El libro ‘La Iglesia católica en Galicia’ indaga en las
intrigas y luchas de poder en la institución eclesiástica durante las décadas
previas a la Guerra Civil
ALBERTO
LEYENDA Santiago de Compostela 8 JUL 2012 - 19:41
CET
Intrigas palaciegas, luchas de poder, camarillas conspirando a la sombra
del líder viejo y enfermo, filtraciones interesadas a la prensa para
desprestigiar a los rivales e historias de sexo prohibido. Parecen los
ingredientes de un bestseller o de las noticias emanadas de la Santa Sede que
semanas atrás ocuparon las portadas de los diarios. Pero no, son una parte de
las revelaciones que el historiador José Ramón Rodríguez Lago ha sacado a la
luz después de bucear en el Archivo Secreto Vaticano. Aparecen diseminadas en
La Iglesia católica en Galicia. 1910-1936, una obra llamada a convertirse en
referencia para entender el papel que la institución jugó en la comunidad
gallega en las décadas previas a la Guerra Civil.
La investigación, publicada por la editorial Andavira, viene a refutar la
idea de que la Iglesia de preguerra era un agente monolítico y anclado en el
pasado. Por el contrario, Rodríguez Lago, a través de un exhaustivo análisis,
trata de probar que la jerarquía eclesiástica intentó incorporarse al proceso
modernizador que por entonces arrancaba en Galicia. “Ha sobrevivido 2.000 años
por algo”, reflexiona, aunque en el libro se constatan las tensiones internas y
los enfrentamientos entre las sensibilidades aperturistas y las más
conservadoras. Esa voluntad transformadora, de adaptación a los tiempos, quedó
sepultada una vez instaurada la dictadura franquista.
Como la opacidad sigue siendo norma en las diócesis gallegas y sus fuentes
documentales son inaccesibles, el investigador tuvo que irse a Roma para
consultar de primera mano gran cantidad de informes y escritos redactados por
la mano de algunos de los protagonistas de la historia. De esos textos emerge, por
ejemplo, una figura que ilustra una de las caras de la Iglesia de la época:
Diego Bugallo Pita, vicario de la Diócesis de Ourense desde 1926 hasta 1945,
uno de los personajes más poderosos de la provincia, no solo en el ámbito
religioso, sino en el social y político. Bugallo accedió al cargo después de
articular una campaña de desprestigio contra su predecesor, sobre el que lanzó
falsas acusaciones de apropiación indebida y de sodomía. Como el obispo,
Florencio Cerviño, padecía los achaques de la edad, el nuevo vicario asumió
todo el poder, actuando como valido de facto. Creó una red de clientes tan
potente que ni siquiera los intentos del Vaticano para destituirle surtieron
efecto —sus críticos formularon numerosas denuncias en las que lo acusaban de
“cacique”, de ejercer dudosas prácticas económicas e incluso de no cumplir el
voto de castidad—. Después de dos años de proceso canónico para relevarlo del
cargo, la jerarquía romana dio carpetazo al asunto poco antes de las decisivas
elecciones de 1936, para no poner en riesgo el caudal de votos que Bugallo
aseguraba a la CEDA, el partido que aglutinaba a la derecha católica.
En la obra también se analiza el complejo juego a tres bandas entre Roma,
el poder de la Corte y las oligarquías locales a la hora de nombrar a los
prelados. Así, el autor llega a hablar de “galleguismo episcopal” para
referirse a una etapa, en la primera parte de la década de los 20, en la que
las cinco diócesis gallegas estuvieron comandadas por autóctonos. En ese hecho
tuvo una importancia capital Vales Faílde, capellán regio y confesor de la
esposa de Alfonso XIII, Victoria Eugenia. Su suicidio, en 1923, envuelto
todavía en cierto misterio, inició el ocaso de esa tendencia, basada en un
cierto galleguismo regionalista de raigambre conservadora y tradicionalista.
Entre las estrategias modernizadoras, Rodríguez Lago destaca el uso de
mecanismos propagandísticos como los medios de comunicación y la incorporación
de la Iglesia al capitalismo, en el que fueron clave las congregaciones
religiosas, que, apoyadas en la emergente burguesía, empezaron a actuar en las
ciudades, financiándose con la prestación de servicios —educativos y
sanitarios—. Su penetración social explicaría la posterior movilización
política de los católicos. En el polo opuesto, la pulsión más conservadora
derivaría en el nacional-catolicismo franquista, que en 1928 movió la estatua
del paladín del liberalismo gallego, Montero Ríos, desde la plaza del Obradoiro
compostelana a la excéntrica de Mazarelos, donde todavía hoy se yergue.
Los sacerdotes tenían que luchar contra arraigados cultos paganos
Y mientras, en el rural, con algunas excepciones como la
del líder agrarista Basilio Álvarez, la situación era desoladora. Los
sacerdotes, que lidiaban con una población con arraigados cultos paganos,
carecían de la formación adecuada, y su mala situación económica llevó a
algunos a buscar otras vías de enriquecimiento. A los obispos foráneos les
costaba entender la idiosincrasia del pueblo gallego y de su, en palabras del
nuncio papal Tedeschini, “correoso e insufrible clero”.
Ningún comentario:
Publicar un comentario