Once historiadores diseccionan la figura del dictador
Franco
Franco
organizó la Guerra Civil para derribar la República. Una vez logrado su
objetivo usó el poder para ensañarse con sus adversarios. Un grupo de
historiadores analizan los gestos y la personalidad de un dictador cuya
crueldad alcanzó, entre otros, la protección del palio.
Franco. La crueldad
Por ÁNGEL VIÑAS
Hay aspectos en Franco que no dejan de sorprenderme. Su capacidad de actuar
jugando con todas sus cartas contra su pecho. Su cautela llevada al límite. Su
sabio aprovechamiento de la coyuntura, en su provecho. La falta de pudor con
que pocos días más tarde se autopresentó ante Hitler
como el cabecilla de la sublevación. O la forma en que engañó como chinos a los
agentes del SIM italianos. Su total desprecio por la vida humana. Una anécdota,
que me contó hace años un testigo, uno de los emisarios que envió a Hitler, se
me ha quedado grabada. Un oficial se presentó a Franco para ver si podía
conseguir que se perdonara a dos chavalas que habían usado mosquetones contra
los sublevados. La respuesta de Franco fue glacial: ya conoce usted las
órdenes. Ejecútelas. El oficial salió temblando. No todos eran killers.
Pero las chicas no se salvaron.
Carecía de fibra moral. No había sido un genio en la política, en la
milicia, en la economía o en la formación técnica. Su capacidad para la
traición. La sublevación la reacondicionó de tal manera que los deseos de los
monárquicos que confiaban en él se quedaron en agua de borrajas. La inversión
en terror que promovió, incluso por medios que chocan en comparación con la
Italia mussoliniana y el Tercer Reich, fue el legado sangriento que ha
dejado en la historia de España.
Ángel Viñas es historiador, autor de La conspiración del general
Franco.
EL llorón
Por PAUL PRESTON
Aunque implacablemente cruel con sus enemigos y fríamente distante con sus
subordinados, era de lágrima fácil. Las limitaciones emocionales de su infancia
se reflejaban en la madurez en un profundo sentido de privación y la
consiguiente autocompasión: lloró el día de su primera comunión; lloraba al
hablar de Alfonso XIII; lloraba cuando hablaba de la ayuda recibida de
Portugal, Italia y Alemania durante la guerra. En las pruebas de su encuentro con
Hitler se veía que sus ojos empapados le brillaban de emoción. Se le
llenaron los ojos de lágrimas al recordar la vergüenza de Pétain cuando tuvo
que pedir el armisticio, olvidando cómo él mismo había intentado explotar la
debilidad francesa para ocupar parte del imperio francés en el norte de África.
Franco estaba embargado de emoción durante la visita de
Eisenhower y lloró en el banquete que se dio en el palacio de
Oriente visiblemente conmovido por estar en términos de familiaridad con el
presidente de EE UU. Se emocionó el día que recibió un doctorado honorífico de
la Pontificia de Salamanca. Tal emoción contrastaba con la frialdad con que
contemplaba masivas sentencias de muerte. Y la llorosa gratitud por la ayuda
portuguesa durante la guerra no le impidió acariciar la idea de una anexión de
Portugal para una España más grande.
El tono de resentimiento y de lástima de sí mismo fue una de las fuerzas
motivadoras que le condujeron a la grandeza. Numerosas anécdotas de su vida
evocan al chiquillo oprimido que debió de ser: un día en Alcañiz durante la
guerra, al ver a sus oficiales tomando un aperitivo, salió de su cuartel y dijo
en voz quejica a uno de sus generales: “¿Es que yo no puedo tomar una copa?”.
Sólido comilón, se quejó un día ante su guiso de carne favorito, “como soy el
jefe del Estado, me ponen el ragú con mucha carne, y resulta que a mí también
me gustan mucho las patatas”. Se sentía a gusto sintiéndose privado. La
autocompasión se veía en muchos de sus discursos, pero quizás el ejemplo más
llamativo fue el 7 de marzo de 1946 en el Museo del Ejército. Hablando de la
hostilidad internacional, aseguró: “Nosotros somos a los que menos puede
sorprender, pues jamás se nos habló de otra cosa que de sacrificios e
incomodidades, de austeridad y largas vigilias, de servicios y de centinelas.
