El terrorismo ha dejado de ser un tabú para la narrativa
vasca
'Martutene', de Saizarbitoria, ofrece las claves de ese
cambio
Literatura e historia pueden hacer excelente pareja, a veces la hacen. No
todo es fábula en la literatura. ¿Quién si no daría cuenta del non dit,
las formas de dominación, lo simbólico? Aún así, es difícil que el historiador
que se asome a la guerra de memorias que sacude la polarizada Vasconia actual,
escape a los engranajes, las tensiones, las obediencias de los lobbys
narrativos.
Cuando en los 90 se supo que un escritor en vascuence, Atxaga, iba a
publicar un libro sobre un etarra (Gizona bere bakardadean, El hombre solo,
1993) se produjo un revuelo en la comunidad lectora. Habían pasado catorce años
desde el pionero Ehun Metro (1976, Cien metros, 1979) de Saizarbitoria. Toda la
Transición, con el inesperado despliegue de injustificable violencia que
sucedió a la muerte de Franco. Uno desde el Mugetan de Hasier Etxeberria
(1989). Un outsider, Cristóbal
Zaragoza había abordado desde un nuevo ángulo (Y Dios en la última playa,
1981) aquel universo. «Y es que las cosas han cambiado mucho desde
la Operación Ogro. Entonces se veía el fin, o queríamos verlo. Ahora, no»
medita su protagonista.
Respecto al tema «víctimas de ETA», Raul Guerra Garrido llevaba más de
diez en el filón, casi en solitario: a Lectura
insólita de El Capital (1978) le sucedieron La costumbre de morir
(1981) y La carta (1990). Salvo Guerra, tanto la literatura en euskera
como en castellano «sobrevuelan» el tema. Guerra fue un adelantado, como lo fue
Mikel Hernández Abaitua con Etorriko haiz nirekin/ ¿Vendrás conmigo?
(1991, 2010) y Ahotsak (1996). O Roberto Herrero (Los abrazos
perdidos, 1996), teatro. Y es que la narrativa apenas conseguía metabolizar
(y regurgitar) el periodo anterior, el último Franquismo. Así Saizarbitoria con
Hamaika Pauso (1995, Los pasos incontables, 1998), relato de las
últimas horas de Otaegi, uno de los cinco fusilados en 1975, según Juaristi la
gran novela de su generación.
Asesinatos como el de Yoyes
(1986) y Miguel Ángel
Blanco (1997), la vuelta a la espiral de ETA (1999), supusieron,
entre otras cosas, la ruptura de aguas del hartazgo acumulado. La narrativa, en
ambos idiomas, se lanza a reflejarlo avanzado el nuevo siglo, el tabú se
resquebraja. Con algún desfase entre las comunidades, la nacionalista vasca y
las otras, cierto; los escritores en vascuence surgen por lo general en la
primera, les atenaza la cercanía matricial, la guerra sucia, la tortura, la
podredumbre generada en la lucha contra ETA. Es desde ese desgarro como encaran
su violencia (¿cómo pudimos engendrar/tolerar esto?), el «capital
político» (las «nueces») amasado por tanto sufrimiento. ¿Cómo, cuál ha sido el
proceso, las trayectorias en el mundo cultural vasco? Miedo, perplejidad,
gregarismo, complicidad incluso, sensación de culpa a veces, algunos
oportunismos, algunas rebeliones. Sí, hubo un primer manifiesto público contra
la violencia etarra en 1980, el de los 33. Veinte años después (!!) un segundo,
algo más firmado... Se reafirma la rebelión de Hernández Abaitua en Ohe bat
ozeanoaren erdian (2001). En Jokin Muñoz (Bizia lo, 2003/ Letargo,
2005) aflora la zozobra. ¿Qué pasó entre los dos siglos? Un vuelco.
Todavía no existe una «mirada cruzada» del mismo, llegará; vendrán muchos
estudios y polémicas sobre lo escrito y sobre lo omitido, sobre silencios y
cripticismos, cuándo y en qué lengua. Pero el resultado de ese deshielo,
anterior al anuncio del cese de ETA (20/10/2011) y paralelo a su desarme moral,
es alentador. Valga citar a Fernando
Aramburu (2006), Luisa Etxenike (2008), González Sainz
(2010). Anjel Lertxundi aborda el retrato de una víctima-victimario (Etxeko
hautsak/ Los trapos sucios, 2011), Fernando Aramburu (Años lentos,
2012) la conversión de un gudari en apestado, y otro gran novelista
vasco –se dice que el mejor de todos–, nos ofrece en Martutene (Erein,
2012, 2013) algunas claves de ese vuelco. Sus personajes son criaturas
«normales», exteriores a ese mundo. Pero ETA es una (omni)presencia
metaliteraria, el agua de la pecera en la que hemos tenido que respirar estos
últimos decenios mientras sobrevenía el vuelco: «todo ha cambiado. Han cambiado
quienes como ellos, como el mismo Martín y la misma Julia, vivían las
consecuencias de la violencia casi como un fatal fenómeno accidental, y también
han cambiado las victimas. Ha cambiado todo».
