Se cumplen 150 años del primer 'tour' organizado de la
historia a los Alpes
El número de viajeros superó los mil millones por primera
vez en 2012
IKER
SEISDEDOS Rigi Kulm 1 SEP 2013
Podría recurrirse al tópico, pero sería faltar a la verdad. Y la verdad es
que el discreto grupo que una grisácea mañana del fin de semana pasado se apeó
del pintoresco trenecito de cremallera que trepa al monte Rigi desde Vitznau, a
orillas del lago de Lucerna, no dio como para comenzar el reportaje con “las
hordas de turistas invadieron la cumbre alpina”. Y eso que aquí fue donde
empezó todo. Un verano de hace 150 años, los siete participantes del que se
considera el primer viaje organizado de la historia contemplaron el legendario
amanecer de este lugar de Suiza a 1.797 metros de altitud, destino final de su
aventura. Aquella inspiración (de aire puro) se considera el nacimiento del
turismo moderno. Desplazarse sin mayor intención que la de matar el tiempo
libre resultaba todo un exotismo en 1863. La actividad se considera hoy en los
países desarrollados poco menos que un derecho fundamental que ejercieron en
2012 por primera vez en la historia más de mil millones de personas, según datos
de la Organización Mundial de Turismo (OMT).
Aquellos pioneros, cuatro mujeres y tres hombres, viajaron de la mano del
visionario operador turístico Thomas Cook. Hablamos de la persona, no de la
célebre compañía multinacional homónima en que se convertiría la empresita de
excursiones fundada por Cook en 1841. Un mastodonte que en 2013 cotiza en la
Bolsa londinense, posee 97 aviones y emplea a casi 33.000 trabajadores. Los
siete partieron de Londres el 26 de junio de 1863 junto a otros 123 viajeros.
En tren, barco, diligencia, mula o a pie atravesaron Francia, vadearon lagos y
sortearon cordilleras suizas hasta llegar el 8 de julio al monte Rigi. Por el
camino (París, el Mont Blanc o Ginebra) cayeron del cartel la mayoría de sus
compañeros, incluido Cook, que debió regresar a atender sus negocios en
Londres.
Conquistaron a pie la última cumbre desde la cercana y encantadora
localidad de Weggis, donde a orillas del lago una placa recuerda que Mark Twain
pasó por aquí. En 1863 aún faltaban ocho años para la inauguración de la línea
Vitznau-Rigi Kulm, cubierta por el primer tren de montaña de Europa, patente
del suizo Niklaus Riggenbach. En la mañana que sucedió a su llegada, el grupo
madrugó para contemplar rodeado, ellos sí, por “un ejército de turistas”, el
ascenso del sol, que para eso habían venido atraídos por unas vistas que ya
glosaron Felix Mendelssohn o Victor Hugo. “La vastedad del panorama era
poderosa y sublime”, anotó Jemima Morrell. “En silencio contemplamos el
cinturón dentado de las cumbres mientras despertaba el día sobre las 300 millas
de montes, valles, lagos y pueblos que abarcaba nuestra vista”. La joven
Morrell levantó acta de aquel viaje en las páginas de un diario que
permanecería inédito hasta que fue rescatado de entre las ruinas de una casa
víctima de las bombas durante el asedio de la aviación alemana a Londres en la
IIGuerra Mundial.
El descubrimiento del texto, publicado por primera vez en 1963 para
conmemorar el centenario de la aventura, dio a Diccon Bewes, periodista inglés
especializado en viajes y en las idiosincrasias suizas, la idea de escribir Slow
train to Switzerland, libro en el que el autor reproduce día por día el
pionero periplo. “La diferencia es que por suerte yo no vestía uno de aquellos
engorrosos trajes de mujer de la época”, explica Bewes en conversación
telefónica desde Berna, donde reside desde hace ocho años. El resultado de sus
pesquisas se editará en octubre en inglés empujado por la inercia de la
efeméride.
Bewes da por buena la teoría que sitúa en aquel verano de hace 150 años el
origen de asuntos tan contemporáneos como la dictadura de apariencia
democrática de las aerolíneas de bajo coste, esas pulseritas todo incluido que
causan furor en la península del Yucatán o el turismo hooligan,
indeseada exportación de su país natal que al calor del estío arrasa con sus
modales etílicos las localidades costeras del Mediterráneo. “Lo cual no deja de
ser paradójico”, añade el reportero. “Cook, fundamentalista abstemio y viejo
predicador baptista, creó su compañía para brindar a sus compatriotas una opción
de tiempo libre alternativa a la de la borrachera”.
La particular revolución de Cook, que fracasó en su empeño de cambiar las
costumbres de una nación de bebedores, consistió en ofrecer a cambio de un
chelín viajes en tren con comida incluida entre las localidades inglesas de
Leicester y Loughborough, visitas a la Exposición Mundial de Londres de 1851 o
tempranas incursiones en el continente. Lo explica Paul Smith, guardián desde
hace 17 años del archivo histórico de la compañía, custodiado en el cuartel general
de la firma en Peterborough.