Pero en este servicio, a vosotros os corresponde alguna vez el descanso, y a mí
no; yo soy el centinela que nunca es relevado, el que recibe los telegramas
ingratos y dicta las soluciones; el que vigila mientras los demás duermen”.
Paul Preston, catedrático en la London School of Economics, es autor
de El gran manipulador. La mentira cotidiana de Franco.
El saludo blando
Por JOAN MARIA THOMAS
Las imágenes saludando vistiendo uniforme del Ejército con los añadidos de
cuello azul y boina roja fueron muy corrientes a lo largo de su régimen. Tal
multicoloridad representaba los tres sectores que nutrieron el bando rebelde en
la Guerra Civil: militares, falangistas y carlistas. Al primero pertenecía el
llamado Caudillo y de los demás se incautó el 19 de abril de 1937, vía
promulgación de un Decreto de Unificación que creó el partido único Falange
Española Tradicionalista y de las JONS. Un partido fascista en el que los
camisas viejas aceptaron participar creyendo que Franco y su consejero Serrano Súñer construirían
un auténtico Estado fascista. Pero no lo hicieron, sino un régimen
representativo de los rebeldes y sus apoyos civiles, bajo la jefatura
indiscutible y (casi) eterna del dictador. La progresiva castración del sueño
falangista no fue demasiado cruenta, y cuando se vio lo que en realidad se
pretendía, tan solo unos pocos falangistas dimitieron (como Ridruejo en 1942).
La triunfante Falange de Franco quedaría para siempre. Ni más ni menos que
hasta abril de 1977, cuando se disolvió por decreto, tras cambiar de nombre y
llamarse Movimiento. Sus militantes disfrutarían durante años de empleos,
sinecuras, pisos e influencias, aún soñando unos pocos de ellos en una
“revolución pendiente” que nunca llegó. En realidad se convirtieron en el apoyo
civil más incondicional de Franco, ya que a él y solo a él todo se lo debían.
El poco enérgico saludo del Caudillo ejemplifica su versión del fascismo. Blando.
Nada terso, como gustaban de decir nuestros fascistas.
Joan Maria Thomas es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universitat Rovira i
Virgili. Autor de Los fascismos españoles.
Franco, la voz y el carisma
Por JULIÁN CASANOVA
Los déspotas modernos dedicaron mucha atención a la construcción de su
imagen pública, al cuidado del estilo y de la pose en los discursos y
apariciones públicas. Si hubiese que concretar en un caso histórico el “tipo
ideal” de “autoridad carismática” que teorizó Max Weber, ese sería Hitler. El
liderazgo de Franco tuvo, por el contrario, poco de carismático y para
ejercerlo no necesitó de la dramatización. Ni de la voz. Era atiplada y sonaba
casi infantil, poco agradable. Nunca empleaba una entonación variada y sus
discursos eran monótonos y aburridos. ¿Para qué quería una dicción clara,
armónica o limpia, una voz que transmitiera credibilidad y seguridad? Franco no
conquistó el poder dirigiendo un partido de masas, ni nunca tuvo que convencer
a los votantes. Llegó al mando supremo a través de las armas y después ya se
encargó la Iglesia de moldear su imagen de “gran católico cruzado”. Era el
elegido por la divina providencia para guiar a los españoles por el buen
camino. Pese a su voz atiplada y poco enérgica.
Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad
de Zaragoza, es autor de República y Guerra Civil.
