Las bases avanzadas en zonas de dominio talibán son el
destino más peligroso para los militares en Afganistán. Soldados españoles que
han estado en la primera línea de fuego cuentan su historia
EVA CAVERO 11/12/2011
En Afganistán el único paso que no mata es el que ya
has dado", cuenta un soldado español que participó en la misión. Legías,
paracas, cazadores de montaña... Los soldados de Infantería son la primera
línea del Ejército español, los que con frecuencia recorren el terreno lejos de
la protección de las bases más grandes, como Herat o Qala i Naw. "De
misión de paz nada. Allí vas a matar y a que no te maten". Los ojos azules
de Ángel (nombre ficticio) se emocionan cuando habla de su trabajo: "Yo
puedo contar cómo es esa guerra. He estado en las bases avanzadas pegando
tiros. Más allá de eso no hay nada". A unos kilómetros de una de esas
bases, en Ludina, en la provincia de Badghis, murió el pasado 6 de noviembre el
sargento primero Joaquín Moya Espejo. La última de las 97 bajas que ha sufrido
el Ejército español en la misión de Afganistán.
La hostilidad contra las tropas españolas se
multiplicó desde que desplegaron destacamentos a lo largo de las dos rutas que
recorren la provincia rumbo a Bala Murghab en el norte, la zona más peligrosa
de la región. Sang Atesh, Ludina, Moqur o Darra i Bum son los nombres de
algunas de las bases españolas en zonas de dominio talibán. Son los destinos
más mortíferos: después de los accidentes aéreos del Yak-42 y el Cougar, que
causaron 79 víctimas mortales, la mayor parte de las bajas sufridas por el
Ejército español han sido en las misiones de los destacamentos en las bases
avanzadas.
Durante las estancias en estos puestos avanzados los
tiros se convertían en rutina. Tras días viviendo entre sacos terreros, los
soldados se habitúan a oír los disparos que restallan a 700 u 800 metros. Es el
sonido de la guerra. Desde su puesto, Ángel se acostumbró a buscar el blanco en
el fogueo de los Kaláshnikov: "Tenemos una ladera y no sabemos de
dónde vienen los tiros. De repente dejas de oírlos". Eso es todo. ¿Están
muertos? ¿Se han ido? ¿Solo heridos? No recogen los cadáveres, así que nunca
tienen la certeza de haber causado una baja. Aun así, Ángel reconoce que cuando
dejaban de oírse los disparos solo tenía un pensamiento: "Me cargué a ese
hijo puta. Uno menos".
Joaquín Moya Espejo no podrá pensarlo nunca más. Una
bala se coló cerca de la axila, en una zona no protegida por el chaleco
antifragmentos que llevaba. Las placas de cerámica que cubrían el pecho no
sirvieron para evitar que un proyectil dejara a su hijo huérfano de padre. La
bala era de un arma ligera, probablemente de Kaláshnikov. Es un fusil de
asalto, diseñado en la Segunda Guerra Mundial, que heredaron de la ocupación
soviética. Arcaico pero eficaz: las ventajas de armamento de los ejércitos
occidentales se acortan sobre el terreno. Se sienten expuestos como marionetas
en un teatro de títeres: "Nosotros tenemos que hacer puntería, ellos solo
tenían que apuntar a la base". En uno de esos ataques demasiado cercanos
lograron coger a dos talibanes. ¿Se alegraron en el cuartel? "Pregúntaselo
al que no vuelve, o al que vuelve sin piernas: los hubiéramos preferido
muertos".
Recuerda aquel día como un momento peligroso, pero
sonríe. La adrenalina coloca y mata el aburrimiento. Lo peor de
Afganistán es tener tiempo para pensar, para echar de menos. Los problemas
familiares, la hipoteca, las crisis con la pareja, allí se viven como
ultimátums. La batalla ahoga los problemas: "Lo único que piensas es en
dónde está, para matarlo". Una droga que engancha. "Vamos a por
él", se decía Ángel. "Olvidas tener miedo. Mientras estás allí
disparando lo único que tienes en la cabeza es: 'A ver si pillo a ese cabrón,
que mañana puede matar a un amigo".
Este militar no alcanza los 25 años, pero ya ha
participado en las misiones españolas del Líbano, Kosovo y Afganistán. Él, como
el resto de sus compañeros, solo accede a hablar sin nombre. Ni foto, ni
lugares precisos, ni fechas. En un tablón de cuartel donde trabaja, cuelga un
cartel con una advertencia: hablar sin autorización tiene una pena, el despido.
