad. Su sonido es la señal de que los "facciosos" no han
entrado en la capital. La suciedad de las calles -"no se barre, casi ni se
riega"- es otra señal: hay una guerra y los sublevados acechan la Casa de
Campo. Él lo sabe bien: mientras puede trabaja como archivero en el cercano
Palacio Real, rebautizado como Nacional. "En estos días, que son los más
críticos", escribe el 30 de octubre de 1936, "sorprende la cantidad
de milicianos que contraen matrimonio. Dice la gente que los novios piensan en
la viudedad que puede quedar a las novias".
Todo es inquietante. Demasiado silencio o demasiado
poco: "Los hombres que antes no levantaban su voz son los únicos que ahora
vociferan y cantan". Quince días después, las incursiones aéreas son una
costumbre. "El ataque a Madrid dura ya una semana. Los periódicos
extranjeros afectos a los nazis comienzan a ver fracasado el intento. Hoy, a
las ocho y media de la mañana, hubo un combate de aviones sobre la población.
Lo vi desde mi cuarto. Es un espectáculo que entusiasma a la gente. Yo creo que
por lo que tiene de deportivo. No se ve la sangre y sí la agilidad y el ataque,
el esguince y la vuelta". Son los tiempos en que todavía hay niños en los
parques: "Jugaban a la guerra y a los fusilamientos".
Con los primeros bombardeos, que "respetaban
una zona de Madrid, la de lujo, y se cebaban en los barrios pobres", el
drama baja de las nubes. Aunque fiel a la República hasta considerarse un
"miliciano de la cultura" después de ser rechazado por su edad en la
oficina de alistamiento, Moreno Villa no deja de consignar los desmanes dentro
de su propio bando: "¡Cuántos amparados no habrá en las embajadas! Durante
estos meses he visto que estas necesitaban echar mano de otros edificios, indudablemente
refugios de gente insegura, es decir, culpable o simpatizante con el
movimiento. Aunque también de otras que no hicieron nada malo. ¡Es tan
complicada la situación!".
En una guerra, dirá, la conducta está por encima del
razonamiento -"ya no valen literaturas"-, pero él alcanza a ver claro
en el río revuelto: "Estoy por creer que las ferocidades mayores cometidas
en esta hecatombe doble se debieron a estos cobardes que se camuflaban
de revolucionarios o purificadores; de estos cucos y ventajistas
de retaguardia. Conozco casos terribles de bajas venganzas cometidas por
individuos ínfimos resentidos por las órdenes antiguas de un superior
administrativo".
Moreno Villa estaba en Estados Unidos dando
conferencias como enviado del Gobierno cuando se convirtió en el primer
refugiado invitado oficialmente por México. Llegó en mayo de 1937. Allí se casó
y tuvo un hijo, José Moreno Nieto. Fue él quien donó a la Residencia de
Estudiantes el archivo que contenía el diario inédito. "Mi padre murió
cuando yo tenía 14 años. No recuerdo que me hablara mucho de la guerra. Hablaba
más de su infancia", dice por teléfono desde Friburgo, donde vive.
Curiosamente, ahí había estudiado química José Moreno Villa. "Todavía se
le recuerda más en México que en España", dice su hijo. Cosas de la mala
memoria.
Tres genios antes de serlo
Poeta, narrador, artista y crítico de arte, José
Moreno Villa rayó a gran altura en todo lo que hizo pese a no gozar de la
popularidad de sus amigos más ilustres, para los que fue un precursor. Pasado
el tiempo, Antonio Muñoz Molina lo convirtió en personaje de la novela La
noche de los tiempos y José Ramón Fernández hizo lo propio en la obra de
teatro La colmena científica o El café de Negrín, último premio Nacional
de Literatura Dramática. Gran dibujante -"una exposición de dibujo español
moderno sin Moreno Villa está coja", dice Juan Pérez de Ayala-, trazó una
famosa caricatura de Lorca al piano y el autor de Yerma le dedicó un
poema. Pero el tutor de la Resi trazó también grandes retratos con
palabras, los consagrados, entre otros, a la tríada formada por Buñuel, Dalí y
el propio Lorca: "Se sentían los gallitos triunfadores, aunque
pasaban días sin blanca".
A Dalí nunca le perdonó sus coqueteos con Franco:
"Melenudo, no muy limpio, enfrascado siempre en las lecturas de
Freud", de vocación "indudable" y buen oficio, termina "en
Estados Unidos dedicado a pasmar a los esnobs con sus extravagancias y
payasadas". Buñuel, entretanto, terminó convirtiéndose en uno de sus
íntimos en el exilio mexicano. Así, en un artículo de 1952 incluido en Memoria,
matiza su visión del cineasta aragonés, al que había pintado en los años
veinte, "un mocetón atlético, hijo de padres ricos" que saltaba con
pértiga "semidesnudo". "No quedamos satisfechos de tales líneas
ni él ni yo", dirá luego. De ahí que, admirador de su cine, lo defina como
"una conjunción feliz entre lo tosco y lo fino. Un baturro no puede ser
cursi".
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