Con el hito del Rigi, Cook encapsuló en un formato asequible en tiempo y
dinero la experiencia del Grand Tour, aquellos viajes iniciáticos en los
que desde mediados del siglo XVII unos cuantos elegidos podían demorarse durante
meses o años. En otras palabras: hizo posible que los profesionales surgidos
con la Revolución Industrial fueran, vieran y regresaran a casa antes del final
de las vacaciones laborales. La ecuación (clases medias con tiempo limitado y
sed de aventuras) se ha mantenido invariable desde entonces. Al menos, en lo
fundamental. Establecida su definición en los años veinte por la Sociedad de
Naciones (“Turista es quien viaja al extranjero por más de 24 horas”) y
matizada por la ONU en 1945 (“siempre que la estancia no supere los seis
meses”) llegaron los adjetivos. Y así, a medida que el siglo XX se aproximaba a
su fin, el turismo pudo ser de masas o sostenible. Médico, ecológico, sexual y
hasta creativo.
Olvidadas las glorias del pasado que dan sentido a la labor del archivero
Smith, Thomas Cook se enfrenta hoy al mismo entorno cambiante que el resto de
la industria tradicional: la posibilidad de que cualquiera con una conexión a
Internet sea su propio agente de viajes, el descarnado escrutinio de las
opiniones vertidas en portales como Trip Advisor o la pujanza de servicios de
hostelería de último cuño como esos que ponen en contacto a aventureros de
presupuesto limitado con propietarios deseosos de sacar partido a aquella
habitación de la casa que languidecía en desuso.
Rafael Gallego Nadal, presidente de la Confederación Española de Agencias
de Viajes, explica que en los últimos cuatro años han cerrado 2.000 puntos de
venta en España, “pero aún resisten más del doble de las que había cuando se
generalizó Internet, por lo que la Red no acabó con el negocio, como
vaticinaban muchos”. “Yo suelo decir que este es un enfermo que goza de buena
salud. Y la tendrá mejor si tendemos a la especialización, si nos convertimos
en sastres de los viajes y somos capaces de dar al cliente lo que necesita”.
Tampoco la Suiza de entonces se parecía a la de ahora. Cuando la señorita
Morrell y los suyos la escogieron como destino, la Confederación Helvética era
un país pobre, eminentemente campesino, donde los extranjeros padecían el
asedio de la limosna. Resultaba, eso también, el colmo del exotismo. Un
poderoso imán para pintores y escritores románticos como Mary Shelley, que
empezó a escribir Frankenstein en 1817 en casa de Lord Byron a orillas
del lago Leman, en la parte francesa. Pero ni los trenes funcionaban aún con
milimétrica precisión, ni existía la poderosa industria de relojes, ni mucho
menos la evasión fiscal. “La generalización del turismo ayudó a forjar la
moderna Suiza”, sentencia Bewes.
En datos de 2011, la turística es la cuarta industria del país, por detrás
de la farmacéutica, la pesada y la manufactura de relojes, aunque la fortaleza
de su divisa y la debilidad macroeconómica generalizada no ayuden mucho a su
progreso últimamente. No hay demasiado de lo que preocuparse: la dependencia de
las cuentas suizas de las decisiones vacacionales ajenas es menor que la de
España, por ejemplo, donde los datos sobre llegadas de extranjeros en julio han
supuesto este verano lo más parecido a una buena noticia económica, sobre todo
en las comunidades costeras, que han experimentado incrementos de visitantes de
hasta el 8,5% con respecto al mismo periodo de 2012.
La España que se equivocó al apostar todo a las falsas promesas del
ladrillo es aún la cuarta potencia mundial en recepción de viajeros, por detrás
de Francia, EE UU y China. Suiza, pese a que sigue siendo el único país cuyo souvenir
estrella es una navaja multiuso capaz de sacarte de un apuro, ocupa el puesto
19, según la OMT. Su presidente, Taleb Rifai, ha declarado que 2013, tan
convulso para destinos rivales como Egipto y Turquía, podría ser el año en que
España recobre el tercer puesto de la lista, que el gigante asiático le
arrebató en 2010. El organismo que dirige ha vaticinado también que en 2030
habrá 1.800 millones de turistas corriendo por el mundo. Suena plausible: los
incrementos en las estadísticas manejadas por la OMT son exponenciales desde
mediados de los noventa, gracias a la generalización de la aviación low
cost, y pese al paréntesis de pánico que impusieron los atentados del 11-S.
Ajeno a las tendencias y la contabilidad, se erige en lo alto de la montaña
Rigi el hotel del mismo nombre como otra prueba de cuánto han cambiado las
costumbres viajeras en estos 150 años. Hubo un tiempo en que el negocio de los
peregrinos a este paraíso de quietud daba para mantener tres establecimientos,
que sumaban casi un millar de camas. Christina Käppeli, hija y nieta de
hoteleros en la cumbre, propietaria del único alojamiento que superó el examen
del progreso, explica que la plena ocupación de sus treinta y tantas
habitaciones solo se roza en temporada alta.
Lejos quedan, pues, los tiempos en los que este lugar era tan célebre como
para que Julio Camba, escéptico maestro pontevedrés de periodistas, escribiera
en su libro de 1916 Playas, ciudades y montañas (Reino de Cordelia) que
“en los hoteles suizos casi no le roban a uno, y si por casualidad le roban, no
le roban más que lo justo”. “Así, por ejemplo, en el del Rigi Kulm le ponen a
uno en cuenta el crepúsculo matutino, que, según parece, es allí muy hermoso”.
Como es imposible saber qué tendría que decir Camba de
esta época vertiginosa en la que un clic es la medida de todas las cosas
viajeras, formularemos una pregunta a modo de conclusión: ¿cuántos de los que
hoy encontrarían sentido a emplear una mañana entera en tomar un barco desde la
cercana Lucerna y luego un tren de vértigo para llegar aquí consideraría pasar
la noche esperando al amanecer algo más que una obscena pérdida de tiempo?
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