Muchos piden que no se revele su nacionalidad o su edad exacta, nada que los
identifique. "Mira, es que el castigo no es un arresto. Es que te
largan. Y yo vivo de esto". El undécimo mandamiento del soldado: no
hablarás con periodistas.
La misión afgana es un agujero informativo, pese a
que el contingente español que lucha con las fuerzas de la OTAN (ISAF) es de
1.552 combatientes. Con medio millón de habitantes (similar a Cáceres),
Badghis, la región controlada por España es una de las provincias menos
atacadas por la insurgencia, que se hace fuerte al sur, en la zona limítrofe
con Pakistán. Pero también es la más pobre. "En algunas partes de la
provincia en las que estamos trabajando no quieren venir ni los afganos",
cuenta por teléfono David Gervilla, el actual responsable de AECID, la agencia
de española de cooperación y desarrollo que lleva a cabo los programas de
reconstrucción de la provincia. Durante los cuatro o cinco meses que duran los
relevos, la mayoría de los soldados españoles están destinados en la base aérea
de Herat, que suministra a la zona oeste, o en Qala i Naw, la capital de
Badghis, la región al noroeste del país que está bajo el control de España.
"Estar allí es casi como en un hotel", bromea Ángel, que vivió sus
estancias en Qala i Naw como unas vacaciones.
Las condiciones extremas del clima complican las
cosas. En Afganistán hay dos ciclos, el de la naturaleza y el de la
insurgencia, y uno mueve al otro. En el invierno el frío hace difícil moverse,
hasta para los talibanes. Con el deshielo llegan los ataques y las tormentas de
arena, que "convierten el día en noche" en cuestión de minutos.
"Ves cómo la nube de arena se va comiendo las casas y tienes tres minutos
para recogerlo todo antes de que engulla también tu refugio", recuerda
impresionado Luis, soldado ecuatoriano destinado en Qala i Naw.
"No tenemos un Ejército capaz de mantener el
número de enviados", dice Jorge Bravo, presidente de la Asociación
Unificada de Militares Españoles (AUME). Bravo no teme que se publique su
nombre: "Ya he perdido el miedo". Militar en la reserva, lejos le
quedan a este brigada los seis primeros años en el Ejército, cuando el
conseguir un contrato fijo depende de los informes de los superiores. Tampoco
le preocupa perder los complementos de dedicación especial. "La realidad
es que allí se dispara. Matas y te hieren. Te hacen emboscadas, no ataques
preventivos".
"El año 2014 queda demasiado lejos",
afirma Bravo. Es la fecha que las fuerzas de la OTAN han pactado para culminar
la retirada gradual de las tropas, aunque España comenzará a disminuir el
número de soldados en Badghis a partir del verano de 2012, según anunció la
semana pasada la ministra de Defensa en funciones, Carme Chacón.
Mientras la fecha llega, en Afganistán se juegan la
vida. A medida que los sistemas de seguridad que llevan los ejércitos avanzan,
la insurgencia aumenta la carga y neutraliza la ventaja defensiva. Los
kaláshnikov marcan el compás de los ataques, pero la verdadera arma de la
guerrilla es silenciosa. Son los explosivos improvisados (IED) los que
convierten cualquier desplazamiento en una muerte potencial.
Los Lince y los RG-31 desfilan en los convoys
de vehículos, son los dos modelos que Defensa compró en 2007 para jubilar los
BMR. La mejora es notable, pero a la hora de la verdad todo es cuestión de
suerte: "Mira, si te atacan con fusilería puedes defenderte. Pero si hay
un IED... Eso no puedes verlo. Un día nos cogió uno que se activaba a
distancia, pero [los talibanes] no calcularon bien. Los cogió por detrás, y el
coche salió disparado unos metros, pero no pasó nada".
"Seamos sinceros, no somos los yanquis. Pero
es que ellos casi pueden elegir vehículo y el arma con la que quieren tirar
cada vez", dicen dos jóvenes que regresaron de Afganistán hace más de dos
años. España invierte un 0,50% del PIB en Defensa; Estados Unidos, un 4,04%.
"No nos podemos comparar con ellos, ni queremos: para lo que invierte
nuestro país en defensa, no nos podemos quejar". Los americanos tienen
zonas de responsabilidad más peligrosas, sin embargo el índice de mortalidad es
proporcionalmente menor. Haciendo una cuenta simple, sin tener en cuenta las
rotaciones de personal: con un destacamento actual de 100.000 hombres, el
Ejército norteamericano ha sufrido 1.500 bajas desde que comenzó en 2001 la
misión de combate como represalia por el atentado de las Torres Gemelas. Es
decir, un porcentaje del 1,5%. En cambio, la milicia española, que aporta 1.500
enviados a la misión de reconstrucción de la Fuerza Internacional de Asistencia
para la Seguridad (ISAF, controlada por la OTAN desde 2003) por mandato de la
ONU, ha perdido a 97 hombres: un 6,4%.
