El enésimo proyecto para recuperar la estación de
Canfranc coincide con nuevas revelaciones sobre su papel en la huida de judíos
y miembros de la Resistencia en la II Guerra Mundial
La estación ferroviaria de Canfrac es desde hace 40 años un naufragio a los
pies de los Pirineos. Paso privilegiado entre España y Europa durante la II
Guerra Mundial, por la estación entraron en la península Ibérica tanto el oro
robado por los nazis como espías aliados o judíos que escapaban de los campos
de concentración de Hitler. Desde que en 1970 el paso francés de l'Estagnet se
cerró, ya no llegan trenes a la terminal. Solo continúan atravesando el
apeadero las iniciativas para rehabilitarlo. Ninguna se detiene demasiado
tiempo, y Canfranc sigue su lenta decadencia, esperando como un Titanic
destripado sobre la hierba, con las vísceras de vidrio y metal expuestas al
sol.
Visto que tampoco fructificará el último gran proyecto de la era del
ladrillo —un hotel de lujo anunciado en 2000— el Gobierno de Aragón anunció
hace dos semanas que comprará la terminal a Adif por el precio simbólico de
310.062 euros. Su esperanza es que un plan más modesto encuentre menos
escollos. A la espera de que se complete la operación, punto de partida para
—inversión privada mediante— la construcción de un centro universitario, un
hotel y algunos bares y comercios, las instalaciones continúan deteriorándose.
El año pasado se incendiaron dos vagones y, esta semana, un vecino del pueblo
(con 650 habitantes) impidió que unos ladrones de cobre se llevaran 23 baterías
de los trenes abandonados alrededor del edificio. Los cacos huyeron y dejaron
el botín sobre las vías muertas, entre la basura y los escombros.
Canfranc no es solo una espectacular muestra de arquitectura modernista,
ideal en la función de decorado para películas de época o sesiones fotográficas
de moda vintage como las que de vez en cuando llevan por allí a equipos
de cámaras y modelos extradelgadas. También representa uno de los puntos más
singulares de la historia moderna española. Estación internacional cogestionada
con Francia desde que en 1928, la inauguraron Alfonso XIII y el presidente galo
Gaston Doumergue. Durante la II Guerra Mundial se entrelazaron en sus vías la
red de suministro nazi y la ruta hacia la libertad de los fugitivos del Tercer
Reich. En virtud de su carácter semifrancés, también es el único punto dentro
de España donde ondeó la bandera con la esvástica nazi después de que en 1942
Vichy se apuntara a colaborar con Berlín.
El oro nazi, cuyo tráfico estaba prohibido en Europa durante la guerra, se
transportaba hasta Canfranc tanto en camión como en tren después de ser
blanqueado en los bancos suizos. Está documentado el paso de 90 toneladas por
la frontera. Una parte del metal se utilizaba para comprar en España y Portugal
wolframio para blindar los tanques nazis, pero la mayoría continuaba hasta
Lisboa y, desde allí, se embarcaba a Sudamérica. Lo que no podían evitar los
alemanes es que los mismos convoyes del oro transportaran en sus bajos a
paracaidistas aliados, espías o documentos de la Resistencia francesa camino de
Argelia o Londres.
A medida que se ha ido profundizando en los secretos de la estación, siguen
llegando revelaciones sobre estos intercambios. En el libro de reciente
publicación Canfranc. El oro y los nazis (Mira Editores), el periodista
Ramón J. Campo, principal impulsor de las investigaciones alrededor de la estación,
plantea un importante descubrimiento. Se trata de la identificación de 272
extranjeros (la mayoría judíos de toda Europa, pero también periodistas
británicos, directores de cine alemanes o ciudadanos canadienses) que Franco
ordenó encarcelar en la Torre del Reloj de Jaca tras atraparlos en su fuga de
los alemanes por los Pirineos.
