xoves, 3 de maio de 2012

Mieres y Múnich, hace 50 años


En el año 1962 las huelgas de los mineros asturianos y la reunión de vencedores y vencidos significaron el fin de las consignas de la guerra civil para casi todos los españoles, excepto para los franquistas
En 1962, hace 50 años, en España pasaron muchas cosas. Tantas, que cambiaron de forma sustancial las relaciones internas en un país que vivía ya más de dos décadas de opresión por la dictadura franquista.
España era entonces un país miserable en lo material, azotado por las secuelas de la guerra, y por los efectos de un Plan de Estabilización que pretendía abrir, por primera vez desde 1939, las fronteras a la economía mundial. En el occidente de Europa, en un proceso que todavía estaba lleno de contradicciones, se estaba construyendo el mejor de los sueños, el de una economía potente que crecía a un ritmo con pocos precedentes, dentro de unas normas democráticas que permitían a los ciudadanos expresarse en libertad tanto en la calle como en las urnas, y curar las heridas que había dejado abiertas el gran conflicto mundial de 1939 a 1945.
España era, además, un país miserable en lo político. El abominable dictador que gobernaba a su antojo estaba apoyado en una extensa base social adoctrinada por la Iglesia más regresiva; aterrada por un ejército de pacotilla que sólo servía para recordar pasadas glorias y reprimir las ansias de libertad de los vencidos y de muchos de los que habían sido vencedores; y encuadrada obligatoriamente por una nutrida multitud de hombres del Movimiento, que se quedaban con los puestecillos de medio sueldo y los pequeños cargos en sindicatos y la administración del Estado a cambio de ejercer el matonismo ideológico en cada pueblo. Con ellos, una clase empresarial acostumbrada al dinero fácil, a los obreros humillados y el favor del Estado.
En aquel ambiente de colores grises y discursos tabernarios, se produjeron dos acontecimientos que hicieron que las cosas comenzaran a cambiar: las huelgas asturianas de la primavera, y la reunión de Múnich, donde por primera vez se sentaron a una misma mesa representantes de los vencedores y los vencidos de la guerra civil para buscar, juntos, una salida política al sofocante régimen franquista.
La primavera asturiana fue un hecho insólito. Millares de mineros fueron a una huelga general que no había convocado nadie ni fue, en principio, encabezada por nadie. Un acto colectivo de enorme trascendencia política que trajo de cabeza al régimen, porque no sabía cómo combatirlo. Los mineros asturianos no actuaban empleando la violencia, ni apenas podían celebrar asambleas. Todas sus acciones se fueron desarrollando en silencio, con gestos de hombres que no se ponían el mono o mujeres que arrojaban maíz al paso de los esquiroles para llamarles gallinas. La policía no sabía a quién detener, porque los heroicos militantes comunistas que, de cuando en cuando, se atrevían a desafiarles, estaban en la cárcel o no eran los promotores; ni los socialistas de la UGT, a los que su dirección en Francia había prohibido participar en conflictos que les pudieran llevar a la cárcel; ni los anarquistas, casi desaparecidos.
Los que conducían aquella huelga eran jóvenes que no habían luchado en la guerra, por mucho que hubieran padecido sus secuelas. Y no tenían nombres que estuvieran en los ficheros policiales. Eran obreros comunes, muchos de ellos concienciados, a pesar de la Iglesia franquista, en movimientos como las Hermandades Obreras de Acción Católica o las Juventudes Obreras Católicas. Se llamaban Severino, Piti, Lourdes o Aida. Y nadie sabía nada de ellos. Algunos se convirtieron después en líderes sindicales, y fundaron nuevas asociaciones como la Unión Sindical Obrera, o participaron en la creación y el desarrollo de un movimiento que se llamó Comisiones Obreras.
