Más de 1.300 pilotos en al menos 13 bases en Estados
Unidos controlan el vuelo de los ‘drones’ que ejecutan los ataques contra la
insurgencia en Afganistán
ELISABETH
BUMILLER (NYT) Base militar de Hancock 30 JUL 2012 - 21:03 CET
Desde una base militar en Siracusa, a 380 kilómetros al norte de Nueva
York, el coronel D. Scott Brenton controla el vuelo de un drone
sobre Afganistán. La aeronave transmite en directo la vida de insurgentes
talibanes, su objetivo a 11.200 kilómetros de distancia. Él y su equipo pueden
observar a una familia durante semanas. “Madres con niños. Padres con niños.
Padres con madres. Niños jugando al fútbol”, cuenta. Cuando llega la orden, y
dispara y mata a un miliciano —lo que solamente hace, comenta, cuando las
mujeres y los niños no están cerca— un escalofrío recorre su nuca, como le
ocurría cuando disparaba a un objetivo desde los F-16 que solía tripular.
Los drones han revolucionado el modo en que Estados Unidos hace la
guerra. Y también han cambiado profundamente la vida de quienes las libran.
El coronel Brenton reconoce la singularidad de atacar, sin más equipo que
un mando, unas pantallas y un pedal, en un frente a miles de kilómetros de su
silla acolchada en un suburbio en Estados Unidos. Cuenta que en Irak, donde estuvo
destinado, “aterrizabas y quienes te rodeaban sabían qué había pasado”. Ahora
sale de este cuarto lleno de pantallas, aún con la adrenalina tras haber
apretado el gatillo, y conduce rumbo a su casa, para ayudar a sus hijos con los
deberes. Pero siempre solo.“Nadie en mi círculo más cercano es consciente de lo
que ha pasado”, dice.
Los drones
tienen potentes cámaras que transmiten la guerra en directo a sus pilotos. Los
militares que controlan los drones hablan con entusiasmo de los días
buenos, como cuando pueden alertar a una patrulla terrestre en Afganistán de
una emboscada. Para los días malos, la Fuerza Aérea envía médicos y capellanes
a las bases para hablar con los pilotos y operadores cuando un niño muere en un
ataque, o cuando las imágenes muestran un primer plano de un marine
caído en combate.
La minuciosa vigilancia que precede a un ataque recuerda a la película La
vida de los otros: la historia de un agente de la Stasi, la policía secreta
de la RDA, que acaba absorto en la vida de las personas que espía. Un piloto de
un drone y su compañero, un operador que controla la cámara de la nave,
observan a un miliciano mientras juega con sus hijos, habla con su esposa y
visita a sus vecinos. Ejecutan el ataque cuando, por ejemplo, su familia ha ido
al mercado.
“Ven todos los detalles de la vida de este tipo”, comenta el coronel
Hernando Ortega, el jefe de Medicina Aeronáutica en el Mando de Formación y
Educación Aérea, que colaboró en un estudio sobre el estrés en las
tripulaciones de los drones, realizado el año pasado. “Se pueden
identificar hasta cierto punto".
De una docena de pilotos, operadores y analistas aeronáuticos entrevistados,
ninguno reconoció que el rastro de sangre causado por las bombas y los misiles
les impidiera dormir. Pero todos hablaron de la intimidad que habían
establecido con las familias afganas que habían observado durante semanas,
cuyas vidas desconocen el piloto que vuela a 6.000 kilómetros de distancia o
incluso el soldado que está en el terreno.
“Los ves levantarse por la mañana, trabajar y luego irse a dormir”,
describe Dave, un mayor de la Fuerza Aérea que pilotó drones entre 2007
y 2009 desde la base de Creech (Nevada) y ahora entrena a nuevos pilotos en la
base de Holloman, en Nuevo México. (Bajo el argumento de que han recibido
“amenazas creíbles”, la Fuerza Aérea prohíbe a los pilotos de drones dar
sus apellidos. Solo los comandantes de la base, como el coronel Brenton, usan
sus nombres completos con la prensa). “Hay una muy buena razón para matar a
estas personas. Me lo repito una y otra y otra vez”, afirma Will, otro oficial.
“Pero nunca te olvidas de lo que ha ocurrido”.
La Fuerza Aérea cuenta con más de 1.300 pilotos de drones repartidos
en 13 bases en Estados Unidos. Según fuentes militares necesita, por lo menos,
unos 300 más. La mayoría de las misiones son en Afganistán. (Las cifras no incluyen
las misiones clasificadas de la CIA en Pakistán, Somalia y Yemen). El Pentágono
calcula que para 2015, la Fuerza Aérea deberá contar con 2.000. El Ejército
entrena ya más pilotos para drones que tradicionales: 350 el año pasado.
Anteriormente, las tripulaciones de drones superaban el entrenamiento
para volar un avión de combate tradicional. A partir de este año, los pilotos
solo pasan 40 horas a bordo de un Cessna antes de aprender a manejar un drone.
El jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea, el general Norton A. Schwartz,
reconoció que es “posible” que los pilotos de drones superen a los
tradicionales en los próximos años. Cada vez más bases dejan los aviones
tradicionales para volar drones y satisfacer la demanda. Hancock retiró
sus F-16 en 2010.
“Creo que hago el mismo trabajo de siempre. La única diferencia es que no
me envían a otro país a hacerlo”, comenta el coronel Brenton. Todos los pilotos
de la base rechazan que su trabajo sea un videojuego. “No tengo ningún
videojuego que requiera que permanezca inmóvil durante seis horas observando
solamente a un objetivo”, dice Joshua, un operador. “Las tripulaciones son
conscientes de que las decisiones que toman, sean buenas o malas, tienen
consecuencias reales”, añade. También evitan la palabra drone. Prefieren
llamarlos “aviones pilotados a distancia”.
Todos los pilotos que han tripulado naves de combate
afirman que echan de menos volar. El coronel Brenton participó en mayo pasado
en un espectáculo aéreo en Siracusa. Cuenta que los fines de semana suele
pilotar un pequeño avión de hélices, al que bautizó como “El Matamoscas”. “Es
agradable estar en el aire”, afirma.
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