El aniversario del golpe de Pinochet coincide con la
publicación de libros con nuevos detalles sobre los últimos días de Allende
JUAN JESÚS
AZNAREZ Santiago de Chile 8 SEP 2013 - 00:19 CET
Puntualmente cada 11 de septiembre, la historia
regresa al palacio La Moneda de Santiago de Chile, donde Salvador
Allende se suicidó hace 40 años con un fusil regalado por Fidel Castro. La
aviación golpista y la traición demolían el edificio de la calle Morandé cuando
el presidente se sentó en un sofá palaciego, apoyó la barbilla sobre la bocacha
del arma, apretó el
gatillo y saltaron por los aires el cráneo de un hombre decente y
una democracia revolucionaria. Llovía sobre mojado. No era la primera vez que
Estados Unidos había promovido en América Latina el derrocamiento de
presidentes insumisos: dos rebeliones militares alentadas por la CIA derribaron
a Jacobo Arbenz, en Guatemala, en 1954; a Juan Bosch, en República Dominicana,
en 1963, y un año después al brasileño João Goulart.
Consumada la vileza del general Augusto Pinochet y la deslealtad de los temerosos,
a las 11.50 de aquella jornada fatídica, dos aviones abrieron fuego contra La
Moneda con cohetes que perforaron los muros del edificio neoclásico y quebraron
las paredes de salones y despachos. Los gases lacrimógenos asfixiaban a medio
centenar de fieles. Entre cascotes y gritos, se cubrían como podían. Sin
suministro eléctrico, ni esperanzas, con el palacio en llamas, el presidente se
despidió de sus colaboradores y amigos. No tenía sentido su inmolación. Pero
otras eran las intenciones del generalato insurrecto. “Tenemos que matarlos
como ratas, que no quede rastro de ninguno de ellos, de Allende”. La criminal
iracundia del almirante Patricio Carvajal fue conocida al quedar
inadvertidamente abierto el sistema de comunicación entre el puesto de mando de
la sublevación y las unidades asaltantes.
Aquel cuartelazo reunió todos los ingredientes de las tragedias griegas:
traiciones, cobardías, intrigas, asesinatos y muerte, según el cardiólogo Óscar
Soto Guzmán, sobreviviente de La Moneda, médico personal del presidente y autor
del libro Allende en el recuerdo, que se publica en el 40º
aniversario del golpe. Relata las reacciones de Allende ante los
acontecimientos que le tocó vivir. También Soto debió reaccionar. “Hablo con mi
esposa Alicia; ella me dice: ‘Se anuncia por radio que van a bombardear el
Palacio’. ‘Así es, le respondo’. ‘¿Qué vas a hacer?’. ‘Me quedaré aquí, en el
Palacio’, le dije. Alicia calló, pero entendí que compartía mi decisión”. El
golpe le cambió la vida. La salvó, pero en el exilio de México, Cuba y España,
donde reside con su familia.
El 11 de setiembre de 1973 terminó a sangre y fuego el Gobierno de la
Unidad Popular (UP), una coalición de izquierdas que pretendió construir,
quizás con demasiadas prisas, una sociedad más justa en un país profundamente
injusto. Chile era entonces una nación parlamentaria, pero de oligarquías
poderosas, reaccionarias, y multinacionales con derecho de pernada: la
norteamericana ITT (International Telephone & Telegraph) era dueña del 70%
de la telefonía chilena. El poder económico y mediático y la cruzada
internacional de Estados Unidos contra el peligro comunista quedaron
definitivamente hermanados con la aceleración de las reformas de la UP. La
agraria levantó ampollas.
El historiador español Mario Amorós, que ha publicado Allende, la
biografía después de 18 años de investigación sobre su figura y
trayectoria, sostiene que la “vía chilena al socialismo” fue derrotada por una
agrupación de causas: la estrategia de la oposición de bloquear cualquier
iniciativa gubernamental en el Congreso, en el que tenía mayoría absoluta, el
fomento de la crisis económica y del desabastecimiento, y la movilización
anticomunista de las clases medias y sectores estudiantiles; incluso de la
aristocracia obrera. La agresión de Estados Unidos y la derrota de los sectores
constitucionalistas de las Fuerzas Armadas completaron la pinza, según Amorós,
cuya obra, redactada desde la militancia política del autor, ligado al PCE, es
imprescindible.