La sonrisa de Franco
Por ISMAEL SAZ
En 1937, Franco era casi todo. Pero le faltaba algo para ser como los
grandes caudillos fascistas Hitler y Mussolini, genuinos caudillos populares,
dotados de todos los elementos que, se supone, configuran el carisma. Ni por
sus orígenes sociales, ni por su trayectoria política, ni por su capacidad de
comunicación, ni por su figura corporal, ni por su voz atiplada Franco parecía
dar la talla del auténtico caudillo fascista. Lo constató pronto el primer
embajador de la Italia fascista en España, Roberto Cantalupo. Ante unas masas
entregadas al grito de “¡Franco, Franco, Franco!”, el caudillo “fue incapaz de
decir algo a la gente que le aplaudía y esperaba una arenga... se había vuelto
frío, vidrioso y femenino”. Todo un problema en la Europa fascista y carismática.
Muchos franquistas pusieron manos a la obra y encontraron la solución, la
sonrisa. Como dijo Giménez Caballero, Franco no tenía “la mirada y la forma de
emproar la mandíbula” de Mussolini, o el “aire entre marcial y popular, entre
doctoral y solemne” de Hitler, pero tenía la sonrisa, y esta le confería una
“ternura paternal y maternal a la vez”. “Capitán de la sonrisa blanca”; de la
sonrisa gentil y natural, aroma de optimismo y rúbrica de victoria; sonrisa
resplandeciente que transmitía “fe y amor”, escribió Manuel Machado; sonrisa
“como una rosa en flor” ofrecida por un hada maravillosa a un recién nacido
Franco, compuso Pemán.
Convertido por mor de su sonrisa en pacificador y reconciliador de los
españoles, amado por ellos, de los que podía ser padre y madre a la vez, la
imagen del Franco sonriente parecía haber dado con la clave de aquel quantum
de carisma que le faltaba. La estrategia tuvo éxito. Sin embargo, era una
sonrisa extraña. Tras ella había un cerebro “calculador, frío y metódico” que
sabía esperar y decidir en el momento oportuno, se dijo en la prensa de la
época. Buena percepción sin duda, como lo sería aquella otra de Samuel Ros
cuando hablaba del “acento más firme de la sonrisa que una veces dibujan sus
labios y otras veces ocultan sus labios”. Grandes virtudes para los franquistas
que esto escribían, pero fundados motivos de inquietud para los que no lo eran.
Ismael Saz es catedrático
de Historia Contemporánea de la Universitat de València. Autor de Fascismo y
franquismo.
El cuerpo de Franco
Por ENRIQUE MORADIELLOS
El cuerpo de Franco sufrió unos cambios considerables a lo largo de su vida
adulta. En el caso de Franco, esa transformación de su fisonomía externa dejó
patente tres grandes momentos: 1. El joven oficial de pequeña estatura (1,64
metros), acusada delgadez, rostro aniñado y barbilampiño y voz fina y atiplada.
2. El maduro general victorioso y omnipotente de los años cuarenta, con porte
más soberbio y altanero, apreciable tendencia a la gordura y marcado sobrepeso.
3. El anciano dictador de los primeros años setenta, enfermo y tembloroso, con
notoria rigidez corporal y facial y un hilo de voz apenas audible y
bisbiseante. La primera imagen corporal descrita corresponde a su etapa de
joven oficial “africanista” de Infantería de ligeros aires románticos que se
curte con valor en las artes marciales en una cruenta guerra colonial en el
Protectorado de Marruecos. La segunda imagen, antológica del primer franquismo,
es la propia de un temible “Caudillo de la Victoria” que ha vencido en una
guerra civil fratricida y levanta sobre su triunfo un régimen de dictadura
caudillista con plenos poderes y sin fecha de caducidad. La tercera imagen
evidencia la decrepitud física de un anciano débil y vulnerable que oficiaba
como severo y anacrónico patriarca de una España irreconocible para su
generación y cada vez más compleja y conflictiva.
Enrique
Moradiellos, historiador, es autor
de La España de Franco. Política y sociedad.