La posición del franquismo respecto a la permeabilidad de sus fronteras
durante la contienda mundial fue inconstante y oportunista. A lo largo de la
primera parte de la guerra, Canfranc sirvió de gatera para miles de refugiados
que aprovechaban el discutible carácter neutral de España para escurrirse de
los nazis. Los refugiados se bajaban con un suspiro de alivio en el vestíbulo
de la estación, los agentes franceses les ponían en el pasaporte el sello de
salida y pasaban a España. Así funcionó el sistema hasta que en noviembre de
1942 en el puesto se instalaron 50 militares de la Brigada de Cazadores de
Montaña de Baviera. En ese momento se acabaron las medias tintas y la Gestapo
comenzó a detener y deportar a todo refugiado que se le cruzara. El vestíbulo
de la terminal pasó de puerta de la libertad a escenario de amargura para
familias que habían recorrido media Europa antes de caer en poder de sus
verdugos. Lo comprobó Joseph Lapuyade, uno de los prisioneros de la cárcel de
Jaca cuyo caso está documentado. El francés, tras escapar de los nazis que le
habían detenido para interrogarlo, se escondió en Pau en un tren guardando en
el puño las reseñas de un aduanero de la estación internacional que debía
ayudarle. No pudo ser y terminó detenido.
La caminata por los Pirineos quedó consecuentemente como única forma de
entrar en el país. Los fugados solían contactar en Pau con guías que les
ayudaban a pasar la frontera por unos 5.000 francos. Una vez en España, debían
valerse ellos solos, por lo que no era raro que se perdieran y muriesen de frío
en los pasillos de hielo de las montañas. Lo que no cambiaba es que su destino
seguía siendo Canfranc, porque el tren hacia Lisboa o Algeciras representaba la
única forma de burlar a la policía.
Dentro de la lógica móvil de la dictadura, hasta 1942 muchos de los
carabineros que vigilaban la frontera colaboraron con los refugiados guiándolos
hacia Canfranc. Sin embargo, cuando se recrudeció la presión alemana, los
españoles enfoscaron los pasos y pasaron a detener a todos los fugitivos. Las
celdas jaquesas servían de paso previo al campo de concentración de Miranda de
Ebro, desde donde se deportaba a los prisioneros a sus países o a las zonas
aliadas del norte de África.
Los informes que los funcionarios franquistas han dejado sobre los presos
plantean que existía un millón de razones para huir de los nazis. Una parte
importante de los fugitivos eran franceses que querían evitar “ser llevados a
Alemania a trabajar en las industrias”; junto a ellos, abundaban los judíos
provenientes de países del Este “portadores de cantidades considerables de
alhajas y oro”. Los documentos retratan separaciones dramáticas, como la de
Madelaine Wayemus, una francesa detenida cuando intentaba encontrarse con su
marido, Lajb Kirzsbaum, polaco judío que ya estaba en el campo de concentración
de Miranda de Ebro. La mujer confesó que había dejado a su hijo de dos años en
Francia con la esperanza de que más adelante pudiera reunirse con ellos
mediante un ferroviario que pasaría por Canfranc.
Una vertiente de preso más aguerrido la representaba un tal Marcel Proust
que, en lugar de dedicarse a la contemplación de magdalenas, era teniente de
aviación de camino a África “para luchar con los aliados”. El 26 de marzo de
1943 ingresó en Jaca con su hermano, sargento, tras ser detenidos en Biescas.
El funcionario apuntó: “[Marcel Proust] tiene opinión mala de los alemanes en
todos los conceptos”. En los informes no se especifica en qué fecha ni con qué
destino salió de la cárcel.
Ahora Campo y otros investigadores insisten en la necesidad de acelerar la
recuperación de la estación y abrir un museo antes de que la memoria de los sucesos
se pierda. Para comprender lo frágil que es esta, bastan unas palabras con
Jeannine Le Lay, hija del antiguo jefe de la aduana francesa en Canfranc y
miembro de una red de espionaje que nacía en la estación. En una breve
conversación telefónica con EL PAÍS, Le Lay explica que está muy enferma y no
se encuentra con ánimo para alharacas. Ella es testigo y coprotagonista de uno
de uno de los episodios más pintorescos de la historia de Canfranc: la huida de
su padre a Argel ante la evidencia de que los nazis y la policía franquista se
disponían a capturarlo.
