Un ex niño soldado raptado por las fuerzas de Lubanga
relata su terrible experiencia y el calvario de la reinserción en Congo
“He visto morir a mis amigos. No a
muchos. A todos”. Gestaing habla rápido, como si estuviese contando la vida de
otro o, simplemente, como si no quisiese darse cuenta de que es la suya la que
está dibujando con palabras entrecortadas. Habla mientras surfea al mismo ritmo
hiperacelerado sobre su moto Made in China por las carreteras en
construcción de Bunia, capital de Ituri, en el noreste de la República
Democrática del Congo. La ciudad es un hervidero sin ley ni Estado que recuerda
a las películas del Lejano Oeste. Hoteles, bares y tiendas surgen como hongos:
Bunia tiene una prisa tremenda por cambiar de piel en el intento, urbanístico y
económico, de borrar las profundas cicatrices de unas guerras —la de Ituri y
las dos de Congo— largas y brutales. Gestaing, como mucho, logra maquillar sus
heridas.
Ahora tiene 24 años y un trabajo de conductor de moto-taxi. En 2002 las milicias de
la UPC, la Unión de Patriotas Congoleños de Thomas Lubanga, entraron
en su casa y le robaron su adolescencia. “Los milicianos llegaron a mi aldea,
en el norte de Bunia, en el camino que va hacia las minas de Mongbwalu. Estaba
con mi madre y mis hermanas. Mi padre ya nos había abandonado por la guerra. No
teníamos nada que darles, así que me raptaron. Tenía 14 años”. No fue el peor
parado. “Conmigo atraparon también a unos niños de 8 o 9 años. Yo era de los
mayores, eso me ayudó para sobrevivir. Y además, los de la UPC no hicieron nada
a mi familia. Les bastó con capturarme”, recuerda Gestaing de su pasaje directo
a la edad adulta.
Los señores de la guerra amenazaban a los niños con violar o matar a sus
madres o hermanas, a menudo con disparos en el útero. Sin duda, la forma más
brutal y definitiva para certificar el cambio de propiedad: de la familia a la
milicia. A Gestaing le ahorraron este horror. Solo este.
Bajo Lubanga aprendió los rudimentos de su nuevo trabajo, el de niño
soldado en África. En los meses pasados al servicio de la UPC, Gestaing se
familiarizó con el machete, el Kaláshnikov y los lanzacohetes. En sus clases
mezclaban el uso de herramientas tradicionales, técnicas de tortura y
artillería ligera. “Me pusieron en las manos un Kaláshnikov y me enseñaron a
matar”. A matar a los lendu, la etnia rival, y a los de su gente, los hema, que
se atrevían a proteger al enemigo. “He matado a mucha, muchísima gente, pero o
mataba o me mataban, no tenía otra opción”, dice como disculpándose por lo que
hizo, presionado por órdenes que le superaban y cegado por el alcohol. “Nos
daban de beber, y mucho”.
Gestaing y sus amigos también tenían que matar para conquistar y proteger
la cuenca aurífera de Mongbwalu, fuente de la gran riqueza de esta provincia
nororiental, limitada al norte por Sudán del Sur y al este por Uganda, un
vecino demasiado interesado en las joyas de Ituri. Durante las dos guerras de
Congo y la de Ituri, la carretera en dirección a Mongbwalu era una de las más
peligrosas del mundo. Aún ahora se necesitan seis horas, un buen todoterreno y
un gran chófer para recorrer los 87 kilómetros que separan Bunia de las minas…
siempre que no llueva, pero esa es en la actualidad la única incógnita del
viaje. Hace unos años, este trayecto te exponía a emboscadas, raptos,
violaciones y homicidios. En aquella época las minas cambiaron a menudo de
dueño, pero este ha sido el único lugar de la región donde nunca faltó la
electricidad: nadie destrozaba las líneas de alta tensión necesarias para la
extracción. “Milagros del oro”, sintetiza con ironía Gestaing.
En la zona de Mongbwalu le enseñaron también a violar, arma no convencional
muy difundida en muchos conflictos, desde la guerra de Troya a los Balcanes.
