sábado, 15 de xaneiro de 2011

El testigo y su relato


Martí y Borja de Riquer, padre e hijo, han compilado en una ambiciosa obra los mejores Reportajes de la Historia: desde la peste de Atenas contada por Tucídides hasta la guerra de Irak y, en medio, relatos de Marco Polo, Julio César, Chateaubriand, De Gaulle, Chaplin o Gorbachov. "La fuerza del valor testimonial de lo narrado por quien ahí estuvo acaba dejando en segundo término la supuesta objetividad".
CARLES GELI 01/01/2011
Dos cámaras registran para un programa televisivo la explicación de Borja de Riquer (Barcelona, 1945), sentado frente a un grueso volumen de actas de 1909: los notarios de Barcelona se negaban a hacer testamento a su enemigo de clase Francisco Ferrer i Guardia y el bisabuelo del historiador, como decano del Colegio de Notarios, cogió a su hijo entonces joven pasante y estuvieron toda la noche preservando las últimas voluntades del que iba a ser ajusticiado pocas horas después en el castillo de Montjuïc, acusado falsamente de haber promovido la revuelta de la Semana Trágica. "Ferrer hizo gala de una serenidad extraordinaria, pensando en todo; igual eso acabó de impactar aún más en mi pariente, que luego estuvo casi 15 días enfermo".
El episodio del bisabuelo podría haber formado parte, tranquilamente, de Reportajes de la Historia (Acantilado), donde el historiador, junto a su padre, el medievalista y académico Martí de Riquer (Barcelona, 1914), compilan 153 momentos extraídos de 26 siglos de humanidad narrados siempre por testimonios directos, cuando no por los mismísimos protagonistas.
Es inevitable que las anécdotas que pueblan esos episodios salpiquen la conversación tras su compromiso televisivo con el autor, que admite que la génesis del libro está en su labor de profesores universitarios: "Mi padre llevaba los originales de trovadores y cronistas a clase y los comentaba; y yo, documentos hemerográficos; de ahí salió la idea en 1962 de recoger hechos presenciales en un libro para Planeta destinado a la venta domiciliaria y que tuvo mucho éxito; por ello lo ampliamos en 1972 y ahora lo hemos actualizado".
 (Jenofonte, en plena retirada de los 10.000, oye decir al general Clearco: "Un soldado debe temer más a su jefe que al enemigo"; Plinio el Joven se sacude la túnica de la ceniza que le impide casi andar y ve cómo la gente se ata con cintas almohadas a la cabeza para preservarse de las piedras que lanza el Vesubio antes de sepultar del todo a Pompeya).
Riquer (el Joven, también) aún recuerda las listas de grandes acontecimientos y personajes relevantes confeccionadas por ambos antes de la inevitable criba. Pero, al parecer, eso no fue lo más duro sino la que es otra de las características de las casi 3.000 páginas que conforman los dos volúmenes: procurar que los relatos no excedieran de una treintena de folios cada uno, hallando los fragmentos más significativos o, en su defecto, en algunos casos comprimiéndolos. "Este siempre ha sido un libro avanzado: esta manera de saber fragmentado y al que puedes acudir desordenadamente y dejar es hoy muy del tiempo", reflexiona.
Tampoco le preocupa con exceso que la premisa del libro (episodios contados por quien los vivió, con toda la carga de subjetividad que ello conlleva) pueda desvirtuar el calificativo de histórico. "Es cierto que la objetividad es relativa, pero la fuerza del valor testimonial, de lo narrado por quien ahí estuvo acaba dejando en segundo término la supuesta objetividad". O sea, ¿es el libro una reivindicación tácita del testigo y su relato? "Un poco sí, se trata de intentar recuperar el documento de época frente a la manipulación, por así decirlo, del historiador; claro, tomar el testimonio directo, sin más, tiene riesgos, es parcial, pero ese relato es vivo, muy representativo y vital para hacerse una idea de cómo pensaba la gente en ese momento; entras en la mentalidad de la época y eso muchas veces se olvida a la hora de hacer Historia; por ejemplo, leyendo a los clásicos te das cuenta de que las masacres eran para ellos una cosa bastante natural... Sí, reivindico al testigo directo con toda su subjetividad y, si se quiere, perversidad, pero que lo hace respondiendo a los valores del momento". Y ahí está la explicación a que en el libro no haya textos del gran Herodoto: "Él es un historiador, no un cronista, explica historias de donde no había estado; aquí hemos intentado buscar al periodista de cada momento: se trata de explicar los hechos históricos en su propia salsa".
 (El "siete veces la longitud de su pie" alto y corpulento Carlomagno, aparte del guisado de caza -su manjar preferido-, deglutía cuatro platos en la comida principal; claro, se levantaba cuatro o cinco veces por la noche porque no podía dormir; quizá por ello tenía bajo la almohada hojas de pergamino para practicar las letras, cuenta el escritor de su corte Einhard. Un cruzado anónimo relata, tras la conquista de Jerusalén, que en la toma del templo de Salomón "los nuestros andaban con sangre hasta los tobillos" y que de los sarracenos muertos se hacían "montones tan altos como casas").
