Las penosas condiciones laborales dejan cientos de
muertos en las fábricas bengalíes
A Farida le aterra ir a trabajar. Cree que cada día puede ser el último, y
sus temores están fundados. Solo corta telas y cose costuras para famosas
marcas de moda, una labor que en cualquier otro lugar no tendría por qué ser
arriesgada. Pero ella trabaja en una fábrica de Bangladesh. “No hay apenas
ventilación en todo el edificio, está todo lleno de polvo, de cajas y de
telas”, cuenta esta mujer de 26 años. “No nos dan agua potable, así que la
bebemos del lavabo, pero a partir de la cuarta planta ni siquiera llega agua al
baño”. Lo que más le preocupa no es tener que bajar las escaleras para saciar
su sed, sino la falta de medidas de seguridad contra el fuego. “Tampoco hay
extintores, ni escalera de emergencia”, apunta. De hecho, el edificio es una
ratonera de hormigón cualquiera ubicada en el cinturón industrial de la
capital, Dacca.
Más de 600
muertos y 2.000 heridos en seis años. Podrían ser las estadísticas
de un conflicto armado, pero es solo la lista de trabajadores afectados por los
incendios que se han declarado desde 2006 en fábricas textiles como la de
Farida. De los muertos por otros accidentes de trabajo, y de quienes se dejan
la salud practicando técnicas como el sandblasting —el disparo de un
chorro de arena para desgastar los vaqueros—, no hay datos. “Son las víctimas
colaterales de la codicia de multinacionales y de Gobiernos”, dispara Amirul
Haque Amin, presidente de la Federación Nacional de Trabajadores del Textil de
Bangladesh (NGWF). “Su vida es el verdadero precio de la etiqueta made in
Bangladesh”.
Hace solo una década habría sido difícil encontrar ese origen impreso en
alguna prenda, pero ahora solo hace falta rebuscar brevemente entre las perchas
de cualquier gran marca para confirmar que Bangladesh se ha convertido en el
segundo exportador de ropa del mundo, por detrás de China. No en vano, el
sector textil da trabajo a más de tres millones de personas —el 40% de la mano
de obra industrial del país— en más de 4.500 fábricas, aporta el 80% de las
exportaciones bengalíes —casi 15.000 millones de euros— y supone uno de los
principales motores del crecimiento económico de Bangladesh, cuyo PIB se
expande a un ritmo superior al 6% a pesar de la crisis global.
Consciente de que la industria textil podía jugar ese papel económico, tras
la independencia de la antigua Pakistán Oriental, el Gobierno decidió crear en
la década de 1980 las zonas de procesamiento de exportaciones (EPZ, en sus
siglas en inglés). Son el Eurovegas industrial, el sueño húmedo de cualquier
multinacional: “La legislación laboral no es de aplicación; a los trabajadores
se les niega el derecho a sindicarse —solo el 5% de la masa laboral lo está—;
el Gobierno corre con los gastos de electricidad, gas o agua, y subvenciona la
adquisición de tierra en lugares especialmente deprimidos. Además, las empresas
disfrutan de importantes exenciones fiscales y de la importación de material
sin aranceles”, enumera Amin.
Así es fácil entender por qué la inversión extranjera llegó en tromba al
país. Pero, aunque los beneficios de las empresas se disparan y el precio de
venta al público puede ser más de diez veces su coste real, las condiciones
laborales de los trabajadores no mejoran. La mayoría cobra el salario mínimo
más bajo del planeta —3.000 takas, equivalente a 28,8 euros— por semanas
laborales de 54 horas y sufre todo tipo de abusos por parte de los empresarios.
“Un día de ausencia se castiga con la reducción del salario correspondiente a
dos jornadas, el retraso de unos minutos se paga con el sueldo de todo el día,
y las ausencias también se penan con el pago tardío de la nómina”, cuenta Farida.
Las mujeres, que suponen el 80% de los trabajadores del textil, se llevan
la peor parte. Las bajas por maternidad, garantizadas por ley, no existen en la
mayoría de empresas. “Tenemos que dejar el trabajo, dar a luz y cuidar de los
niños sin ningún tipo de prestación económica, y volver a encontrar un nuevo
empleo”, asegura Hashi, una trabajadora que lleva ya dos décadas tejiendo
jerséis.
Por si fuera poco, los fabricantes han dado con la fórmula perfecta para no
abonar las horas extra: “El empresario fija unos objetivos de productividad
basándose en piezas por hora. Saben que ningún humano podría cumplirlos, pero
no importa. Para llegar al cupo tenemos que trabajar dos o tres horas extra al
día sin cobrar”, afirma Moni, trabajadora de Immaculate. Y ojo con quejarse,
porque el despido es fulminante.
Aunque ya nadie cobra menos del salario mínimo en las EPZ, las empresas no
aplican los aumentos de sueldo que marca la legislación. Hashi debería ingresar
4.218 takas al mes (unos 40 euros), pero solo cobra 3.500. “Cualquier excusa
sirve para que te degraden”, denuncia la mujer, que asegura haber trabajado
tres meses seguidos sin un solo día de descanso y hasta 15 noches consecutivas.
