Eelco Koster, teniente del batallón encargado de proteger
a los musulmanes bosnios, vio los primeros cadáveres del genocidio
ISABEL FERRER
La Haya 22 JUL 2012 - 20:37 CET
El 13 de julio de 1995, Eelco Koster, a la sazón teniente de los “cascos
azules” holandeses destinados en Bosnia, encontró sin saberlo una de las
primeras pruebas del genocidio de Srebrenica. Fue durante una inspección ocular
efectuada junto al cuartel general de la ONU, ocupado por sus hombres en
Potocari, la ciudad vecina. “Vimos nueve cadáveres junto a un riachuelo
tendidos boca abajo. Iban vestidos de civiles y habían sido tiroteados por la
espalda. Las heridas parecían recientes: la sangre no se había secado y tampoco
olían mal. No llevaban armas”, declaró, el pasado viernes, ante el Tribunal
Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY). Koster iba con el
teniente coronel Johannes Rutten, que fotografió la escena. “Cuando regresamos
para reportar lo ocurrido, tropezamos con un soldado serbobosnio. Como habló
por radio, asumimos que había indicado nuestra posición y tomamos otra ruta de
vuelta”. El carrete de fotos se estropeó en el laboratorio en circunstancias
calificadas oficialmente de error de revelado. Ello impidió
demostrar que los “cascos azules” supieron, antes de la muerte de unos 8.000
varones bosnio musulmanes, que el general serbobosnio Ratko Mladic planeaba su
exterminio.
Koster ha sido el primer miembro del Batallón Holandés III, destinado en
Srebrenica durante la guerra de Bosnia (1992-95), en testificar en el juicio
contra el exgeneral
serbobosnio. En una tensa comparecencia, el oficial holandés, hoy
coronel de la policía militar de su país, revivió una de las páginas más
oscuras de la participación holandesa en las misiones de paz de Naciones
Unidas. El genocidio es el crimen más difícil de probar y el peor de la
justicia internacional. Implica la destrucción sistemática y premeditada de una
comunidad por razón de raza, etnia, religión o nacionalidad. En Europa no se
había producido desde la II Guerra Mundial. Es cierto que los “cascos azules”
tenían órdenes de no atacar y pidieron sin éxito ayuda a la OTAN, pero su
pasividad no ha podido justificarse.
“¿Qué está pasando?”, le preguntó un cámara de la televisión serbia a un
soldado holandés cuando los varones entre 16 y 70 años (en realidad había niños
de 8 años y ancianos de 80) permanecieron en Srebrenica, mientras los demás
civiles eran expulsados. “Usted sabe perfectamente lo que ocurre”, fue la
respuesta del militar de la ONU. La conversación figura en un video mostrado en
La Haya, sede del TPIY, durante la declaración de
Koster. “Mladic nos amenazó si no colaborábamos”, dijo. Su comandante, Thom
Karremans, declaró en 1996 ante el TPIY haberle pedido cuentas a Mladic del
material militar sustraído por los soldados serbobosnios. Sin embargo, según
dijo, no vio a ningún deportado y menos aún a los muertos.
Veinte días después de los hechos, los soldados holandeses fueron recibidos
en Zagreb con una fiesta por el socialdemócrata Wim Kok, entonces primer
ministro. También acudió el príncipe heredero, Guillermo de Orange. Las
imágenes del evento, entre risas y cervezas, resultan poco apropiadas. Pero la
sensación que transmiten los uniformados es de alivio. Habían dejado atrás el
horror y eran bien recibidos por los suyos. Con el tiempo, más de la mitad
abandonaron el Ejército. Hoy en día, aún se reúnen y apoyan gracias a la
Asociación del Dutchbat III que crearon.
En 2002, el Instituto holandés para a Documentación de la Guerra fue
implacable. En un informe que constituye la versión oficial del genocidio puede
leerse lo siguiente: “Los soldados holandeses no tenían el entrenamiento
adecuado para una misión así. Carecían de un mandato claro de la ONU y la
responsabilidad final de la tragedia es de Mladic. Pero no investigaron los
testimonios de las matanzas hechos por civiles bosnio musulmanes. Tampoco las
impidieron”. El Gobierno de centro izquierda de la época aceptó la
responsabilidad moral de lo ocurrido y dimitió. Desde 2009, en el Canon,
un libro de historia nacional recomendado en las escuelas, Srebrenica
ocupa dos páginas. Explica el genocidio, apunta que a veces estas operaciones
salen mal, y subraya que “Holanda seguirá jugando un papel en las misiones de
paz de la ONU”.
Desde el banquillo de los acusados, Mladic, que permaneció 16 años huido,
mantiene que ordenó “la evacuación, y no la deportación”, de los refugiados
atrapados en Srebrenica. Tomó la ciudad porque estaba llena de soldados
bosniomusulmanes que mataban y destruían objetivos serbios en los alrededores.
Como le dijo al propio teniente Koster aquel 13 de julio de 1995, debía
“encontrar a los criminales de guerra para intercambiarlos con los soldados
serbios hechos prisioneros”. En consecuencia,
los cerca de 30.000 ancianos, mujeres y niños que fueron sacados a la fuerza de
Srebrenica, no tenían nada que temer.
Mladic no puede negar el genocidio puesto que el propio
TPIY ha dictado ya sentencia por ello, entre otros, contra el general Radoslav
Kirstic, jefe de uno de los cuerpos que consumó la matanza. En 2007, el
Tribunal Internacional de Justicia, máximo órgano judicial de la ONU, calificó
a su vez de genocidio las muertes de Srebrenica. Por eso su estrategia consiste
en descargar la culpa en sus tropas. Y en recordar que abandonó Srebrenica
entre el 14 y 17 de julio, hecho documentado, cuando las ejecuciones sumarias
alcanzaron su punto álgido.
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