Aquel movimiento huelguístico que acabó contagiando a casi toda España, desde la siderurgia vasca hasta los latifundios andaluces, pasando por la industria catalana y madrileña; un movimiento que animó a los estudiantes de las grandes ciudades a levantarse con coraje contra la dictadura; que movilizó a los intelectuales para atreverse a firmar cartas públicas contra Franco, encabezados por gente como Menéndez Pidal. Aquel movimiento significó el desguace de la organización sindical única, y anunció el nuevo sindicalismo de clase que fue clave para el final del franquismo por su capacidad de movilización y su radical exigencia de libertad; mejor dicho, de libertades, como la de asociación y la de expresión.
Las huelgas de Asturias tuvieron un eco enorme en el exterior, y su represión provocó la animosidad de toda Europa contra el régimen franquista, que intentaba mostrar por entonces su cara más amable para llamar a las puertas de la incipiente unión económica. Los obreros asturianos significaban el final de la guerra civil y luchaban contra un sistema que seguía en ella, como se demostró por la represión feroz que desarrolló en aquellos momentos.
La reunión de Múnich tuvo un carácter no menos decisivo. La nómina de los que acudieron a la ciudad bávara para restañar las heridas que las diferencias políticas habían provocado durante la guerra entre unos y otros, suena ahora como si fuera un listado de gentes de otro planeta. A muy pocos jóvenes les dicen nada hoy los nombres de Salvador de Madariaga, Rodolfo Llopis, José María Gil Robles, Joaquín Satrústegui o Dionisio Ridruejo.
Son hombres que dejaron de importar para la política española hace ya mucho tiempo, que ni siquiera tuvieron un papel decisivo en la transición política comenzada en 1976. Pero que abrieron caminos tan importantes como el de la reconciliación. No fue un camino sin tropiezos. Ahora pueden resultar incluso hilarantes las disculpas de Gil Robles para que nadie pensara que había hablado con algún comunista o que, ¡parece increíble!, alguno llegara a pensar que le había estrechado la mano al líder socialista Rodolfo Llopis.
La simple firma común de un documento en el que se pedía que España confluyera con Europa en la aceptación de las libertades políticas y sindicales, de que se pudiera elegir a los representantes políticos en las urnas, esa simple firma les condujo a unos al confinamiento lejos de sus domicilios y a otros al exilio.
No hubo después de Munich un camino común para los firmantes de esos documentos. Lo que sí se produjo fue la ruptura con el discurso del odio. Democristianos, liberales, socialistas, republicanos y, desde fuera, comunistas, pudieron, a partir de entonces, hablar entre ellos sin que la amenaza física hiciera acto de presencia.
El año 1962 significó el fin de las consignas de la guerra civil para casi todos los españoles, excepto para los franquistas y, de forma pasiva, para quienes sufrieron todavía durante muchos años, su represión. Fue la antesala de la transición de 1976, aunque esta ya tuvo nuevos protagonistas.
¿Sirve de algo recordarlo? No estoy seguro. Sí, para sacar una lección histórica importante: aquellos acontecimientos decisivos, aquellos momentos repletos de épica democrática anticiparon un tiempo nuevo, uno de esos momentos de los que se dice que “ya nada volverá a ser lo mismo”.
Hoy, muchos se preguntan si el movimiento sindical es algo caduco, al tiempo que vemos cómo los grandes poderes monopólicos dictan sus leyes implacables con una fuerza que ni siquiera Lenin se atrevió a pronosticar.
Hoy también, muchos se preguntan si la democracia, tal como la entendemos, es útil para gobernar a los pueblos de Europa, que ven cómo su soberanía se menoscaba desde las mismas instituciones que han elegido los ciudadanos. Hay que tomar decisiones inmediatas y no da tiempo a consultarlas, casi ni a discutirlas, y además no estaban en ningún programa político.
Hoy discutimos si nos sirven los sindicatos que nacieron del impulso de Mieres, y si están desfasados los manifiestos democráticos redactados por políticos e intelectuales en Múnich hace 50 años.
Pero lo que latía en aquellos movimientos, lo que impulsaba a aquellas gentes es lo que España, y Europa, necesitan que reaparezca. Y que lo haga en cualquier parte. Porque, como diría un castizo, “oye, es que, si no, nos comen”.
Jorge M. Reverte es periodista y escritor.

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