Algunos soldados españoles envidian el equipo de los
estadounidenses, hasta el punto de que se compran material a través de páginas
web americanas. Ángel explica que es una práctica bastante corriente entre sus
compañeros, pero que el equipo comprado tienen que disimularlo o esconderlo
cuando pasan revista, pues no es reglamentario. Él se ha comprado unas botas y
varias fundas para los cargadores, pero ahora está pensando en adquirir un
casco. "No sirve para pegar tiros", resume. Seguridad o movilidad es
la disyuntiva que se repite siempre. Los cascos del Ministerio de Defensa
español alargan la protección en la nuca, por lo que "al echar cuerpo a
tierra y disparar se pierde toda la visibilidad". En más de una ocasión,
Ángel eligió quitarse el casco pese al peligro: "Yo voy a Afganistán a
pegar tiros, si tengo que elegir entre un casco que me cubra toda la nuca y
disparar... Prefiero disparar".
Sobre la chimenea del salón de su casa, Vanesa tiene
una vaina de 12,7 milímetros. Es de uno de los primeros cartuchos que disparó
en Afganistán. Fumaba a escondidas de su superior, sabía que era un peligro y
que incumplía una orden, pero son muchos los soldados que se las ingenian para
callar el vicio. Caladas furtivas, el pitillo en un poto para que el fuego no
los convierta en un blanco fácil. Mientras se refugiaba en la parte trasera del
vehículo vio que algo brillaba. Se puso en alerta y tal vez eso le salvó la
vida. Pronto empezaron los disparos. Vanesa es una mujer atractiva. Fuerte,
pero pequeñita: "Nunca puedo cargar la [ametralladora]12.7 si no estoy en
un momento eufórico. Es demasiado pesada para mí". Aquel día la cargó a la
primera.
Es colombiana, cerca de los 30. De las cosas que más
le marcaron de su estancia en el país fue la situación de las mujeres.
"Tenía que enseñarles mi coleta para que vieran que soy mujer, pero ni así
se calmaban. Nada más verte se arrodillaban. El castigo era terrible si las
veían hablando con un soldado", recuerda Vanessa.
Ella entró en el Ejército como parte de ese 9% máximo
de efectivos extranjeros que sirven a España. ¿Hipócrita luchar por un país que
no es suyo? "Todo lo contrario, España me ha dado mucho más que
Colombia". Pero el mito de los papeles pesa. Alfredo,
boliviano, de poco más de 20 años, se metió al Ejército para conseguir la
nacionalidad española, pero tal vez hubiera seguido el mismo camino de haber
estado en Bolivia. Ni la cerveza logra relajar la firmeza de su mirada. La
rectitud de la pose permanece intacta a lo largo de la entrevista, como si no
supiera hacer nada más que ser soldado.
Le gustaría volver al país asiático antes del
repliegue de las tropas en 2014. Ahora en España siente que cuando el peligro
era real había mayor confianza por parte de los superiores: "En la batalla
no hace falta que te digan lo que tienes que hacer, un buen soldado lo sabe.
Allí la vida de quien está al mando depende de la tuya tanto como la tuya de
él".
El objetivo final de la misión de paz es que las
milicias den la seguridad necesaria para construir colegios, levantar hospitales
y dar a los agricultores una alternativa al opio. Pero la realidad es que, en
ocasiones, la corrupción no permite que el dinero invertido llege a la
población y a menudo sienten el rechazo de los afganos. A veces les tiran
piedras o se tapan la nariz a su paso para no respirar el mismo aire. "La
gente espera más de los militares", afirma Salem Wahdat, el segundo de la
Embajada afgana en Madrid. Es un enamorado de la lengua española y está
convencido de que apreciarán el esfuerzo con el tiempo: "Van a decir gracias,
al menos los afganos aprenderán a decir eso".
Los soldados son profesionales.
Luchan por un salario, pero lo hacen con la bandera en el uniforme. ¿Se sienten
los colores de España en el frente? "Sientes la vida de tu compañero, es o
ellos o tú", dice Ángel. En medio están las balas. Reconocen que cuando
aprietan el gatillo solo piensan en volver juntos a casa, pero creen que no se
valora su gesto: "No soy un facha, soy un soldado. Me gustaría sentir más
reconocimiento en España, sentir que voy a Afganistán y muero porque sirvo a mi
gente".
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