La niña de sus ojos
Por VICENTE SÁNCHEZ-BIOSCA
La mirada de Franco carecía de la electricidad de Hitler, del exceso de
Mussolini, de la opacidad de Stalin. Su adustez quizá encarnara la severidad
castrense, su desprecio por la seducción. Cuentan que los soldados a los que
mandaba la temían por implacable, pero esta no quedó, que yo sepa, impresa
jamás. La que circuló se fue haciendo más y más impenetrable. Hay una foto de
Franco que perfora mis noches. Un grupo de jerarcas del régimen sale de una
gala: los ministros Iturmendi y Barroso flanquean al matrimonio. La esposa luce
su collar de perlas y recoge púdicamente su vestido largo. El Caudillo, ya
orondo, luce sus laureles en su traje de gala. Carmen Polo sonríe con
compostura; el resto vacila entre una alegría moderada y la tediosa etiqueta.
En cambio, los ojos de Franco se tuercen respeto al eje de la fotografía y su
mirada de reojo taladra a alguien situado apenas un paso fuera del encuadre. El
gesto no estaba previsto y escapó probablemente a quien la difundió. Pero creo
percibir en ella, agazapada, la mirada fulminante evocada por aquellos
legionarios de antaño y presiento que si fuera capaz de entender esta mirada,
habría penetrado el sentido de toda una época.
Vicente Sánchez-Biosca es catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Valencia.
Autor de Imágenes en migración: iconos de la Guerra Civil.
La representación
Por ZIRA BOX
El dictador emergió simbólicamente de la guerra alzado a la tribuna de los
vencedores. Franco presidía triunfal el desfile de la Victoria. Era el 19 de
mayo de 1939 y la imagen, aquella que le mostraba como el invicto Caudillo
ganador de la guerra, se iba a convertir en una omnipresente reproducción a lo
largo de los años posteriores. Casi nada fue dejado a la improvisación. En el
caso de los cuadros, el cuerpo de Franco se idealizó y adelgazó, y en el de las
fotografías, se iluminó y retocó. Su rostro casi siempre lució serio y severo,
sereno y grave, a tono con los tiempos que acontecían. Se le esculpió a
caballo, emulando a los guerreros clásicos; se le mostró de pie, con pose
aristocrática. Y se le sentó, como si de un monarca se tratara. Su represtación
fue cambiando al ritmo de la propia dictadura. Así, su exhibición comenzó con
el Caudillo militar para que después, y de forma progresiva, fuera apareciendo
el hombre político, el estadista que también reconstruía la paz. El paso de los
años hizo que primase su parte humana: el gobernante aficionado al campo, la
caza o la pesca, junto al hombre familiar, el padre que se convertiría en un
abuelo gustoso de rodearse de sus nietos. Al final, el otrora triunfal Caudillo
y general se trocó en anciano: una descontextualizada reproducción de un
hombrecillo delgado y avejentado dentro de un país que, por aquel entonces,
ansiaba ya por abrir las ventanas a la libertad y la modernidad.
Zira Box es profesora
de Historia del Pensamiento Político de la UNED, autora de España, año cero.
Bajo palio
Por GIULIANA DI FEBO
Durante su dictadura Franco fue el centro de ceremonias y ritos destinados
a subrayar su condición de enviado de la Providencia. El modelo ritual fue
inaugurado en diciembre de 1937 con motivo de la jura en Burgos del I Consejo
Nacional de Falange. La ceremonia se desarrolló en el monasterio de Santa María
de las Huelgas. Fue un rito de fundación del Nuevo Estado nacionalcatólico y de
celebración de Franco como “Caudillo supremo”. Las fuerzas del Ejército
desplegadas en vistosa parada, la Falange llegada de los frentes de combate, el
paso de las tropas marroquíes y la escolta mora. Franco entraba en la iglesia
para oír misa mientras el órgano tocaba el Te Deum laudamus. Ya en la
sala Capitular, sentado en un trono con dosel de damasco rojo, después de haber
jurado sobre los Evangelios ante el cardenal Gomá su fidelidad a España y a
Falange, asistió al desfile y a la jura de los consejeros. La ceremonia
ilustraba la sacralidad del pacto entre Franco y una jerarquía eclesiástica
garante de la reciprocidad del vínculo entre las instituciones del régimen. Era
la primera etapa de un proceso que culminó en la ceremonia de la ofrenda de la
espada de la Victoria en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid en 1939. El
“generalísimo” se dirigía hacia la iglesia saludado por blancas palmas que
añadían a la escena un toque bíblico. Se acercaba al altar caminando bajo
palio, una modalidad litúrgica reservada a los reyes, a los obispos y al
Santísimo Sacramento. Después de una solemne ceremonia evocadora de ritos medievales,
depositaba su espada gloriosa. La Ofrenda concluyó con la bendición de Gomá y
un abrazo entre los dos. Salvas de artillería y repiques de campana festejaron
la aparición en la plaza de un “generalísimo” que “no pudo contener el llanto”,
pero ya consagrado “Caudillo por la gracia de Dios”.
