mércores, 21 de marzo de 2012

Demasiados claroscuros sobre Casares Quiroga el 18 de julio


EL PAÍS 12/03/2012
Por Emilio Grandío Seoane
El recuerdo de Santiago Casares Quiroga está plagado de adjetivos: cobarde, timorato, tísico, histriónico, individualista, mecenas, liberal… Pero pocos se han encargado de buscar sustantivos: líder que propició una transición modélica de la monarquía a la república en Galicia, ministro en varias ocasiones durante la época republicana, jefe del gabinete ministerial en los días cruciales de julio de 1936, referente político de Izquierda Republicana tras su salida del gabinete en los primeros momentos del conflicto… A Casares Quiroga siempre se le recordará por ser el máximo responsable ejecutivo del Gobierno republicano durante el pronunciamiento fallido de julio de 1936. Su famosa dimisión del 18 de julio le acompañará permanentemente. Pero sigue teniendo demasiados claroscuros.
La inmensa mayoría de los contemporáneos que compartieron aquellos hechos han definido un perfil de Casares prácticamente unánime: en aquel momento dimite por que no quería armar a los obreros. Esta opinión ha sido elaborada generalmente a partir de las memorias editadas con posterioridad.
Hay que recordar que en la primavera de 1936 todos los comentarios previos sobre las posibilidades de Casares como jefe de gabinete ministerial iban en la dirección de que Azaña gobernaría por persona interpuesta. Presidente de la República y Jefe de Gobierno en una casi perfecta unidad de acción. Pensamiento y acción. Azaña temió siempre el torrente revolucionario. Pero, ¿y Casares? Desde luego si no hubiera dimitido, todo hubiera conducido a la entrega de las armas a los sindicatos obreros.
Los análisis sobre su figura siempre han adolecido de un punto de debilidad: no dejó memorias. Es de los pocos dirigentes republicanos con peso en aquel gobierno que no ha dejado para la posteridad sus impresiones en negro sobre blanco. Mucho se ha comentado sobre ello. Las especulaciones siguen siendo numerosas. Sabemos que tuvo ofrecimientos editoriales, pero todos fueron rechazados. Había algo que le impedía realizarlo de manera sincera y honesta: la retención de su hija y su nieta en un entorno amenazador y conocido. Desde los primeros días del golpe militar de julio de 1936 su hija mayor y su nieta fueron retenidas en su ciudad natal, A Coruña. Y no fue espontáneo. En los papeles de los sublevados en A Coruña se observa una intención previa por conseguir este botín humano -nada menos que el entorno familiar más querido y allegado del Jefe de Gobierno- a través de la desaparición durante las horas del golpe de la vigilancia oficial de la residencia donde veraneaban madre e hija.
Desde aquella fecha madre e hija se acostumbraron a una vida en penumbra, señaljdas de manera constante por buena parte de aquella sociedad herculina que se sumaba al carro de los vencedores. Tuvieron que sufrir aislamiento y amenazas, presentaciones cotidianas en los cuarteles, insidias y rumores. Todo ello en una ciudad que se había convertido de la noche a la mañana en un lugar provinciano y pacato, triste y temeroso, una sociedad que acechaba a lo que consideraban distinto y ajeno.
Para la mayoría de casos similares, la política de canjes funcionó durante la Guerra Civil. En este no. Esther y María Esther fueron liberadas de su retención domiciliaria en 1955. Cinco años después de la muerte de su padre y abuelo. Es evidente que esto significó un condicionante sobre Casares que nadie pudo arreglar: la amenaza sobre sus familiares más queridos permaneció viva hasta su muerte. Al margen del ensañamiento, ¿habría otro motivo por el que se amordazó al político durante décadas?
Con esos condicionantes familiares y sin memoria propia, sólo queda aproximarse a su figura a través de la reconstrucción realizada por sus contemporáneos. El análisis de la trayectoria pública de Casares nos muestra un perfil alejado de esa imagen de político temeroso y cobarde. Sin tener en cuenta estas interpretaciones, el Casares anterior a ese verano de 1936 puede calificarse como un líder político que en ocasiones podía ser considerado arriesgado. Resulta curioso contrastar los hechos con la imagen difundida: si en estos momentos hay algún miembro del gabinete ministerial dispuesto a tomar medidas de apoyo a los obreros este es sin duda Casares. Varias circunstancias podrían apoyar esta tesis: su relación y actitud respecto a los grupos obreros gallegos en los momentos previos a la proclamación de la República; su opinión negativa -única en el gabinete ministerial de 1932- a la conmutación de la pena de muerte para el general Sanjurjo tras su fallida sublevación; su condición de representante de Izquierda Republicana en la negociación con los grupos sindicales sobre el apoyo a la plataforma electoral Frente Popular para las elecciones de febrero de 1936, especialmente con la CNT; sus intervenciones parlamentarias durante los escasos meses de la legislatura del Frente Popular en donde interpela directamente al proletariado como el único sector que puede salvar a la República de la conspiración en marcha; los testimonios directos de los oyentes de su comunicado de radio en las horas previas a su dimisión…