Pero algo mal debieron hacer el presidente y su Gobierno para que fuera
posible tal coalición de fuerzas opositoras. Conmovido por su muerte, el
secretario del Partido Comunista Italiano (PCI), Enrico Berlinguer (1922-1984),
llegó a una lúcida conclusión: las transformaciones pretendidas por Salvador
Allende, que había ganado las presidenciales de 1970 con el 36,3% de los votos,
eran de tal calado que una mayoría simple no era suficiente para aprobarlas, ni
siquiera con el presidencialismo consagrado en la Constitución de 1925. Los
cambios exigían mayorías parlamentarias cercanas al 70% y amplios consensos
sociales. Esa ecuación, sin embargo, era casi un imposible en el Chile de las
injusticias distributivas y la guerra fría entre Estados Unidos y la URSS.
Cuatro decenios después, el golpe cívico castrense de 2002 en Venezuela, y su
actual atrincheramiento, las intermitentes sublevaciones criollas en la Bolivia
indigenista o incluso el conflicto egipcio parecen resucitar aquellas reflexiones
eurocomunistas.
“El golpe contra Allende, que crecía en cada elección, lo dieron las clases
altas, las oligarquías, con la ayuda de un Henry Kissinger (secretario de
Estado de Richard Nixon) muy inteligente y con dinero. En una redada de
camioneros en huelga, y les pillamos ¡con billetes de 1.000 dólares en el
bolsillo!”, recuerda Danilo Bartulín, médico personal y amigo de Allende, cuyo
cargo oficial era médico jefe de la Presidencia de la República. Bartulín
durmió en una habitación contigua el año de la crispación, y respondía las
llamadas telefónicas del gobernante durante su descanso. Le acompañó en viajes
y en horas cruciales y solía jugar al ajedrez con el mandatario hasta las dos
de la madrugada. “Déjate ganar para que se vaya a dormir”, me decía. Fue
torturado y encarcelado durante dos años tras su detención en La Moneda.
La última intentona para evitar el cuartelazo se desarrolló la noche del 17
de agosto en casa del cardenal Silva Henríquez, anfitrión de una cena entre el
presidente y jefe de la Democracia Cristiana Patricio Aylwin, que acusó a
Salvador Allende de destruir la democracia y conducir a Chile hacia la ruina
económica y la dictadura del proletariado. “Yo le esperaba en el coche”,
recuerda ahora Bartulín. “Al llegar, hacia las dos de la madrugada, me dijo:
“No quieren nada. Nos niegan el pan y la sal’. Entonces yo le dije: ‘Vamos a la
Cumbre de Argel (del Movimiento de Países no Alineados, del 5 al 9 de
septiembre de 1973), pero usted pasa por el Vaticano y le pide una audiencia al
Papa para que la democraciacristiana se ablande’. Le parece bien la iniciativa
y se prepara un avión para unas veinte personas. La idea se mantiene, pero hubo
voces que alertaron: ‘¿Y si dan el golpe cuando estemos fuera?’. Finalmente,
Allende no fue ni a la Cumbre de Argel ni pidió audiencia a Pablo VI porque los
acontecimientos se precipitaron”.
La subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil durante cuatro
décadas había contribuido a asentar el mito de su “profesionalidad”, asumido de
manera acrítica por Salvador Allende y amplios sectores de la izquierda, según
explica Amorós en su libro. En el caso de un golpe de Estado, la Unidad Popular
confiaba en que una parte significativa de los militares cumpliera con sus
deberes constitucionales, pero no ponderó adecuadamente la vinculación técnica,
económica e ideológica del estamento castrense chileno con Estados Unidos, que
se remontaba a 1947, año de la firma del Tratado Interamericano de Mutua
Defensa. “Por otra parte, el Informe Church reveló que, entre 1966 y 1973,
1.182 oficiales chilenos se adiestraron en centros militares de este país,
donde les inculcaron la anticomunista Doctrina de Seguridad Nacional y les
enseñaron terribles métodos de tortura que se pusieron en práctica a partir del
11 de septiembre de 1973”.