Quizá traicionado por el déjà vu de la proximidad histórica, el lector puede tener la sensación de que se da una grandeza y una voluntad de enseñanza moral en los textos antiguos mucho más elevada que en los contemporáneos. Así, Tucídides describe la peste de Atenas para que "en el caso de que un día sobreviniera de nuevo se estaría en las mejores condiciones para no errar en el diagnóstico". "Es el tema de la historia como maestra de vida, que nos ha enseñado lo que pasó y que ha de decirnos cómo comportarnos en el presente y en el futuro", recita Borja de Riquer, que cree que parte de esa sensación se da porque "en los siglos XIX y XX hay mucha más cantidad de textos y, en consecuencia, su calidad es más desigual, y también porque hay mucho más personaje; en ese sentido, Mijaíl Gorbachov es el gran protagonista de la caída de la URSS, si bien sus escritos parecen informes al Politburó".
No, no es sólo un tema de cantidad y calidad. "Es cierto, el discurso con mira histórica o humanística no se da tanto; ahí esta Lawrence de Arabia, por ejemplo, narrando una empresa en la que se siente superior como occidental". Una pose que le recuerda a Borja de Riquer la que exhiben Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo en sus Episodios de la conquista de México, uno de los fragmentos preferidos del compilador "por el detallismo y por la actitud relativamente cínica de creídos, de exhibir su supuesta superioridad militar y moral". En cualquier caso, esa preocupación universal de los antiguos en sus textos, ¿es fruto de que eran más cultos, en general? "En algunos casos, así es, pero ojo, que ahí está por ejemplo Charles de Gaulle, que escribe de maravilla; o Winston Churchill, que leía directamente en latín y también sabía griego".
 (Los gritos de histeria y las carreras eran infinitas: habían atentado contra Fernando el Católico en la segunda escalinata de la plaza del Rey de Barcelona: el archivero real Pere Miquel Carbonell estaba ahí; le asestaron a aquél un golpe de espada al cuello; tras larga y delicada deliberación, se optó por dar al monarca siete puntos de sutura; se salvó; al magnicida, paseado por la ciudad, "en una calle, haciendo parar el carro, le sacaron un ojo y en otra calle, otro ojo y otro puño (...) en las otras calles, lo desmembraron hasta sacarle el cerebro". Más civilizado, a Chateaubriand, de la visita al General Washington le sorprendió que viviera en "una casa modesta y sin sirvientes" y que tuviera ese "aire calmo" y fuera propietario de una llave de la Bastilla; en su opinión, Bonaparte no le resistía la comparación).
Son centenar y medio de testimonios, pero pudieron haber sido casi otros tantos. "Faltan textos de Asia y África, por ejemplo; nos quedamos con las ganas de dar algún testimonio sobre las masacres en Ruanda; a otro nivel, buscamos algún buen testimonio de la crisis financiera de estos últimos años", admite Borja de Riquer que, sin embargo, justifica la inclusión de episodios tan surrealistas como la presencia de unos hermanos chinos que habían nacido unidos en un espectáculo en París, o la de un toledano en la misma ciudad en 1803 que se somete a pruebas como baños en aceite hirviendo o masajes con hierros candentes los cuales soporta sin dolor y sin que quede señal de quemadura alguna, como refleja con asombro el periodista del Journal des Débats y testifican unos médicos por carta unos días después en el mismo rotativo. "Son aquellas cosas que tanto le gustan a mi padre, esos sucesos entre costumbristas y estrambóticos pero que explican perfectamente cómo era la sociedad del momento".
Lo que sí puede garantizar Borja de Riquer es que todos los textos tienen "una calidad literaria notable", tanto que eso ha hecho que se descartaran algunos cronistas como el mítico reportero John Reed para el episodio de la Revolución rusa, sustituido por todo un H. G. Wells que, encima, entrevista a Lenin. "Está menos comprometido que Reed y, encima, escribe mejor", zanja el historiador.
Quizá todos los que han quedado en los estantes domésticos -"la mayoría de los originales están en nuestra casa", expone con sencillez Riquer el Joven, constatando así el poso de cultura de una familia que ha dado para un libro como Quinze generacions d'una familia catalana (Quaderns Crema)- puedan recogerse en volúmenes posteriores, testimonios que convivirán con la locura de textos testimoniales que facilitan los nuevos medios. "Internet tiene el peligro del intruso; es, hoy por hoy, muy distorsionante y fácilmente manipulable; es un canal que ha de acabar teniendo algún tipo de filtro de calidad y verosimilitud porque si no, no servirá". Para la Historia no vale, pues, cualquier reportero.
(El interrogador eclesiástico pregunta a Juana de Arco cómo era el Arcángel Miguel que dice que se le apareció y si tenía cabellos. "¿Por qué se los habrían cortado?", responde. "¡Hagamos llorar a las damas de San Petersburgo¡, recuerda haber escuchado el Barón de Marbot en plena batalla de Austerlitz cuando la caballería napoleónica aniquilaba el regimiento ruso de los guardias a caballo comandado por el príncipe Repnin "hundiéndoles los sables hasta el puño"; Goebbels ya anota en su diario el 4 de noviembre de 1943, tras un primer bombardeo de Berlín por los ingleses, fantasmas de mal augurio: "Me parece grotesco y casi como si fuera obra del diablo que mientras el buen tiempo prevalece en todos los sectores donde los soviets dan muestras de actividad, sea rematadamente malo en los puntos en que atacamos nosotros"; Charles Chaplin, escribe en sus memorias, huyó de incógnito de Nueva York una madrugada "encerrado ignominiosamente en mi camarote, atisbando a través de la portilla" para evitar así la temible citación para declarar ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas, en la temible caza de brujas...).

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