Pero este perfil aparece con un dibujo más rotundo en lo que ocurre durante esas horas cruciales del 18 al 19 de julio, un retraso que determinó que en ese fin de semana se extendiera la llama de la sublevación cual reguero de pólvora por los cuarteles militares peninsulares. Hechos tras su dimisión: el cambio de Gobierno con la designación por Azaña como jefe de gabinete a Diego Martínez Barrio, con el expreso cometido de llegar a un acuerdo con los sublevados y así no armar a los obreros -si Casares no iba a proveer de armas a  los obreros, ¿qué objetivo tiene hacerlo dimitir?-; la inmediatez y decidida voluntad de la respuesta de los grupos sindicales en contra de la dimisión de Casares en las calles madrileñas en las primeras horas del día 19, con la presión del PSOE, lo que provoca que el Gobierno de Martínez Barrio nunca se constituya oficialmente y no pase de unas primeras consultas iniciales; tras el fracaso de la opción Martínez Barrio se nombra un gabinete dirigido por José Giral, prácticamente idéntico al de Casares –al margen de la ausencia del político gallego, sólo otro ministro sale del gabinete y por motivos de enfermedad-, pero con la diferencia sustancial –ahora sí- de dar armas a los obreros…
Si algo define de manera constante a Casares en su trayectoria pública es su condición de fiel cumplidor de los deseos de Azaña. El político alcalaíno siempre consideró, con los altibajos correspondientes en una relación pública en momentos tan complicados, a Casares como un leal aliado. Es más, en su Diario textualmente lo califica de amigo, una visión positiva que no se deteriora sino que curiosamente se incrementa tras los días del golpe militar. ¿Un amigo que ejerce su fidelidad personal hacia la figura de Azaña hasta el punto de sacrificarse en el momento más álgido de su carrera política?
Algunos historiadores no apuestan decididamente por esta, pero indican que los hechos no encajan en la versión que se ha convertido en oficial, mantenida durante décadas. Resulta complicado inclinarse decididamente por alguna versión, entre otras circunstancias por las dificultades documentales para la reconstrucción de su figura. 
Además hay testimonios de peso que apoyan esta interpretación de la actitud tomada por Casares el 18 de julio, distinta de la oficializada y mayoritariamente asumida. Al margen de los testimonios escritos de obreros que escuchan por radio las primeras actitudes del jefe de gabinete ya mencionadas, está la opinión de su propia hija, María Casares, en su libro de memorias Residente Privilegiada. O la interpretación del propio Manuel Portela Valladares, nada proclive a ser considerado un adulador de Casares, en sus memorias. Y además en una expresión muy directa:
"En la tarde del 18 acordó el Presidente Azaña, según frase conocida ‘decapitar a Casares’, al oponerse a la entrega de armas al pueblo que éste le propuso".
La verdad es que tampoco hay pruebas definitivas de esta segunda interpretación, a falta de una investigación más detenida sobre el personaje. Pero como no hay pruebas irrefutables de la primera, más alla de una imagen reproducida durante mucho tiempo. De lo que hablaron Azaña y Casares en esos dramáticos momentos sólo podían transmitírnoslo directamente ellos dos.
Lo que es evidente es que el político gallego ha sido uno de los personajes de la Segunda República que ha sido objeto de las críticas por la derrota del régimen. Todas las opiniones del abanico político lo han convertido en blanco perfecto para solventar la frustración que representó la caída de la democracia republicana. Parece haber un algo de complacencia y de alivio de conciencias detrás de esta imagen. Es cierto que fue un personaje fundamental que vivió el momento más determinante del siglo XX español en la máxima responsabilidad gubernativa. Pero… ¿y si Casares quisiera haber sido el Kerenski español?
Emilio Grandío Seoane es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela y coeditor del libro La forja de un líder (Eneida) sobre el político republicano.

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