Al final de la Guerra Civil, hace 75 años, miles de
republicanos trataban de huir desde Alicante
Pocos lo lograron. El ‘Stanbrook’ llevó a 2.638 a un
incierto destino
Faltaban cuatro días para el final de la Guerra Civil. El Stanbrook,
un buque carbonero británico de 1.500 toneladas, había fondeado en Alicante con
la orden de cargar naranjas y azafrán. En la explanada del puerto bullía una
multitud agotada después de tres años de combate, miles de civiles y soldados
republicanos que vieron en el puerto levantino, todavía no tomado por el bando
franquista, la única puerta para huir de la represión que les esperaba.
Abrumado por la tragedia, el capitán de la nave, un galés de 47 años
llamado Archibald Dickson, cambió el plan inicial de embarcar provisiones por
el de evacuar a civiles. Al atardecer del 28 de marzo de 1939, el Stanbrook
partió hacia Orán con la última carga civil que zarpó camino del exilio antes
de acabar la contienda, 2.638 pasajeros que protagonizaron una emblemática y
trágica aventura de la que el próximo viernes se cumplen 75 años.
Antonio Vilanova, pasajero del Stanbrook, dejó testimonio del desasosiego del embarque en una
carta dirigida a un amigo y a la que ha tenido acceso este diario. “En la mente
de todos había sensación de fuga, derrota, hundimiento moral. Cuando llegamos
al barco, éramos recibidos entre las protestas de los pasajeros que ya estaban
allí. Conforme subíamos, unos se acomodaban en la cubierta, otros en la bodega
o en las sentinas. Faltaba sitio, pero seguía entrando gente”, relataba sobre aquel
hacinamiento este funcionario aduanero que más tarde, en su exilio en México,
escribiría la primera gran obra sobre los refugiados republicanos, Los
olvidados.
Miedo, humedad e incertidumbre de niebla y frío. A bordo del carguero,
Helia González, de cuatro años, sentada sobre un baúl con sus padres y su
hermana, de 22 meses, encontró consuelo en la presencia de un señor pequeño y
fornido que la había cogido en brazos para subir la pasarela del barco. Era el capitán
Dickson. En la explanada del puerto, quedaba un paisaje de desamparo entre los
que habían perdido el barco.
A su corta edad, Helia no sabía que partía al exilio político. Su padre,
Nazario, de 28 años, había fundado Izquierda Republicana en Elche. “Era
antibelicista”, sostiene Helia. “Durante la guerra escondió en su casa a un
sacerdote y a su sobrina, y salvó de la quema parte del archivo de la basílica
de Santa María. La mayoría de los pasajeros éramos pacifistas; no asesinos,
como decían”.
El propietario del carguero, Jack Billmeir, cuya flota se multiplicó por
diez gracias a la guerra española, había prohibido evacuar civiles. El capitán
que desafió aquella instrucción era hijo de una modesta familia de Cardiff. Se
había licenciado a los 22 años. “Un sector socialista cuestionó su heroicidad
diciendo que un grupo se lo llevó ebrio de juerga a Madrid. Algunos líderes en
el exilio quisieron atribuirse el mérito del rescate, pero la República fracasó
en proteger a su gente”, apunta el documentalista Pablo Azorín Williams, quien
ha investigado la vida del capitán.
“Como abanicos de espuma”. Así recuerda Helia, a sus 79 años, la huella en
el mar de los proyectiles enemigos que sorteó el carguero al zarpar. Para
eludir los ataques del Canarias, un crucero pesado de la flota nacional,
el Stanbrook viró el rumbo primero a Baleares y luego al sur hacia
Argelia.
Desde una sentina de popa, el pasajero Vilanova observaba la “incontrolable
e incontrolada expedición”, sacudida por asaltos de pánico cuando falsos
rumores decían que se dirigían a Melilla. La gente arrojaba al mar la
documentación para no ser identificada. Se formaban colas de dos horas para
beber agua. “Solo había dos evacuatorios. Dominado el pudor, fuera de la borda,
deponíamos en el mar. Más que el hambre, es la nota más dura de la estancia en
el barco”, explicaba en su misiva Vilanova.
El 29 de marzo, tras 22 horas de travesía, el Stanbrook ancló
en el puerto de Mazalquivir, cerca de Orán. A la niña Helia le embriagó el
aroma de unas rebanadas de pan sobre unos tableros en el muelle. “Era la
primera vez que olía a pan tierno”, evoca la que fuera la pasajera 2.277. “Un
hombre se tira de la cubierta a las bodegas y muere una mujer. Hay síntomas de
anormalidad y riñas”, escribió en un diario —facilitado a este diario por su hijo
Ulises— Antonio Ruiz, ingeniero madrileño de ferrocarril y oficial en el
frente, que había huido junto con su hermano Pablo.
Desde el muelle, españoles residentes en Orán partieron en barcas con
alimento y medicinas para los recién llegados. Arribada un mes antes por
mediación de Acción Republicana, Juanita Alberich, valenciana de 20 años y
embarazada de su primer hijo, buscaba a su marido, Onofre Valldecabres,
director del Servicio de Inteligencia Militar. “Recuerdo que la gente tenía
hambre”, evoca Juanita, de 95 años, que perdió a su hijo a los dos meses de
nacer. Valldecabres fue de los primeros pasajeros en dejar el Stanbrook
gracias a sus contactos como refugiado político. “No tuvo número de pasajero
porque pudo eludir el listado registrado por las autoridades francesas”, señala
su hija Annik Onofra, nacida en el exilio argelino.
