Ve la luz 'A sangre y fuego', mítico libro de Chaves
Nogales sobre la Guerra Civil
Esta edición incluye dos relatos nunca publicados en
España que adelantamos en exclusiva
La importancia de A sangre y fuego
de Chaves Nogales
y su fortuna literaria actual no podrían entenderse acaso sin contar la
historia de ese libro que se había publicado por vez primera en 1937 en Chile y
del que no se tenían noticias hasta que Abelardo Linares lo encontró en uno de
sus viajes a América. Cuando los lectores de Las armas y las letras, de
1994, se tropezaron poco después con las primeras y memorables líneas del
prólogo de Chaves (“yo era eso que los sociólogos llaman un pequeño burgués
liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria”),
advirtieron que aquello no sólo sonaba a otra cosa, sino que era otra cosa.
¿Qué? No se parecía a nada ni le conocíamos a nadie un coraje semejante
hablando de la guerra. Fue una conmoción. Era el eslabón perdido de algo que
habíamos estado buscando a ciegas durante años. Conocíamos ya, claro, el único
libro que se le parecía un poco, el no menos inexistente Ayer y hoy, de Baroja, publicado en 1939
y también en Chile, pero el del barojiano Chaves Nogales era de otra naturaleza
y, si podemos decirlo así, menos confuso en la defensa de los principios
democráticos y de la Ilustración. No debemos olvidar que en el mismo 1938 y en
la Salamanca franquista y ante un sínodo de notorios fascistas, el ilustrado
Baroja juraría defender por el Ángel Custodio no sé qué demonios.
Veinte años después de aquel 1993 las cosas han cambiado mucho en España.
En 1993 Chaves era un desconocido, autor de un libro sobre Belmonte; hoy es un
clásico estimado y sus obras se reeditan de continuo. ¿Qué las hace tan
especiales, por qué ha sido tan bien recibido su autor en la élite intelectual,
de la que se le había excluido durante medio siglo? ¿Y por qué fue excluido de
ella?
Sin duda por advertir y denunciar antes que nadie la semejanza del terror,
que estaba siendo igual en uno y otro bando, adelantándose a quienes poco
después, como Hannah Arendt,
iban a descubrir la raíz común del mal, esa poetización de la Historia que
estaba justificando en toda Europa masacres sin cuento. Y por supuesto que
Chaves no estaba hablando de equidistancia, y sí de trabajar para la verdad, la
de contar cómo los sublevados soñaban “un paraíso de desfiles marciales,
jornales bajos, rentas altas, procesiones y fiestas de la raza”, y cómo los que
se apoderaron de la República durante la guerra hicieron de ella un país revolucionario
en el que el trabajo que “daban antes como una limosna los patrones, ahora lo
darían como un premio los sindicatos”. Quienes como el propio Chaves no eran ni
reaccionarios ni revolucionarios, sólo tenían dos opciones. Al igual que el
personaje de otro de sus relatos, sólo les quedaba o morir, “batiéndose por una
causa que no era la suya”, o marcharse, y esto hizo él, buscando un lugar donde
seguir libre. Ni unos ni otros le perdonarían sus escritos, confirmando con
ello que si algo detestaba más que ninguna otra cosa cada uno de los dos bandos
no era el bando contrario, sino cualquiera que se resistiese a pertenecer a uno
de ellos. Así que el día que Chaves escribió en La defensa de Madrid
(México, 1939), acabada aquella “estúpida guerra”, que “la verdad es esta: los
heroicos y gloriosos ejércitos que luchaban en Ciudad Universitaria estaban
formados con la escoria del mundo. Basta fijar los ojos en la lista de las
fuerzas que los componían. Frente a la Brigada Internacional de los rojos, la Novena
Bandera del Tercio Extranjero de los blancos, una y otra, receptáculo de todos
los criminales aventureros y desesperados de Europa”, el día que escribió esta
frase y otras parecidas, decía, firmó su sentencia de muerte literaria y civil,
y empezando por su amigo el comunista Jesús Izcaray y siguiendo por el delator
antisemita César González Ruano, lo calumniaron sin piedad a partir de
entonces. El olvido vino por esta correa de transmisión.
No le importó. Su “pecado” fue haber sido demócrata antes, durante y
después de la guerra, y si el 19 de julio de 1936 el país dejó atrás la
política, aprestándose a aniquilarse con saña feroz, eso hizo Chaves como
narrador, con voz apagada pero muy firme: hechos escuetos, contados con brío en
una prosa vibrante que tiene lo mejor del Baroja de las Memorias de un
hombre de acción y lo mejor del Valle-Inclán del Ruedo Ibérico, con
los ecos al fondo de La caballería roja de Babel. Al lector sólo le
queda asistir atónito y consternado al triunfo de la barbarie.
La historia de este libro es a un tiempo, sí, la historia
de su infortunio, pero también del nuestro. Hace veinticinco años España
llegaba cincuenta tarde a unos hechos que deberían haberse olvidado hacía
mucho. Ahora, tres cuartos de siglo después de que se publicase por primera
vez, nos recuerda que entre los hunos y los hotros estaba la inmensa mayoría,
la primera que cayó en la guerra, junto a la verdad. A sangre y fuego
empezó a hacer visibles una y otra.
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