La barbarie moderna ha alimentado un debate entre memoria
e historia que sigue abierto
Stalin fue expeditivo reescribiendo la historia. Trotski fue literalmente
borrado en fotografías de la nueva iconografía revolucionaria. Ocultar,
agigantar, aliñar el pasado a conveniencia del poder es una tentación de hondas
raíces históricas. En 1598, sin pensar en que pedía un imposible metafísico, el
rey francés Enrique IV prohibió recordar a sus súbditos. Aquel año dictó un
edicto en el que ordenaba que todos los acontecimientos violentos ocurridos entre
católicos y protestantes “queden disipados y asumidos como cosa no sucedida”.
Casi nada. El monarca intuyó que la memoria, pese a su incorporeidad, era letal
para las guerras de religión. No hay que mirar solo en el ojo ajeno. A
Bartolomé de las Casas le reprocharon “aunque fueran verdad” que publicase
“cosas muy terribles y fieras de los soldados españoles” durante la
colonización americana. El asunto acabó con la prohibición en 1660 de su Brevísima
relación de la destrucción de las Indias. Más recientemente, la versión de
la Guerra Civil que circuló por las aulas durante el régimen franquista fue un
relato falseado de cruzados buenos y malos rojos.
Historia y memoria comparten influyentes enemigos. En Suiza pueden procesar
a alguien por negar el genocidio armenio durante el Imperio Otomano, mientras
que en Turquía pueden procesarle por afirmarlo. Pero historia y memoria no son
lo mismo, aunque actúen sobre un terreno común: el pasado. Los hechos
históricos son sagrados, se cuenten en Estambul o en Ereván. La conmemoración
de los mismos —traerlos del pasado con alguna finalidad en el presente— difiere
forzosamente si parte de las víctimas o de los verdugos, como evidencia el
contraste entre la memoria histórica reivindicada por los nietos de los
sepultados en fosas durante la guerra y la memoria oficial enarbolada por el
régimen franquista, que honró permanentemente a los damnificados de su bando
(con causa general para resarcirles incluida) dejando en la cuneta de la
historia a los otros. “La memoria es una materia de la historia a historiar”,
sintetiza el catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona Ricardo García
Cárcel en La herencia del pasado, donde repasa la construcción de
relatos identitarios desde la Hispania romana a la actualidad.
Dado que aspira a contar hechos, la historia no puede ser una cosa y la
contraria (por mucho que aliente interpretaciones plurales), mientras que la
memoria está al servicio de quien la empuña para emitir un juicio moral sobre
lo ocurrido. Sus caminos se entrecruzan, pero no conducen al mismo paraje. “La
historia, incluso cuando es movida por la memoria, tiene que ser necesariamente
crítica y puede resultar la peor enemiga de una memoria impuesta: fue la
historia, en cuanto investigación del pasado, la que desmontó la construcción
memorial de la guerra como una guerra santa; como ha sido la historia la que ha
devuelto a Trotski a la fotografía de la que fue borrado por la memoria
colectiva soviética”, advierte Santos Juliá, catedrático emérito de la UNED.
“La memoria, al traer el pasado al presente con el propósito de establecer un
deber —que será de duelo o celebración, de reparación o de gloria— o de
construir una identidad diferenciada, necesariamente olvida”, planteó en su
artículo Por la autonomía de la historia, publicado en Claves de
Razón Práctica.
En el siglo XX, tras lo que Hannah Arendt acuñó como “banalización del
mal”, eclosionó la memoria histórica como un fenómeno universal. Lo ocurrido en
Auschwitz se convirtió, según el profesor de investigación del Instituto de
Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) Reyes
Mate, en “lo que da que pensar” y alimentó “el deber de memoria” para acentuar
“la construcción de un sentido, la creación de un significado de ese pasado que
valga para el presente”. Propiciado por el grito del “nunca más” de los
supervivientes, recordar pasó a ser un valor en alza. Elie Wiesel, que pudo
revivir el espanto del exterminio, consideraba el olvido como “el triunfo definitivo
del enemigo” y “una injusticia absoluta”.
El Holocausto fue más allá de cualquier genocidio anterior. “Auschwitz no
tenía equivalentes. Era otra guerra o, mejor dicho, ni siquiera era una guerra.
Era pura y simplemente una matanza masiva, sin una razón táctica o estratégica,
sino por pura ideología”, sostiene el ensayista Ian Buruma en El precio de
la culpa. “El sistema nazi había entendido que la eficacia del crimen debía
velar no solo por el exterminio físico de un pueblo sino también por el
metafísico”, afirma Mate en Tratado de la injusticia. Contra las
chimeneas que humeaban seres humanos había que contraponer el recuerdo vívido
que no transmite la historia, “el olor a carne quemada”, describía otro de los
deportados que pudo contarlo, Jorge Semprún. Sin embargo, así como nadie objeta
el papel de la historia, la memoria histórica cuenta con activos detractores,
como el periodista estadounidense David Rieff, que ha escrito un furibundo
alegato a favor del “imperativo ético del olvido” en su ensayo Contra la
memoria. Cuenta Rieff que la obra echó raíces en Bosnia, donde trabajó como
reportero de guerra. “La memoria histórica colectiva tal como las comunidades,
los pueblos y las naciones la entienden y despliegan —la cual casi siempre es
selectiva, casi siempre interesada y todo menos irreprochable desde el punto de
vista histórico— ha conducido con demasiada frecuencia a la guerra más que a la
paz, al rencor más que a la reconciliación y a la resolución de vengarse en
lugar de obligarse a la ardua labor del perdón”, esgrime. El nunca más
de Auschwitz le parece cargado de buenas intenciones y falto de realismo. Y
relata un chiste que circula por Polonia: ¿A quién mata primero un polaco, al
alemán o al ruso? Al alemán, por supuesto; primero el deber, después el placer.
