Entre 1938 y 1944 el antiguo balneario de Saturraran fue transformado en
cárcel de mujeres por el régimen franquista. Entre sus muros estuvieron
recluidas alrededor de 4.000 presas. Fallecieron 120 reclusas y 57 niños y
niñas. Testimonios dan fe del robo de niños.
ALEJANDRO TORRÚS Madrid 05/05/2013
Resulta
imposible establecer una fecha concreta. Los testimonios, la mayoría ya
fallecidos, hablaban de un fatídico atardecer del año 1944. En los registros
oficiales, sin embargo, no queda ni rastro de aquella tarde de barbarie.
Decenas de niños entre tres y cinco años fueron arrancados a golpes de los
brazos de sus madres, presas en la cárcel de mujeres de Saturraran (Euskadi),
para ser enviados a un destino incierto a bordo de un tren.
El
historiador Ricard Vinyes recoge los hechos en su obra Presas políticas.
“Funcionarias y religiosas ordenaron a las presas sin previo aviso que
entregasen a sus hijos. Al parecer hubo un alboroto considerable, palizas y
castigos. Teresa Martín tenía cuatro años y sólo recuerda estar siempre con su
madre: 'Siempre o en brazos de mi madre o de la mano de mi madre. Sólo nos
separaron una vez, pero fue para siempre'”.
Alrededor de
4.000 mujeres fueron recluidas, entre 1938 y 1944, en la cárcel de Saturraran,
un antiguo balneario decimonónico en la bahía del mar Cantábrico. Con apenas un
petate para dormir, en los mejores años del penal, y un retrete por cada 250
reclusas llegaron a convivir en el mismo espacio temporal alrededor de 1.600
mujeres. La investigadora y periodista María González Gorosarri, autora del
libro No lloréis, lo
que tenéis que hacer es no olvidarnos calcula que cada presa
disponía de alrededor de 45 centímetros de suelo para dormir.
“La prisión central de Saturraran estaba
formada por un complejo de varios edificios pertenecientes a la Iglesia que
diferenciaba a las presas en madres, ancianas y jóvenes. Las reclusas
estaban custodiadas por unas 25 monjas de la Merced, un sacerdote, un
funcionario de prisiones y alrededor de 50 militares”, señala a Público
González Gorosarri, que añade que el lugar “más característico” de la cárcel
era la “celda de castigo”. “Esta celda se encontraba a la altura del río que
pasaba por detrás del edificio anteriormente denominado Barrenengua. En
consecuencia, siempre tenía un palmo de agua en el suelo que alcanzaba casi el
metro cuando subía la marea”.
Durante los
seis años en los que se mantuvo operativo el penal fallecieron entre sus muros 120
mujeres y 57 niños y niñas. El hambre y la falta de higiene formaba parte
de la vida cotidiana de las reclusas. Los testimonios recopilados por la
investigadora describen cómo las monjas robaban la comida de presas y
niños para venderlo en el mismo economato de la cárcel o en el estraperlo y
confiscaban los alimentos que enviaban las familias de las presas. “Por ello,
la madre superiora Sor María Aranzazu Vélez de Mendizabal, conocida entre las
presas como La Pantera Blanca, fue posteriormente destituida”, agrega González
Gorosarri.
En la cárcel
se amontonaban sin distinción las presas políticas (lazos con partidos o
sindicatos afines a la República) y las presas comunes (en su mayoría
prostitutas o abortistas). “Los presos políticos hombres eran separados de los
presos comunes. Sin embargo, el régimen negaba a la mujer su condición de
sujeto político activo por lo que era encarcelada junto a presas comunes”,
explica la investigadora.
La obra de
González Gorosarri recoge el testimonio de Balbina Lasheras Amezaga, quien fue
conocida en la prisión de Saturraran como 'la peque', ya que era una de las más
jóvenes del penal. Balbina fue detenida el 21 de junio de 1937 cuando las
fuerzas falangistas entraron en Bilbao, su ciudad de nacimiento. En aquel
momento tenía 16 años y se encontraba jugando a 'la cuerda' con sus amigas.
La acusaron de haber delatado a unos vecinos falangistas que vivían en un
chalet cercano. Permaneció encarcelada 5 años, 4 meses y 10 días.
Tras dos
breves estancias en diferentes cárceles de Euskadi, Balbina fue trasladada a
Saturraran. “Pasamos mucho, mucho frío. Debajo teníamos el río y había mucha
humedad. Muchas mujeres se murieron de tifus. Don Luis Arriola, que era
el médico de Ondarroa en aquella época, también era el médico de Saturraran.
Nos daba una vacuna contra el tifus. La vacuna decía que había que tomar la
inyección en tres tandas. Aquel ¿sabes qué hizo? ¡Meternos toda la vacuna de
una vez! Menos mal que las jóvenes podíamos mantenernos en pie para poder
atender a todas aquellas mujeres que estaban por el suelo. No se podían
levantar de la fiebre que tenían”, recuerda Balbina.
En un
pabellón distinto al de Balbina, en el de las madres, se encontraba Ana
Morales. Tenía 17 años cuando la denunciaron por ser espía comunista. Ella lo
negó todo. No obstante, y a pesar de estar embarazada, ingresó en prisión. En
la cárcel de Ventas (Madrid) dio a luz a su primer hijo. Meses después fue
trasladada a la cárcel de Saturraran junto a otras 25 madres con sus 25 niños.
“Entraban 30
litros de leche todos los días. Pero la leche era para las monjas, no era para
los niños ni para las madres. A nosotras, a veces, nos daban un café, sin
azúcar ni nada, porque el azúcar lo vendían de estraperlo (…) Mi hijo tuvo
catarros fuertes y una vez las que estaban en la oficina con el director le
dijeron al médico que por qué no le recetaba algo. Y dice: '¿Cómo le voy a
recetar si no tiene dinero para comprarlo?'”, relata Morales, que recuerda
el día en el que los niños mayores de tres años desaparecieron.
“No sé si fueron las monjas o fue el Estado,
pero mandaron un autocar con monjas teresianas, que vinieron de paisanas. A las
madres nos mandaron a lavar al río. Al volver al pabellón no había ningún
niño mayor. Todos los niños mayores se los habían llevado en el autocar. Y,
claro, a las madres les daban ataques. '¿Dónde están mis hijos? ¿Quién se los
ha llevado?', repetían”.
Uno de estos
niños que vivió sus primeros años en la prisión es Rosa Pajuelo. Con dos años
de vida fue trasladada junto a su madre a la prisión de Saturraran. Allí estuvo
hasta los cinco, cuando su madre la entregó a una presa del pueblo que salía en
libertad para evitar que fuera 'requisada' por las monjas. “Mi madre me contó
que dormíamos juntas en una habitación. La de al lado tenía sarna, la
otra tenía piojos, la otra enfermedades… mi madre siempre me metía debajo de
ella”, rememora Pajuelo, que señala que no recuerda haber pasado hambre porque
su madre le dio el pecho hasta los tres años.
En 1944, con
la II Guerra Mundial terminada y ante el temor de que la victoria de los
aliados pusiera fin a la dictadura fascista en España, el régimen decidió echar
el cierre al penal, o como lo definió la presa republicana Tomasa Cuevas:
el almacén de mujeres. El doctor de la prisión, Don Luis Arriola, resumió a Ana
Morales en apenas una frase por qué salían libres de la cárcel: “Pueden dar
gracias ustedes a la situación internacional, si no, no hubiera salido
ninguna de aquí. La que hubiera salido habría ido a Alemania, pero de aquí no
hubiera salido ninguna viva”.
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