La dramática historia de Cynthia Parker está en el origen
de la película 'Centauros del desierto'
Su hijo mayor se convirtió en el último caudillo guerrero
de los comanches
En 1836, cuando tenía nueve años, Cynthia Ann
Parker fue arrancada cruelmente por primera vez del mundo al que
pertenecía. Estaba jugando una mañana en el rancho que su familia había
construido y fortificado en una zona del oeste de Texas, en el límite de las
grandes praderas donde ningún colono blanco se había aventurado, habitadas por
indios cazadores y guerreros y por manadas oceánicas de bisontes. Una banda de
jinetes comanches se acercó a la entrada del rancho pidiendo comida y agua. A
los pocos minutos había empezado la primera de las dos grandes matanzas a las
que Cynthia Ann Parker asistió en su vida. Los hombres de la familia cayeron
traspasados por lanzas y flechas. Todavía vivos los comanches les arrancaron
las cabelleras y les cortaron los genitales antes de matarlos. A la abuela la
clavaron con lanzas al suelo y la violaron repetidamente. A un bebé que no
paraba de llorar se lo quitaron a la madre de los brazos y lo degollaron.
Cynthia Ann Parker fue atada a la grupa de un caballo y arrastrada hasta que se
hizo de noche. Vio cómo una tía suya de 17 años, también cautiva, era torturada
y violada en medio de una gran danza de celebración en torno a una hoguera. Los
comanches mataban a los bebés, pero adoptaban a los niños algo mayores. Al poco
tiempo Cynthia Ann Parker había olvidado la lengua inglesa y hablaba y vestía
como una niña comanche.
A partir de entonces empezó una leyenda. Mercaderes que trataban con los
indios decían haber visto a una comanche rubia con los ojos azules que se
apartaba asustada de ellos cuando le hablaban en inglés. Uno de los
supervivientes de la familia, su tío James Parker, decidió buscarla y rescatarla
y pasó más de diez años recorriendo los territorios inmensos en los que las
patrullas militares se extraviaban queriendo encontrar el rastro de las bandas
de comanches, los guerreros fulminantes y crueles que preferían atacar en la
claridad de las noches de luna y que desde hacía casi dos siglos dominaban la
facultad temible de pelear a caballo, aterrorizando por igual a las otras
tribus indias y a las patrullas españolas que se atrevían a subir hacia el
norte desde México. Diez o quince años después del rapto, algún viajero blanco
se encontró con la que ya no recordaba llamarse Cynthia Ann Parker, ahora
esposa de un jefe y madre de tres hijos. Su piel era ya tan cobriza como la de
las indias y tenía el pelo oscurecido con grasa de bisonte. Ahora se llamaba
Nautdah: la que ha sido dada, o aceptada, o acogida.
En 1860 su mundo se vio trastornado por segunda vez. Para entonces los
comanches se batían lentamente en retroceso, sus territorios invadidos por
centenares de miles de colonos, las manadas de bisontes gravemente diezmadas.
El cólera y la viruela eran matarifes todavía más eficaces que los nuevos
fusiles de repetición contra los que ya no podían nada los arcos y las flechas.
Un día, antes del amanecer, los soldados atacaron un campamento comanche. Para
entonces el hábito de arrancar las cabelleras y sacar las entrañas a los vivos
igual que a los muertos se había extendido a todas las partes combatientes.
Cynthia Ann Parker se vio en medio de una batalla en la que murió su esposo y
en la que perdió de vista a sus dos hijos mayores. A la pequeña, Flor de la
Pradera, todavía le daba el pecho. Entre las humaredas, los gritos, los
relinchos de los caballos, los ladridos de los perros, la carnicería general,
uno de los soldados redujo con dificultad a una india que huía con un bebé en
los brazos y descubrió que tenía los ojos azules.
En una fotografía que le tomaron poco después no parece una mujer blanca:
tiene la cara oscura, como quemada, el pelo liso y mal cortado, una expresión
de recelo o de pánico, y le da el pecho abiertamente a su hija. La historia de
la cautiva rescatada al cabo de veinticuatro años se publicó en todos los
periódicos. La llevaron a un cuartel y las mujeres de los oficiales se
encargaron de ponerle ropas de blanca, y al principio se dejaron engañar por su
apariencia de docilidad. Pero en cuanto se descuidaron Cynthia Ann Parker
estaba intentando huir con su hija y se arrancaba el vestido de algodón para
ponerse de nuevo su ropa de comanche. La apresaron de nuevo, pero era inútil.
Permanecía inmóvil, con su hija en brazos, con la mirada perdida. La niña
contrajo unas fiebres y murió al cabo de algún tiempo. Cynthia Ann Parker no
volvió nunca con los comanches ni se reintegró a la comunidad de los blancos.
Vivió como un fantasma, doblemente extranjera.
Su historia, convertida en leyenda, es el origen de la película más hermosa
de John Ford, The
Searchers (Centauros del desierto). Pero la realidad es mucho más
complicada y más áspera que la ficción, aunque también más sorprendente. Lo he
sabido leyendo un libro del historiador americano S. C. Gwynne, Empire of the Summer Moon,
que cuenta lo que está más allá de esos finales rotundos que nos gustan tanto
en el cine y en las novelas. En las historias de la realidad no hay puntos
finales. Mientras Cynthia Ann Parker se confinaba a sí misma en un silencio sin
fisuras, su hijo mayor, que tenía 12 años cuando ella fue rescatada, o raptada
por segunda vez, crecía hasta convertirse en el último caudillo guerrero de los
comanches, Quanah Parker. En el final apocalíptico de una nación que había
dominado a caballo durante dos siglos los territorios centrales de un
continente tan ancho como un océano, Quanah Parker fue el último héroe, el más
temerario y el más cruel, el que seguía resistiendo cuando la matanza metódica
de treinta millones de bisontes, llevada a cabo en muy pocos años, dejó
desiertas las grandes praderas, de modo que los comanches ya no tenían ni
comida ni estiércol seco para encender hogueras ni pieles para hacer tiendas o
prendas de ropa, ni tendones con los que tejer cuerdas de arcos.
Una historia así exige un crescendo trágico, un acorde definitivo a
la altura de su despliegue épico. Pero resulta que, en un cierto momento,
cuando comprendió que todo estaba perdido, y que continuar la guerra era
condenar a su pueblo al exterminio, Quanah Parker se rindió honrosamente a sus
antiguos enemigos, se instaló en una reserva y empezó una vida sedentaria y
razonablemente próspera de ciudadano americano. Sin perder su apostura
imponente el guerrero primitivo derivó en activista cívico, dedicado a los
negocios y a la defensa de los derechos de los suyos. Se acostumbró a los
sombreros flexibles y a los trajes a medida, pero no renunció nunca a su larga
melena lisa de guerrero, ni tampoco al hábito comanche de la poligamia. Intentó
averiguar el paradero de su madre, pero solo pudo visitar tristemente su tumba.
A lo que nunca se rebajó fue a participar, como otros antiguos jefes, en el
circo humillante de Buffalo Bill. Fue amigo del presidente Theodore Roosevelt,
y su imagen atónita en movimiento se conserva en una película de 1908.
El imperio de la luna de agosto. Auge y caída de los comanches. S. C. Gwynne. Turner.
Madrid, 2011.
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