Todas sus reflexiones le conducen hacia el elogio de la amnesia. “Lo que
garantiza la salud de la sociedad y de los individuos no es su capacidad de
recordar, sino su capacidad para finalmente olvidar”, sostiene Rieff, sin que
esto quiera decir que deba renunciarse a perseguir los crímenes y reconocer a
las víctimas. A diferencia de Mate, cree que la búsqueda de la verdad “no está
por encima de todo” y cita los acuerdos de Dayton que, pese a contemplar la
impunidad de Milosevic, fueron preferibles a seguir la masacre.
Rieff es el último recién llegado a una controversia alrededor de la
memoria, que ha sido especialmente intensa en países como Alemania, que declaró
imprescriptibles los crímenes contra la humanidad en 1979, tras la emisión de
la serie Holocausto. En Francia se han aprobado sucesivas leyes que
legislan sobre episodios históricos. Desde 1990 la ley Gayssot castiga el
negacionismo del Holocausto judío y desde 2001 la legislación reconoce la
esclavitud como un crimen contra la humanidad y el genocidio armenio. La
intromisión política soliviantó a un grupo de historiadores, que emitió un
manifiesto, embrión del movimiento bautizado como Libertad para la Historia.
“En un país libre no es competencia de ninguna autoridad política definir la
verdad histórica ni restringir la libertad del historiador mediante sanciones
penales”, señalaban, entre otros Pierre Nora, Jacques Le Goff o Eric Hobsbawn.
Abundan los historiadores reticentes ante el afán memorialístico. Tony Judt
temía que el siglo XX se convirtiese en un “palacio de la memoria moral: una
cámara de los horrores históricos de utilidad pedagógica cuyas estaciones se
llaman Múnich o Pearl Harbour, Auschwitz o Ruanda, con el 11 de septiembre como
una especie de coda excesiva”. Mantener vivo el horror pasado, sí, pero
—matizaba—“como historia, porque si lo haces como memoria, siempre inventas una
nueva capa de olvido”.
La memoria puede contaminar la historia porque no todo lo que emana de ella
es riguroso: a veces hay falsos testigos como Enric Marco, que presidió durante
años una asociación de supervivientes de campos nazis. “Frente a los excesos,
manipulaciones y mentiras, los historiadores tienen caminos muy claros:
archivos, erudición y comparación”, prescribe Julián Casanova, catedrático de
Historia de la Universidad de Zaragoza. Concede que “los recuerdos” a los que
la gente llama “memoria” pueden difuminar las fronteras entre los análisis de
los historiadores y las meras opiniones. “En el caso de la Guerra Civil, el boom
de testimonios y divulgaciones de recuerdos ha servido para alimentar la
confrontación entre historia y recuerdos; para seleccionar los puntos más
calientes del debate político (no historiográfico), casi siempre centrados en
la violencia, en quién mató más y cometió más barbaridades; y para convencer a
la gente de que el pasado reciente no puede analizarse con objetividad”. Porque
tampoco conviene a la historia desentenderse de la interpretación del pasado
por la que pugna la memoria. Se ha contado que la expulsión de los judíos fue
inevitable para la unificación española. “Mientras se hacía ruido con estas
explicaciones”, señala Reyes Mate, “se borraban diligentemente las huellas de
la milenaria presencia del pueblo judío en tierras hispanas”. Las sinagogas se
reconvirtieron en iglesias y Maimónides se excluyó de la lista de pensadores
españoles. “La recomendación del historiador contemporáneo de que nos atengamos
a la explicación objetiva de los hechos sería la última edición de la misma
estrategia interpretativa del vencedor”, concluye Mate, que suscribe las
palabras de Walter Benjamin: “La memoria abre expedientes que la ciencia da por
archivados”.
Bien tratadas, son simbióticas. La memoria sirve a la historia y la
historia facilita la memoria, en opinión del catedrático de Historia
Contemporánea de la UNED Julio Gil Pecharromán: “Un conjunto de testimonios de
protagonistas y testigos constituye una aportación muy estimable al
conocimiento del proceso histórico, pero resulta comprensible que algunos
historiadores la releguen a un papel secundario. La memoria hay que asumirla
con muchas precauciones porque las personas tendemos a reelaborar nuestros
recuerdos”. El propio Primo Levi, que estremeció con su trilogía del siglo XX
europeo (Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los
salvados), consideraba la memoria un instrumento maravilloso y falaz.
