En tres novelas, Marie Vieux-Chauvet describió la
geografía haitiana de la dictadura de Duvalier
Entre los libros que Enrique Vila-Matas aún no ha escrito está la historia
de los autores náufragos. Podría llamarse Crusoe y Compañía, y trataría
de obras rescatadas de un olvido anunciado para convertirse luego en los
clásicos de generaciones futuras. Entre las primeras estarían las de Lucrecio y
Catulo; entre las últimas, las de Nina Berberova, Irène Némirovsky y Sándor
Márai. Un capítulo notable estaría dedicado a la extraordinaria escritora
haitiana Marie Vieux-Chauvet.
La principal obra de Vieux-Chauvet, Amor, ira y locura, fue
publicada en Francia por Gallimard en 1968. Poco después, por miedo a las
represalias del sangriento dictador de Haití Papa Doc Duvalier,
Vieux-Chauvet pidió a la editorial que retirase el libro de las ventas,
mientras se exiliaba en Nueva York, donde murió en 1973. Siempre con el mismo
temor, su marido recuperó tantos ejemplares como pudo de los pocos distribuidos
y los destruyó. Una edición pirata apareció en 2003, pero el libro solo tuvo
una existencia de fantasma hasta que, en 2005, otra editorial francesa volvió a
publicarlo. Esta vez Amor, ira y locura fue un éxito internacional
imparable. Tal vez Vila-Matas robe el epígrafe de su futuro libro a Manuel
Rivas: Los libros arden mal.
Amor, ira y locura, muy
diestramente traducida del francés por José Ramón Monreal, consiste en tres
novelas cortas que, sin embargo, no pretenden ser eslabones de una misma cadena
narrativa: personajes distintos viven tragedias distintas en cada una de las
tres partes, pero el tono lírico de crónica prodigiosa y la atmósfera de
implacable pesadilla desborda de una en otra y confiere al conjunto una
poderosa unidad espiritual.
El primer relato, y también el más largo, es Amor, una versión
haitiana del Tres hermanas de Chéjov, en un ambiente de aristócratas
mulatos, herederos de la revolución libertadora de Toussaint Louverture y de su
ejército napoleónico, en la cual el sexo, más que las armas o el dinero, es la
fuerza que a todos consume. Claire, la hermana mayor, asume su condición de
solterona atesorando tarjetas pornográficas en su habitación y consciente de
“una vitalidad inquietante”, tanto más peligrosa cuanto más la reprime. “Soy
como la chinche solapada”, confiesa, “que se esconde en los intersticios de los
muebles. Al igual que ella, aguardo a mi presa, pacientemente, para chuparle la
sangre”. Su presa es el francés Jean Luze, que nunca será suyo: son sus
hermanas, Felicia y Annette, quienes lo seducen, la primera para tener su hijo,
la segunda para obtener su amor. Como fondo de este drama está el sangriento
clima político de Duvalier (disimulado bajo el nombre de Caledú y ambientado a
fines de los años treinta). Caledú es un asesino, un torturador, un violador,
un personaje monstruoso, operático, obscenamente apasionado. “¿Qué es posible
sin pasión?”, pregunta Claire en los párrafos finales, antes de pasar a la
acción. “Los tibios son como reptiles: reptan o se arrastran a cuatro patas. No
los envidio”. Y concluye: “¿Soy yo o lo que veo de mí?”. La verdad de la
ficción opone la identidad profunda de los personajes a las mentiras visibles
del poder. Como la Olga de Chéjov, Claire opone su vida a la injusticia del
mundo.
Ira aborda otro tema chejoviano, la
propiedad injustamente enajenada. Una familia de haitianos es despojada de su
plantación de orquídeas y de la tumba de sus ancestros, y con ella, de su
identidad social, tan penosamente adquirida. Los miembros son todos personajes
malheridos: el abuelo orgulloso, el padre ineficaz, la madre alcohólica, una
hija frustrada, un hijo inútil, otro tullido. Incapaces de acción, solo los
alimenta una suerte de “ira santa” como aquella que defendían los teólogos de
la venganza divina en esta tierra brutal donde toda bondad ha sido eliminada.
Cuando el abuelo pregunta a su nieto si alguna vez ha visto un cordero, el niño
dice que no. “Su raza ha desaparecido al mismo tiempo que la abundancia”, le
explica el anciano. “Aún se cuenta en las montañas que los rabihorcados, esas
aves rapaces que adoran su carne, los devoran al nacer. Míralos planear sobre
nuestras tierras”. En el Haití de Duvalier, ni siquiera los fantasmas del vudú
pueden salvar a sus retoños.
El tercer relato, Locura, es una historia mágica en la que los
hombres se convierten en demonios. Quien observa la atroz metamorfosis es René,
el hijo de una pobre mujer negra cuyos sacrificios le han permitido a él
estudiar y hacerse poeta, pero en secreto, como esos escritores que, durante la
dictadura de Duvalier, se reunían clandestinamente bajo el nombre de “Las
arañas del crepúsculo” y de los cuales Vieux-Chauvet formaba parte. Armado de
su poesía, René decide enfrentarse al ejército diabólico y salvar la vida de su
Dulcinea, valiente empresa por supuesto destinada al fracaso. Cualquiera que
haya vivido bajo una dictadura reconocerá la precisión con la que Vieux-Chauvet
ha logrado captar la irreal atmósfera de opresión y miedo que siente el poeta
amenazado.
Amor, ira y locura describe
un lugar y un momento, enracimado en la pesadilla del régimen de Papa Doc y en
la cruel geografía haitiana, pero para el lector de otras latitudes es una
historia universal, lírica, sabia, apasionada, avasalladora. Debemos agradecer
a la editorial Acantilado que nos haya permitido conocer esta importante, ahora
imprescindible, obra maestra.
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