Giuliana Di Febo, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Roma. Autora
de Ritos de guerra y de victoria en la España franquista.
Atado y bien atado
Por SANTOS JULIÁ
Fue en el cerro de Garabitas en mayo de 1962. Para responder a las
embestidas contra la patria la Hermandad de Alféreces Provisionales convocó una
gran concentración en este sagrado lugar de su memoria histórica. La guerra no
terminó en la victoria, dijo Franco, y quienes torpemente especulaban con sus
años debían saber que se sentía joven y que detrás de él “todo quedará bien
atado y garantizado por la voluntad de los españoles y por la guardia fiel e
insuperable de nuestros ejércitos”. Nuestra obra, terminó diciendo, es el
mandato de nuestros muertos.
Pero no sería hasta el 22 de julio de 1969, ante las Cortes, convocadas
para aprobar la ley que declaraba al príncipe Juan Carlos de Borbón heredero a
título de rey, cuando encontró la fórmula definitiva. De nuevo, la memoria de
la guerra y el recuerdo de los muertos. Lo que hacemos hoy, añadió, no es una
restauración, es una instauración. Y cuando “mi Capitanía llegue a faltaros la
decisión que hoy vamos a tomar contribuirá a que todo quede atado y bien atado
para el futuro”. Habían pasado 30 años del fin de la guerra y así quedaba
instaurada la Monarquía del Movimiento Nacional. Dueño del tiempo y de la
memoria, Franco se sintió aquel día como Dios, alfa y omega de la historia.
Santos Juliá, catedrático de Historia Social y del Pensamiento
Político de la UNED, es autor de La violencia política en la España del
siglo XX.
Franco como obsesión
Por JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO
Vivimos, en los últimos lustros de la dictadura, cosas extraordinarias,
nunca vistas. Carreteras atascadas (término nuevo), hasta donde alcanzaba la
vista. Un atardecer, en una de aquellas situaciones inéditas, me asaltó la
sospecha de que Franco se hubiera
muerto. Podía ser un síntoma de que el edificio se colapsaba. Y el
colapso tenía que comenzar por la desaparición de la piedra angular, que era
él, el padre incoloro y silencioso, pequeñito, de voz atiplada, casi inaudible,
pero a la vez omnipresente, conocedor de todo y causa de todo. Cuando muera,
repetíamos, porque algún día tendrá que morir. Pero era hablar por hablar
porque, en el fondo, nadie se lo creía. Nuestras vidas eran inimaginables sin
aquella referencia a la que odiar y temer, a la que culpar de todo. En nuestras
primeras discusiones políticas, le habíamos disculpado: había enchufes y
chabolas, sí, pero solo porque él no se enteraba, porque estaba rodeado de
gentes que le ocultaban la realidad para aprovecharse. Pasamos más tarde a
maldecirle, a culparle de todo. De lo que no podíamos hacernos a la idea es de
que un día, de verdad, viviríamos sin aquella losa encima.
José Álvarez
Junco, catedrático de Historia de la
Universidad Complutense, es autor de Mater dolorosa.
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