“No he violado”, cuenta sin que nadie pueda contrastar su testimonio, “pero he
visto a amigos, a niños soldado como yo, obligados a violar y también a otros
que violaban sin obligación, empujados por la dinámica de la milicia, de la
guerra”. Según un informe del American Journal of Public Health, durante las
dos guerras del Congo y la de Ituri se violaban a cuatro mujeres cada cinco
minutos, un ritmo trepidante, marcado también por los niños soldado. En Ituri,
las milicias marcaban sus siglas a fuego sobre la piel de las mujeres violadas,
letras que se transformaban en un certificado de muerte si estas pasaban a
manos de un grupo militar enemigo.
Lubanga, con su ejército de hombres y 3.000 niños, controla Mongbwalu entre
2002 y 2003, quemando aldeas, matando, torturando y obligando a huir a 60.000
personas. “Fueron los meses más duros”, recuerda mirando el suelo Gestaing. La
región de las minas no es un territorio dulce como las colinas de Bunia, está
en el medio de la intrincada selva africana. “Es más fácil esconderse, pero
mucho más difícil moverse, y teníamos que actuar rápido”.
En marzo de 2003, el Ejército ugandés expulsa a Lubanga de Bunia. Para sus
niños no fue el fin de la historia. “Estábamos felices, pero no sabíamos qué
hacer, había un gran caos, mi aldea ya no existía. Lubanga se había ido a
Kinshasa, pero la guerra no había terminado”. El conflicto continúa con más o
menos baja intensidad hasta 2008. Entonces Gestaing recupera su libertad.
“Al final de la guerra hice lo que hicieron muchos de los milicianos:
utilicé el dinero que el Gobierno daba a quien devolvía las armas para comprar
una moto y convertirme en mototaxista”. La del taxista a dos ruedas es la
actividad por excelencia de los exguerrilleros en Ituri. Esa o la de buscador
artesanal de oro en Mongbwalu. Gestaing explica su elección: “No quería volver
a la zona de las minas. Demasiados malos recuerdos. Y, además, alguien hubiera
podido reconocerme. Prefiero vivir aquí en la ciudad, es más viva y el trabajo
es menos duro”.
Sus amigos murieron en la guerra, por las balas, la dura disciplina o las
enfermedades. Ahora tiene otros, todos mototaxistas como él. Aparecen en grupo
esperando y disputándose a los clientes en cada esquina de Bunia. Muchos tienen
la misma historia de Gestaing, la de una adolescencia robada. Un vacío lleno de
violencia que nadie ayuda a curar, también por el hecho de que no existen
psicólogos o centros de ayuda especializada en este rincón del planeta. “Salvo
unas pocas ONG internacionales, que están abandonando lentamente Bunia, nadie
se ocupa de los niños soldado aquí”, cuenta Jeanne Cécile Myamungu, una
corpulenta monja de 41 años responsable del orfanato Charité Maternelle de
Muzipela, en las afueras de Bunia. El director del hospital provincial, Clement
Asani, lo confirma: “No tenemos personal cualificado, ni recursos. El Estado
está ausente y las emergencias son otras, el paludismo, el sida, el cólera...”.
Hay algunas estructuras locales de asistencia para las mujeres violadas, pero
nada para los niños.
Gestaing no parece preocupado, encoge los hombros y mira adelante. “Hice
bien en volverme taxista, algunos de los que luchaban conmigo se gastaron el
dinero del Estado en alcohol y mujeres, y ahora se dedican a lo único que saben
hacer: robar y violar”. Un pasado de violencia que podría resurgir pronto.
Después de las tensas elecciones presidenciales de noviembre pasado, la paz en
Congo y en particular en el este del país está de nuevo en entredicho. Fuertes
vientos de guerra silban desde el norte de Kivu.
Gestaing se acomoda sobre su moto, te mira en los ojos y
escupe su futuro: “Si se vuelve a liar, no me van a joder más, no vuelvo a
matar para las milicias”. Ya no es un niño, ni quiere ser soldado.
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