“Hay que enviar el pedido a tiempo cueste lo que cueste”.
La combinación de estrés y cansancio puede resultar letal. Es en esta
situación cuando se producen la mayoría de los accidentes laborales, incluido el
incendio que el pasado día 25 calcinó la fábrica de Tazreen Fashions
—fabricante de Carrefour, Walmart, Disney y C&A, entre otras— y dejó más de
110 víctimas mortales y cientos de heridos. Otro fuego 36 horas más
tarde no se cobró ninguna víctima gracias a que unos obreros lograron evacuar a
los trabajadores por la azotea; pero dos días después, en una fábrica similar
en la ciudad de Chittagong, una estampida provocada por el miedo a otro
incendio sí se saldó con 50 heridos.
“Es una sangría intolerable que no cesa”, apunta Nazma Akter, presidenta de
la Federación Textil Sommilito. “Las multinacionales están todavía lejos de
cumplir con su cacareada responsabilidad social corporativa, ni siquiera con
sus propios códigos de conducta”. La corrupción y los intereses políticos
posibilitan este escenario. Khorsed Alam, director del Movimiento Alternativo
para una Sociedad Libre hasta su fallecimiento el mes pasado, investigó las
conexiones entre el sector textil y el poder político: “Veintinueve diputados
son propietarios de fábricas y la mitad del Parlamento tiene intereses directos
en esta industria”, aseguró en una entrevista concedida a este periodista el
año pasado.
Por estas razones, todos los agentes de la industria textil, incluida la
agrupación sindical IndustriAll, han redactado un memorando de entendimiento
vinculante que busca mejorar sustancialmente la seguridad en las fábricas y que
ya han firmado dos grandes multinacionales: el grupo estadounidense PVH —Tommy
Hilfiger, Calvin Klein— y la alemana Tchibo. “Estamos trabajando para que el
accidente de Tazreen Fashions suponga un punto de inflexión y no se repita la
tragedia”, explica Eva Kreisler, coordinadora de la Campaña Ropa Limpia en
España.
El acuerdo contempla inspecciones independientes de las instalaciones,
formación en materia de seguridad y la obligatoriedad de adecuar las
instalaciones a la normativa, el establecimiento de un procedimiento de quejas,
la transparencia en las subcontratas y el compromiso de pagar precios que
permitan a los proveedores hacer realidad las mejoras. “Es evidente que las
empresas participantes tendrán que asumir cierto coste económico e implicar a
sus proveedores, pero lo que se exige son solo condiciones que en cualquier
otra parte resultan básicas”, apunta Kreisler.
Tanto Amin como Akter coinciden en que eso no supondrá una merma relevante
en las cuentas de resultados. El propietario de una gran fábrica reconoce, bajo
condición de anonimato, que “los márgenes de beneficio son tan grandes para las
marcas que proporcionar unas condiciones dignas a los trabajadores resultaría
barato”.
A pesar de ello, multinacionales como Inditex, que ya sufrió en 2005 el
desplome de la fábrica de una de sus subcontratas —Spectrum—, en el que
murieron 64 personas, no se deciden a firmar. La multinacional gallega no alude
a las razones por las que no adopta el memorando y asegura que ha presentado
una propuesta propia a IndustriAll relativa a la seguridad contra incendios.
“El Código de Conducta de Inditex es ya de por sí muy exigente, ya que aplica
los criterios más estrictos en el área de la seguridad en el trabajo. Esta
norma es obligatoria para todos los proveedores y centros de fabricación que
trabajan para Inditex. Para asegurar su cumplimiento, casi 300 fábricas en
Bangladesh han sido auditadas solo en el periodo 2011-2012”, explica el grupo
que engloba a marcas como Zara o Massimo Dutti.
No obstante, como apunta Akter, es casi imposible orientarse en la maraña
de subcontratas, ya que empresas como Inditex funcionan a través de agentes.
Incluso el memorando de entendimiento solo incluye dos niveles. Así, las
multinacionales que lo firmen serían responsables de lo que suceda en los centros
productivos subcontratados, como Tazreen Fashions y su matriz Tuba Group, pero
será difícil que las inspecciones vayan más allá. Si las condiciones laborales
de las EPZ rozan lo inhumano, las de los talleres que están un poco más
alejados de la ciudad son todavía peores.
Es fácil dar con ellos. No hay más que caminar por los
embarrados caminos aguzando el oído y seguir el repiqueteo de la maquinaria. En
cobertizos de madera y uralita, casi sin luz y con un ruido ensordecedor,
cientos de trabajadores, muchos de ellos menores de 16 años, tejen las telas
que luego toman forma en las fábricas. “Un 30% de nuestra producción se exporta
al extranjero ya confeccionado”, comenta el responsable de un taller, que
suelta una carcajada cuando se le pregunta por las inspecciones. “A nuestros
clientes solo les importan tres cosas: el precio, la calidad y que llegue a
tiempo. Si la gente muere en una fábrica, se lamentan, otorgan unas
indemnizaciones ridículas y pasan a otra cosa. Porque los sucesos se olvidan
rápido”.
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