EL PAÍS accede al primer eslabón de la industria textil
de Bangladesh, lúgubres fábricas de telas con terribles condiciones laborales
Es imposible competir con la fealdad de Dacca. La capital de
Bangladesh es el caos hecho ciudad, un amasijo de edificios inacabados,
amontonados sin plan urbanístico alguno, que tratan de cobijar a unos 14
millones de habitantes. Solo la mitad son residentes oficiales. El resto ha
llegado, procedente de los cuatro puntos cardinales de uno de los países más
pobres del planeta, con la esperanza de darle un mordisco al 6% de crecimiento
económico, un porcentaje que llena de orgullo al Gobierno y que convierte a la
antigua Pakistán Oriental en uno de los ejemplos más exitosos del milagro
económico del subcontinente indio.
Pero a los emigrantes rurales no se les encuentra en los relucientes
centros comerciales que sirven de oasis de tranquilidad a la emergente clase
media. No, hay que bregar con un tráfico imposible durante al menos una hora
para dar con ellos en el cinturón industrial de Ashulia. Allí, cientos de miles
de personas cuecen ladrillos con técnicas propias de la Edad Media, dan forma a
pucheros, pegan suelas de zapato y, los más afortunados, tejen prendas de
vestir en alguna de las innumerables fábricas que componen la Zona de
Procesamiento de Exportaciones (EPZ, en sus siglas en inglés), escenario de las mayores
tragedias de la industria textil del país.
Por 54 horas de trabajo a la semana, y siempre bajo la amenaza de derrumbes
como el del Rana Plaza
—más de 430 muertos— o incendios como
el de Tazreen Fashions, con 110 fallecidos, la mayoría de los
trabajadores cobra el salario mínimo más bajo del planeta: 3.000 takas (algo
menos de 30 euros) al mes. No obstante, como apunta Jesmin, una joven que ha
estado empleada tanto dentro como fuera de la EPZ, “aunque no existen medidas
de seguridad adecuadas y muchas veces no se abonan las horas extra ni se
conceden bajas por maternidad, todo el mundo quiere trabajar allí porque las condiciones
laborales son mucho mejores”.
No en vano, de las EPZ —creadas en los ochenta para impulsar las
exportaciones, disparar el crecimiento económico y crear empleo en barrios
deprimidos— sale gran parte de la
producción textil del país, ya la segunda en el mundo. El sector
aporta en torno al 80% de los productos que Bangladesh exporta —casi 20.000
millones de euros—, y emplea a tres millones de personas en unas 4.500
fábricas.
“El empresario los fija en base a piezas por hora. Saben que ningún humano
podría cumplirlos, pero da igual. Para llegar al cupo tenemos que trabajar dos
o tres horas extra al día sin cobrar”, asegura Moni, empleada en Inmaculate.
“Cada vez hay más presión
de los clientes extranjeros para cumplir códigos de conducta que reducen los
márgenes de beneficio”, reconoce Hashi, que cobra 3.500 takas (33 euros) en vez
de los 4.200 takas que le corresponden por el nuevo baremo, y que ha llegado a
trabajar tres meses sin un día de descanso y 15 noches seguidas en temporada
alta. “Por eso, el peor trabajo se subcontrata a talleres a los que jamás ha
ido un inspector”.
Lo sabe bien Ahmed R., un adolescente de 13 años que opera un vetusto telar
en un cobertizo de uralita. Hay que alejarse varios kilómetros más del centro
para dar con estos talleres, que nunca aparecen en los medios de comunicación y
que, sin embargo, sufren condiciones laborales mucho peores. “Aquí producimos
telas que, muchas veces, acaban en la EPZ y llegan a Europa y América ya
confeccionadas”, reconoce el propietario, quien teme represalias, bajo
condición de anonimato. “Muchos empresarios bangladesíes mienten sobre el
origen del material”.
Ahmed y sus compañeros de trabajo, algunos niños de 12 años, son los
subcontratados de los subcontratados, el último eslabón de una cadena que acaba
en los escaparates de todo el mundo. La mayoría no ha oído hablar jamás de la
responsabilidad corporativa de las grandes multinacionales que, de forma
indirecta, acaban utilizando sus productos. “Muy pocas empresas controlan toda
la cadena de producción”, reconoce Nazma Akter, presidenta de la Federación
Textil Sommilito. “La presión ha conseguido que se realicen auditorías en las
fábricas de las que sale el producto final para evitar la pésima publicidad de
tragedias como la de Spectrum [que producía para Inditex y cuyo edificio se
desmoronó provocando 64 muertos], pero pocos van más allá”.
La propia Inditex, que respondió a EL PAÍS a través de una dirección
genérica de correo electrónico, reconoce que no era consciente de que allí se
fabricara material para el principal grupo textil español. “Había recibido de
un proveedor del grupo —sin nuestro conocimiento y, por tanto, sin nuestra
autorización— una única orden de trabajo de 2.000 unidades”.
Otras marcas internacionales han tenido problemas similares, muchas veces
por culpa de la opacidad de sus socios locales. “Las compañías
extranjeras tienen gran responsabilidad, pero muchas veces los
empresarios bangladesíes faltan a sus promesas y subcontratan sin dar cuenta a
nadie”, apunta Amirul Haque Amin, presidente de la Federación Nacional de
Trabajadores del Textil de Bangladesh.
Poco importan esos tejemanejes en la fábrica en la que trabaja Ahmed. En el
interior, el tremendo golpeteo de las máquinas impide oír siquiera los propios
pensamientos, y el adolescente ríe con ganas cuando se le pregunta si tiene
protección para sus tímpanos. Apunta con su dedo índice a los pies descalzos, y
asegura que lo que le preocupan son las agujas que se caen. Trabaja una media
de 11 horas al día, y tiene suerte si le pagan a tiempo los 75 takas (unos 70
céntimos de euro) que gana por jornada. “No es mucho, pero ayudo a mantener a la
familia”, asegura con orgullo indisimulado mientras posa en jarras frente a la
máquina que opera.
La uralita del techo y las planchas de metal de las paredes convierten el
lugar en un horno insufrible, pero el centenar de hombres que maneja la
maquinaria parece no acusar el calor. La única corriente de aire que circula, y
que levanta una fina capa de polvo que provoca estornudos constantes, es la que
se cuela por las rendijas que ha dejado una construcción chapucera. “Y la
puerta, que tenemos abierta para no asfixiarnos. Lo peor es en la temporada de
lluvias, cuando no hay forma de impedir que entre agua”, comenta uno de los
trabajadores, que, sin embargo, relativiza su trabajo. “Peor están los que
fabrican ladrillos o trabajan el campo”.
El capataz de la fábrica reconoce que la situación no es
ideal. “No nado en la abundancia, como los empresarios de la EPZ. Tengo
problemas para pagar a los empleados porque mis clientes me abonan los pedidos
tarde y mal. Al final, lo único que importa son el precio, la calidad y las
fechas de entrega. No cómo se produzca”.
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