Cada 29 de julio, Predappio, pueblo natal de Benito
Mussolini, recibe a cientos de seguidores que homenajean al líder fascista en
el aniversario de su nacimiento
TOMMASO KOCH
Predappio 30 JUL 2012 - 00:51 CET
Agua y cacao. Un intenso sabor a chocolate fundido. Y punto. Es decir, un
helado cualquiera, como otros mil. Si no fuera por un detalle: se llama Benito.
Y se refiere a Mussolini, el líder del régimen fascista que dominó Italia entre
los veinte y los cuarenta. “Porque Predappio es un pueblo un poco así”, explica
su creación Anahit Salabet, la titular de la heladería de esta aldea en el
norte de Italia.
Con “un poco así” Salabet resume dos conceptos: ante todo, Predappio es el
pueblo donde Mussolini nació el 29 de julio de 1883 y donde está enterrado.
Además, justo por esas fechas, acoge cada año a centenares de nostálgicos de
toda Italia que se reúnen para añorar las hazañas del Duce. Porque, como
explican, más que fascistas se consideran mussolinianos, seguidores del
“mayor personaje político jamás existido”, según Pierluigi Pompignoli, 75 años
entregados a la causa.
Muy devota al asunto debe ser también Assunta Valdifiori, ya que, sin haber
recibido pregunta alguna, esta anciana detiene al transeúnte para desvelarle un
acontecimiento histórico: “Una vez Mussolini fue a beber a mi casa”. Tan fuerte
es la presencia del Duce en Predappio que basta con un paseo para
encontrarse no solo con sus aficionados, sino hasta con los herederos. “Soy
fascista y orgulloso de serlo”, saca pecho Guido Mussolini, hijo de Vittorio, a
su vez hijo de Benito. Aunque este señor de barba blanca y sombrero no quiere
añadir nada más, por una simple razón: “Odio a los periodistas”.
Bastantes más ganas de hablar mostraban Davide y Lorenzo Ferrari. Padre e
hijo cerraban ayer el cortejo que salió de Predappio, camino del cementerio
donde yace Mussolini. “Se hizo más en esos 20 años que en toda la historia de
Italia”, justificaba su presencia el progenitor. Varios metros y doscientas
personas más adelante, una enorme bandera italiana y una cruz abrían la marcha.
Y, justo en el medio, el cortejo contaba con un toque español: la sevillana
Lucía Padilla quería agradecer a Mussolini que “acogiera” a su padre, huérfano
tras la Guerra Civil.
De cuatro en cuatro, con dos metros entre las filas —no por nada son
maestros del orden— la columna avanzaba entre gritos de “¡Eja, Eja, Alalá!” (un
lema del régimen) y brazos levantados. Con la misma postura otro centenar de camerati
esperaba ante el cementerio. Por fin reunida, bajo un sol casi tan agresivo
como aquella dictadura, la masa de jóvenes y adultos (sobre todo) y mayores y
niños (pocos) atendía el discurso de Giulio Tam.
Este cura de 61 años, suspendido a divinis por el Vaticano —por
tanto imposibilitado a celebrar— es el líder del movimiento. Micrófono en mano,
Tam mezclaba citas de Mussolini y avemarías y explicaba que “el laicismo
liberal y el ateísmo marxista” son los enemigos, a los que el Duce opuso
“Dios, la patria y la familia”. “Desde que desapareció, los matrimonios ya no
están juntos y dejan casarse a los homosexuales", defendía Tam. “Es una
cosa que da asco”, lamentaba un señor especialmente cabreado.
Otro tipo bastante animado cogía el micrófono tras el cura y gritaba:
“Benito Mussolini. ¡Presente!”. Y todos juntos levantaban el brazo derecho: “¡Duce!”.
Silencio. Y aplausos. Su manera de decir “la misa ha terminado, id en paz”. Eso
sí, no sin antes visitar la cripta del líder. Prevé el ritual que el fiel firme
un libro y salude a la tumba del Duce. Acto seguido cuatro hombres que
rodean el sepulcro se ponen en guardia. Y así hasta que pasan decenas de
manifestantes.
Muchos de ellos llevaban camisas negras, como las de los camerati de
entonces. Y como las que venden cuatro tiendas de recuerdos que pueblan la
avenida principal de Predappio. Del tanga que reza “Boia chi molla” (“Verdugo
quien se rinda”) al recetario Quien come demasiado roba a la patria
pasando por la camiseta Ante la duda, pega, cada cual puede llevarse su
recuerdo, con su simpático lema de regalo. Y que nadie diga que estos
vendedores animan a la violencia. Da igual que hasta vendan bates. Porque, como
explica Pompignoli, titular de una de las tiendas, la razón es lúdica: “Son
para el béisbol”.
“Y para romperle la cabeza a quien de la lata”, añade un cliente que
acaba de adquirir un bate negro. Aunque a los que molestan también se les puede
enviar al exilio, como hizo Mussolini y como sugiere otro comprador, Massimo
Bellaudi, de 41 años y larga melena gris, “si te tocan los cojones”.
Al fin y al cabo, a juzgar por lo que se cuenta por estas tierras, tampoco
debía de ser una solución tan desagradable. “Fueron vacaciones”, defiende
Domenico Morosini, dueño de Villa Mussolini, una finca que perteneció al Duce
y donde ayer muchos se reunieron tras la manifestación para nutrir sus cuerpos
de italianos de pura cepa. De hecho, hay más aspectos en los que los
históricos, al parecer, se equivocan. Las leyes raciales y la participación en
la Segunda Guerra Mundial, al lado de la Alemania nazi, fueron “culpa de
Hitler”. Y la dictadura de Mussolini fue un Gobierno “liberal”. Poco que ver
con la opinión de Renato Moro, profesor de Historia Contemporánea de la
Universidad RomaTre: “El fascismo empleó la violencia como arma de lucha y fue
un régimen dictatorial que abolió las libertades civiles”. Casi nada, vamos.
La Historia con la h mayúscula es también lo que querría contar el alcalde
izquierdista de Predappio, Giorgio Frassineti. El mandatario busca convertir el
pueblo en un centro cultural, donde se estudie el régimen “sin fingir que no
haya existido”. Frassineti sostiene que intentó cerrar las tiendas de
recuerdos, agarrándose al delito de apología del fascismo que prevé la
Constitución italiana. Sin embargo, asegura que los tribunales no le hicieron
caso y que tiene las manos atadas.
“El poder lo tendría pero le faltan huevos”, opina sin embargo Barbara
Brunelli. Esta mujer de 40 años simboliza la otra cara de Predappio: un pueblo
donde la mayoría aguanta el jaleo de una minoría ruidosa. “Es triste para la
imagen de Predappio”, resume Brunelli.
Aunque tal vez la síntesis mejor sea la del alcalde:
“Predappio es un pueblo de enormes contradicciones”. Un pueblo donde el propio
Frassineti vive encima de una de las tiendas fascistas, donde esos
establecimientos ocupan la calle Giacomo Matteotti, en honor a un diputado
víctima del régimen, donde otro cura, negro, recuerda en una misa al “hermano
Mussolini”. Y donde hay un helado al gusto de Benito que, para colmo, sabe
bien.
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