Pese a que creyeron haber
hallado la salvación en Argelia, entonces bajo el dominio francés,
el destino del pasaje del Stanbrook fue muy dispar. En el primer
desembarque, dos días después de atracar, tocaron tierra mujeres y niños que,
como Helia, su madre y su hermana, fueron a la antigua prisión del Cardenal
Cisneros. La mayoría de los hombres aguardaron a bordo más de un mes, por
imposición de la Administración francesa. “Salimos llenos de miseria. Allí conocí
por primera vez los trimotores, piojos de un tamaño monstruoso”, explicaba en
su misiva Vilanova. A muchos les condujeron al Centre d’Hébergement —centro de
alojamiento— número 2 para recibir ducha, vacunas y alimentos.
El motivo de la cuarentena no se ha resuelto 75 años después
de aquella odisea. “Francia no había previsto nada. Se apuntó a que
el barco había generado gastos en el puerto y debía pagarlos, o se temía una
epidemia por detectarse un brote de tifus. Es un cabo que todavía queda
suelto”, señala el historiador alicantino Juan Martínez Leal, quien resalta una
controversia paralela. “No se sabe por qué, una hora después del Stanbrook,
zarpó de Alicante sin evacuar a más civiles el Marítima, el triple de grande y
con 30 pasajeros, líderes socialistas y sus familias. Hubo una gran polémica en
la Federación Socialista en Orán”.
Anclado el Stanbrook en Orán, Alicante se convirtió en un gran
presidio para las más de 15.000 personas venidas del frente. Desde Segorbe, en
Castellón, Manuel Arroyo, chófer del Estado Mayor del Ejército de Levante,
llegó la tarde del 29 de marzo a la explanada del puerto. Ya no había barcos;
solo se oían ráfagas de ametralladora y cañonazos de la División Littorio,
unidad italiana que reforzaba el bando nacional. “Vi a un hombre desesperado
degollarse con una navaja de barbero. Lo más contagioso es el miedo”, relataba
a este periódico Arroyo, de 96 años, antes de fallecer hace dos semanas. Las
tropas italianas les condujeron al improvisado campo de concentración de Los
Almendros y de allí, más de 3.000 hombres, entre ellos Arroyo, fueron
trasladados al campo de trabajo de Albatera, diseñado en la República para la
reinserción del delincuente.
En Argelia, el destino de gran parte del pasaje fue también la reclusión.
Exportados al campo de concentración de Boghari, en el interior del Sáhara, los
hermanos Ruiz pasaron a llamarse 102 y 103, bajo la guardia senegalesa, con
bayonetas caladas. “Somos 300 indocumentados e indeseables. Y todo en nombre de
la Igualdad, Libertad y Fraternidad”, narra Antonio en su diario. “Un español
que está en la letrina es maltratado por un guardia que sin motivo le golpea
con el fusil. Otros acuden y le patean. El pobre pide auxilio. Acuden varios
españoles recibidos con bayonetas y obligados a huir. Allí se quedó”. Los Ruiz
pudieron huir a Francia, donde embarcaron rumbo a México en 1940.
En torno a la línea del ferrocarril Transahariano, pasajeros como Antonio
Gassó, piloto de caza republicano, sufrieron en los campos de trabajo castigos
como el tombeau, en los que el preso cavaba su propia tumba para permanecer en
ella, saliendo solo dos veces al día para hacer sus necesidades, sin protección
contra las adversidades del crudo desierto. “¡Fusiláis poco, pero matáis
lentamente!”, escribió en su diario —publicado en el libro escrito por su hija
Laura —desde la cárcel de Bou-Arfa—. Otros acabaron combatiendo en la II Guerra
Mundial, alistados en la Legión Extranjera Francesa. La tragedia también marcó
la trayectoria del capitán Dickson. Seis meses después de atracar en Orán, el
considerado héroe de la odisea del Stanbrook murió con su
tripulación en el mar del Norte, torpedeado por un submarino alemán, cuyo
capitán, Claus Korth, había hundido naves republicanas en la guerra española.
Frente al drama de muchos refugiados, Juanita Alberich y Helia González,
amigas en su destierro en Sidi Bel Abbes, aseguran haber vivido un “exilio
privilegiado”. La vida de Juanita, residente ahora en Valencia, fue un continuo
traslado. Su familia vivió en Argelia hasta 1946, cuando su marido, de la
industria cerámica, fue empleado en Lorena, Francia. “Volvimos a Argelia en
1950 y salimos de nuevo hacia Lille en 1957, antes de la guerra de la
independencia. Regresamos a España tras la muerte de Franco”.
La familia de Helia, que se enroló primero en una compañía de teatro
española dividida tras la contienda, sobrevivió del estraperlo y de una tienda
de alpargatas, el último negocio familiar en Argelia hasta partir hacia España
en 1949. “Mi padre no quiso arraigar allí. En Argelia conocí la libertad. En
España no se podía hablar de nada, el hambre era terrible y la represión muy
dura. Ganar no debería ser vengarse”, sostiene Helia, que fue profesora de
francés y funcionaria municipal en Elche hasta su retiro.
Junto al editor Rafael Arnal, Helia, que nunca volvió a
pisar suelo argelino, inspiró el proyecto de la Operación Stanbrook, una
expedición en barco con familiares y simpatizantes que prevé zarpar a Orán
antes del verano, si la situación política tras las elecciones en Argelia no lo
impide, para conmemorar aquella trágica y esperanzadora travesía que marcó el
final de la Guerra Civil. “Tenemos que recordarlo porque hay muchos países en
situaciones semejantes. ¿No vamos a aprender nunca?”.
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