Pieza clave en la comunicación entre Francia y los estados mayores de Reino
Unido y EE UU, el bretón Albert Le Lay facilitó el paso en ambos sentidos de
muchos secretos, espías y maquinaria al servicio de la Resistencia. Entre sus
hazañas se encuentran la de introducir en Francia vía España el primer
transmisor que permitió a los resistentes de París comunicarse con Londres. Muy
pocos de los vecinos del pueblo oscense se imaginaban que el cortés Le Lay,
siempre impertérrito, pasó un año aguantando sobre su nuca el aliento de la
Gestapo después de que esta desmantelara la red de espionaje a la que
pertenecía. Una tarde de 1943, conocedor de que los alemanes llegarían a por él
en el tren de las nueve de la mañana siguiente, el aduanero, su mujer y su hijo
pequeño escaparon de Canfranc fingiendo un paseo por las vías de tren. A pie y
con candiles, cruzaron dos túneles en dirección a Zaragoza hasta que llegó a
buscarlos un taxi que les había enviado desde la capital aragonesa un
colaborador. Actuando de señuelo, su hija adolescente Jeannine se quedó en el
pueblo y esperó para escabullirse en el tren justamente anterior a la llegada
de los nazis. Al descubrir que el espía había volado, los alemanes ordenaron a
la policía española seguir a Jeannine hasta Zaragoza. Esperando darles
esquinazo, la chica se escondió en casa de un médico con cuyo hijo acabaría
casándose, Víctor Fairén. La policía no desistió y se plantó en la puerta del
doctor, que tuvo que inventarse una enfermedad contagiosa para que la policía
no detuviera e interrogase a su futura nuera. Ajeno a este vodevil, Albert Le
Lay siguió su camino hasta Argel. Por carretera hasta Sevilla; a Gibraltar a
bordo de un barco en el que se camufló de marinero, y finalmente hasta Argel en
avión. Después de la guerra, el aduanero aún regresó a Canfranc rechazando el
puesto que cuentan que le ofreció Charles De Gaulle en su Gobierno. Nunca le
gustó hablar de sus aventuras durante la guerra. Simplemente opinaba que hizo
lo que le tocaba hacer.
Estas son solo algunas de las historias de la estación. Todos los
descubrimientos han llegado de forma encadenada. El disparo de salida lo dio el
hallazgo de Jonathan Díaz,
un conductor de autobuses francés que, paseando una tarde del año 2000 por las
vías igual que si fuera Le Lay, encontró unos papelotes
que revelaban la existencia de los trenes del oro. A partir de esa
chispa muchos hijos comenzaron a recordar aventuras que les habían oído a sus
mayores: trabajadores de la aduana que cargaron lingotes suizos, curiosos que
llegaron a vislumbrar pinturas y cajas de relojes dentro de camiones alemanes,
padres que fueron a la cárcel por ayudar a la Resistencia...
Hace cuatro años, mientras Ramón J. Campo
almorzaba en Canfranc con Dolores Pardo, una costurera que había
pasado documentos muy secretos en el tren a Zaragoza, se acercó a ellos la
camarera. “¿Son ustedes los del oro?”, preguntó. “Aquí sabemos muchas
historias. Hace poco vino una anciana americana con su hija, aunque hablaban
alemán. Quería enseñarle por dónde huyó de los nazis”. De ese relato sale otro
de los capítulos del libro de Campo.
Cruzando los dedos, en el pueblo esperan que la apertura
de un museo sirva para seguir tirando del hilo de su historia antes de que sea
demasiado tarde. En la última década, Aragón ha invertido ocho millones de
euros para evitar que la histórica estación pirenáica se desmorone. Gracias a
ellos la estructura y el techo aguantan, pero el interior sigue siendo un
desastre. Solo arreglar el vestíbulo se calcula que costará más de tres
millones de euros, y ni en la mejor de las previsiones se espera que este paso
previo a la reutilización del espacio sea posible antes de 2014; y eso contando
con la cada vez más esquiva posibilidad de que la crisis permita reactivar el
mercado inmobiliario. No parece aconsejable albergar grandes expectativas, al
menos a corto plazo. Una vez muertos los héroes, todo son decepciones.
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