A perpetuar la polémica contribuye el hecho de que historia y memoria no
parten en similares condiciones. Mientras la definición de la historia goza de
consenso, no todo el mundo se refiere a lo mismo al hablar de memoria. “Unos
piensan que solo se puede hablar de memoria propiamente dicha cuando se trata
del individuo que recuerda sus propias experiencias. Otros consideramos que
también existe una memoria colectiva, social, cultural, etcétera, pero no
porque exista un sujeto colectivo, una sociedad o una cultura con la facultad
de recordar que solo tiene el individuo, sino porque la mayoría de los
individuos afianzan sus recuerdos en grupo, los transmiten a otros y eso hace
que surja otro tipo de memoria que hace que perduren los recuerdos en un ámbito
y en un tiempo que va más allá de la vida de los individuos”, sostiene Pedro
Ruiz Torres, catedrático de Historia Contemporánea y exrector de la Universidad
de Valencia, que en 2007 mantuvo un intercambio crítico con Santos Juliá en la
revista Hispania Nova. Para Ruiz, la memoria es también una forma de
conocimiento, aunque distinto del histórico: “La memoria trata del pasado real
y en consecuencia hay algo más que imaginación en ella. La memoria es
conocimiento inseparable de las emociones y de los juicios de valor, como
cualquier otra forma de conocimiento incluido el saber histórico, y por ello el
conocimiento nunca es completamente objetivo ni tampoco meramente subjetivo”.
Juliá, por el contrario, la mira en estado de alerta: “La memoria histórica es
necesariamente cambiante, siempre es parcial y selectiva y nunca es compartida
de la misma manera por una totalidad social: depende de múltiples y diversos
relatos heredados”. Ante la eclosión, reclama autonomía para el historiador que
“habrá de responder a una serie de preguntas previas: quién elabora esos
relatos, cómo y en qué circunstancias, con qué intención, con qué resultados,
cómo se modifican, quién decide esa modificación, quiénes la comparten”.
España se incorporó tardíamente al debate de la memoria histórica, aunque
ello no quiere decir que hasta entonces el pasado se ocultase tras una cortina
de amnesia. El hispanista Paul Preston calculó que hasta 1986 se habían
publicado 15.000 libros sobre la Guerra Civil y sus secuelas. Más reciente es
el estudio histórico de la memoria. Pedro Ruiz sitúa su arranque en 1996, con
la publicación de un libro de Paloma Aguilar. Dos años después, la catedrática
de la Universidad de Salamanca Josefina Cuesta coordinó un monográfico sobre la
memoria en la revista Ayer, de la Asociación de Historia Contemporánea. La
pujanza de los movimientos a favor de la recuperación de la memoria histórica,
interesados sobre todo en investigar la represión, irrumpieron también en la
universidad. En 2005 la Universidad Complutense inauguró la cátedra
extraordinaria Memoria Histórica del Siglo XX, dirigida por Julio Aróstegui.
Además, en los últimos diez años se han publicado 1.060 trabajos científicos
sobre memoria histórica, según Juan Sisinio Pérez Garzón, profesor de la
Universidad de Castilla-La Mancha. “La memoria y la historia ya han quedado
definitivamente entrelazadas como formas de relacionarse con el pasado y, por
más que sature en algún momento, esas relaciones ya forman parte de las tareas
propias del historiador”, afirma.
La marea memorialística es universal (baste mirar hacia Sudáfrica o América
Latina) aunque algunos países coloquen más diques que otros. Ian Buruma observó
que en Japón el debate sobre la guerra se desarrollaba fuera de las
universidades, entre periodistas, columnistas y activistas de derechos civiles,
que a veces formulan teorías estrafalarias. El primer historiador contemporáneo
accedió a la Universidad de Tokio en 1955. “Hasta el final de la guerra habría
sido peligrosamente subversivo, e incluso blasfemo, que un estudioso escribiera
sobre historia contemporánea desde una perspectiva crítica”, indica Buruma. El
sistema del emperador era sagrado y, además, la historia reciente no era académicamente
respetable. “Era demasiado fluida, demasiado politizada, demasiado
controvertida”.
Ayer y hoy
Pensar el siglo XX. Tony Judt
con Timothy Snyder. Traducción de Victoria Gordo del Rey. Taurus. Madrid, 2012.
408 páginas. 23 euros. Tratado de la injusticia. Reyes Mate.
Anthropos. Barcelona, 2011. 318 páginas. 20 euros. La herencia del
pasado. Ricardo García Cárcel. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.
Barcelona, 2011. 768 páginas. 30 euros. Hoy no es ayer. Ensayos sobre la
España del siglo XX. Santos Juliá. RBA. Barcelona, 2011. 384 páginas.
25 euros. El precio de la culpa. Ian Buruma. Traducción de
Claudia Conde. Duomo. Barcelona, 2011. 432 páginas. 19,80 euros. Modernidad,
culto a la muerte y memoria nacional. Reinhart Koselleck. Edición de
Faustino Oncina. Traducción de Miguel Salmerón y Raúl Sanz. Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales. Madrid, 2011. 150 + LXV páginas. 18 euros.
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