La historia es algo demasiado serio para dejarla en manos de indignados. O
de quienes navegan en el acomodamiento equidistante. Necesitamos tiempo, que
rumien los novelistas enfrentando su ello y su conciencia: «trabajar en lo más
íntimo, cocinar las propias entrañas», las capas profundas del individuo, sus
bagajes, su entorno, sus raíces y querencias. En Martutene los
conflictos de fondo, los soliloquios de los protagonistas, asoman envueltos en
la tragedia colectiva que aún vivimos. Kepa, el inmigrante «integrado» de los
70. Zabaleta el nativo rebelde y con escoltas que «parecía entender y aceptar
que se le despreciara, que le considerasen traidor; quizás incluso, en alguna
medida, el mismo crea serlo. Culpable y traidor por el hecho de ser victima».
Harri, la abertzale, que envía a su hija a estudiar fuera para sacarla «de
ambiente». Pilar, hija de franquistas vascos, una pija de los 70 que empuña el
timón de su vida. Lynn, la exterioridad especular. Y, desde otras riveras:
-Julia, una conciencia que ha crecido en la compasión conforme crecía la
violencia de los suyos, «Quien más quien menos se sostiene un tiempo agarrado a
las bridas porque es duro caerse. Porque siempre es tarde para apearse. Aceptar
que el hermano, el amigo del hermano, quien podría serlo, es un asesino,
reconocer que uno mismo ha apoyado la locura, que ha justificado el crimen, que
ha vivido en una miseria moral». ¿Cómo romper en su hijo adolescente la cadena de
transmisión del victimismo?
-Martín, el escritor, lo narcísico: «Lo más relevante, sin embargo, es ese
evidente, enorme, inconmensurable sentimiento de culpa suyo que ha expresado
hablando del síndrome del sobreviviente y tras el que se intuye una enorme
necesidad de redención, un inconmensurable deseo también de ser admitido por
las victimas, de ser reconocido como victima, y los anónimos, supuestos o
reales, serán la absolución que buscaba».
-Abaitua, la carga identitaria. «Ser vasco, que incluía ser trabajador,
honrado y noble, fiel a la palabra dada y a la colectividad, que está por
encima del individuo. No olvidar lo que sin remisión somos. Una carga
identitaria que ha llegado a abrumarle y de la que nunca se sentirá
completamente libre, de la que no puede liberarse sin sentirse culpable. No es
fácil hablar de ese tema. Lo ha hecho una vez con un amigo con quien coincidió
en el servicio en el transcurso de una cena. Una charla de urinario, pues, como
las de los homosexuales cuando se revelaban su identidad sexual. Abaitua le
sondeó diciéndole que estaba harto de ser vasco, mientras se lavaba las manos.
Había habido un atentado. Estuvieron hablando en el lavabo hasta que entró otro
cliente. El amigo le dijo que le había costado un mayor desgarro interior
romper con el nacionalismo que abandonar la Iglesia y que divorciarse de su
mujer más tarde».
-Teresa Hoyos, hija de un militar asesinado en los 80: «Fue un duro golpe
para Julia porque tuvo ocasión de ver directamente las consecuencias concretas
de la violencia. Alguien cercano con quien tenía cierta intimidad había perdido
a su padre, a quien adoraba, y estaba destrozada por ello. Se sintió culpable.
Por más que se decía que ella nada tenía que ver con el asesino que había
puesto la bomba, le empezó a resultar violento tratar con ella. No tuvo el
valor de hablarle de lo que sentía y se fueron distanciando, en parte también
porque Teresa Hoyos empezó a relacionarse con gente nueva, ligada al incipiente
movimiento de víctimas».
-El diálogo roto: «Que han debido de hacerles en Intxaurrondo a esos
hombres para que hayan accedido a señalar los zulos? Y ¿los disparates que
ellos estaban dispuestos a hacer? “Me alegro de que les hayan detenido”.
Evidentemente, es lo que le respondería a su madre si se le ocurriese musitar
“Pobres chicos”, como otras veces, pero no lo hará. Ya no se atreve».
La Historia y la Historia Sagrada en Saizarbitoria,
sutilidad, maestría, lejos de aparatos retóricos, sobra de intertextos tal vez
(un libro-fetiche), salvo la frase clave, el eje moral de la reflexión: «porque
puedo olvidar y tengo que acordarme».
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