La huelga de 1962 de los mineros asturianos, conocida como la huelgona, que
rápidamente se extendió por el resto del país, supuso la primera derrota del
régimen de Franco ante el incipiente movimiento obrero.
ALEJANDRO TORRÚS Madrid 28/07/2012 21:24 Actualizado: 29/07/2012 18:10
Manifestación en Bruxelas en apoio dos mineiros |
El 15 de
mayo de 1962 el régimen de Franco, personificado en el ministro secretario
general del movimiento José Solís, se vio obligado a viajar hasta Oviedo para
reunirse con representantes de mineros asturianos. Tenía que poner fin a una
huelga -conocida como la huelgona- que duraba más de un mes y que
comenzaba a expandirse por el resto del país. “¡Qué cabrones sois! Tenéis
esperando al ministro una hora!”, espetó Solís a los representantes sindicales
por saludo. Ocho días después, el Boletín Oficial del Estado recogió un
incremento de 75 pesetas en el precio de la tonelada de carbón, a repartir
entre los trabajadores, y permitió la creación de comisiones de representantes
obreros para negociar los conflictos futuros. El régimen de Franco había
dado su brazo a torcer ante los trabajadores por primera vez.
“Fue una victoria
sin paliativos. Sufrimos la represión antes, durante y después, pero
ganamos”, recuerda Vicente Gutiérrez, exminero de la cuenca del Nalón,
'deportado' por el régimen a Soria en agosto de 1962 por considerarlo “peligroso”.
Ni la
declaración de Estado de excepción, los encarcelamientos, o el cierre de los
supermercados habían hecho retroceder a los mineros en sus pretensiones de
mejora de sus condiciones laborales desde que el 7 de abril, en el pozo
Nicolasa, la empresa Fábrica de Mieres suspendiera de empleo y sueldo a siete
picadores. Al día siguiente la mayoría de los trabajadores no bajaron a la
mina. En una semana, todas las minas cercanas estaban en huelga. A la
siguiente, la huelga llegaba a La Camocha (Gijón) y ya sumaban más de 50.000
mineros. En un mes, ya había focos de insurreción en las principales ciudades
del país junto a los Altos Hornos de Vizcaya.
“La Guardia
Civil y la Policía secreta iban a nuestra a buscarnos, te abrían la puerta y te
llevaban con ellos. Te registraban todo y después te daban en una paliza
para que delataras a algún compañero. Hoy día no se puede ni concebir lo
que pasó en aquellos cuarteles y comisarias”, cuenta Vicente Gutiérrez.
A la
protesta obrera también se sumaron un importante grupo de intelectuales,
encabezado por Menéndez Pidal (director de la RAE), que emitieron un manifiesto
de apoyo a los mineros. Armando López Salina, locutor en la radio La Pirenaica,
fue uno de los promotores. “Cuando pensamos en el manifiesto pretendimos
encabezarlo por la figura más relevante posible. Así que fuimos a ver al
presidente de la Academia Menendez Pidal. Tras leer nuestro manifiesto y hacer
unas cuantas correciones de estilo dijo: 'Si esto es contra el cabrón de
Franco, firmo'”, recuerda.
La huelga
silenciosa, la que había nacido en una olvidada cuenca asturiana y se había
extendido de manera vertiginosa mediante el boca a boca y la solidaridad
obrera, ya era información de portada de los grandes periódicos
internacionales. El régimen de Franco volvía a estar en el punto de mira de
Occidente. “Se generan protestas en media Europa y declaraciones de apoyo a
los huelguistas. Los partidos socialdemócratas europeos se solidarizan con los
trabajadores y recuerdan que la dictadura de Franco es inaceptable”, explica
Rubén Vega, profesor de Historia Contemporánea de
la Universidad de Oviedo.
Cohibido
ante la mirada de Europa y sorprendido por el avance de las protestas, la
dictadura incrementa en 75 pesetas el precio de la tonelada de carbón,
plusvalía que sería repartida entre los trabajadores, y permitió la creación de
comisiones de representantes obreros para negociar los conflictos futuros. “En
los 40 años de dictadura nunca ocurre que ministro se desplace hasta el lugar
de conflicto y ceda a las peticiones obreras. La huelga minera supone la
primera victoria a la dictadura y marca una bisagra entre las dos mitades del
franquismo. Surge un movimiento contestarario”, analiza Rubén Vega.
Maíz para
los esquiroles
En el
mantenimiento y extensión de la lucha obrera desarrollaron un papel fundamental
las mujeres de los mineros convenciendo a los esquiroles, combatiendo la
guerra del hambre que el régimen estaba practicando y organizando asambleas
para extender la huelga. “Nos encerramos en la catedral y cada mañana salíamos
a la puerta con pancartas que pedían la libertad de los presos políticos”,
apunta Anita Sirgo, una de las mujeres más activas durante la huelga. Antes del
encierro, habían conseguido la unidad entre todas las cuencas visitando cada
casa puerta por puerta y “creando remordimientos de conciencia” a los
esquiroles.
“Nos
quedábamos a las puertas del pozo para echar maíz al paso de los esquiroles. El
mensaje estaba claro: los estábamos llamando gallinas por no sumarse a la
lucha. Ellos ya sabían lo que significaba y no hacía falta ninguna
explicación. Nos conocíamos todos perfectamente. Daban media vuelta y se iban
voluntariamente”, recuerda Anita, quien estuvo encarcelada durante seis meses,
donde le cortaron el pelo y fue maltratada por las fuerzas del Estado.
La lucha
actual
A
Anita le cambia la voz cuando habla de la entrada a Madrid de la marcha negra
el 11 de julio. “En ocho meses se están llevando todo por lo que luchamos
tanto. Esta situación me recuerda a la de tantos años atrás, pero no hay que
dejar de luchar”, reclama Anita. Vicente Gutiérrez se desplazó hasta Madrid
para ver a los mineros entrar. Él ya está jubilado pero la lucha de sus
sucesores es la misma que la suya, aunque Vicente diferencia al enemigo. “Antes
luchábamos contra la dictadura de Franco y los fascistas, ahora luchamos
contra la dictadura de los mercados y un Gobierno a su servicio que no
cumple lo que pacta”, sentencia Vicente.
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