Sobran las pruebas sobre la cobertura norteamericana del golpe. Peter
Kornbluh, director del National Security Archive’s Chile Documentation Project,
consiguió que se desclasificaran más de 24.000 documentos secretos de la CIA y
la secretaria de Estado. Los más importantes se reproducen en el libro Pinochet:
los archivos secretos, ahora reeditado y ampliado (Crítica). La
participación de Estados Unidos en la asonada fue tan determinante como la
derechización de la Democracia Cristiana, muy cercana a la UP bajo la dirección
de Radomiro Tomic. “Desgraciadamente, desde la fecha de la elección de Allende,
la actitud del expresidente Eduardo Frei fue la de un energúmeno, que hizo suyo
todo el discurso anticomunista y antipopular de la extrema derecha chilena y de
los círculos del Gobierno norteamericano, sensible a las posiciones de sus
empresas transnacionales. Se olvidó del socialismo comunitario”, señala Óscar
Soto.
La Democracia Cristiana perdió su sensibilidad social y Salvador Allende,
la vida. ¿Hubiera podido conservarla? “Yo le tuve preparado dos operativos para
que saliera vivo de La Moneda”, recuerda Bartulín. “Teníamos casas clandestinas
para esconderlo. Propuse su salida en una pequeña reunión. Todavía no habían
bombardeado. Hablé con gente del Ministerio de Obras Públicas que es donde
estaban los coches y había un montón de gaps (Grupo de Amigos del
Presidente). Ellos dijeron que podíamos salir cuando quisiéramos porque todavía
no había toque de queda y los coches podían circular. Allende me dijo: ‘Bien,
ten preparado el operativo’. Entonces algunos dijeron que no, que había que
resistir hasta el final, hasta la muerte. Yo decía que mejor un Allende vivo
que muerto, y que yo me quedaba. El plan era que tres coches salieran de La
Moneda con Allende en uno de ellos, sin que nadie pudiera identificarle. Los
que se quedaran seguirían disparando para disimular la salida de Allende. Si
hubiera seguido vivo podía haber
cambiado la historia”.
Pero el ánimo de Allende y sus leales sufrió un bajonazo cuando Augusto
Olivares, director de la televisión nacional, se pegó un tiro en la sien. El
abatimiento de La Moneda contrastó con la satisfacción de los jefes golpistas
con el desenlace de su bombardeo y asalto al palacio presidencial. Carvajal
informó sobre la muerte de Allende a Pinochet y Gustavo Leign, comandante de la
Fuerza Aérea, en esta grotesca comunicación: “Hay una información del personal
de la Escuela de Infantería que está dentro de La Moneda. Por la posibilidad de
interferencias, la voy a transmitir en inglés: ‘They said that Allende
committed suicide and is dead now’. Díganme si entienden”. Pinochet:
Entendido. Leigh: Entendido perfectamente”.
“Bajen todos. Yo seré el último”
Bruscamente, la puerta de la calle Morandé 80 (del
Palacio de la Moneda) es derribada y unas dos decenas de soldados invaden el
vestíbulo. Llevan fusiles y se identifican con un paño en el cuello de color
naranja. Violentamente nos golpean en los costados del cuerpo y nos arrojan uno
encima del otro en la vereda inmediata a la puerta de Morandé. Desde el
Ministerio de Obras Públicas no dejan de dispararles y nos encontramos en un
fuego cruzado, con serio peligro de ser heridos. Un suboficial, que porta
lentes ópticos con la mitad de uno de los cristales roto, me coge por un brazo
y me levanta. “¿Quién es usted?”, me pregunta. “Soy el doctor Óscar Soto”,
respondo de inmediato. “Doctor, suba a la segunda planta y dígale a sus
compañeros que tienen diez minutos para rendirse, que bajen desarmados”.
Subo la escalera y cuando me faltan aproximadamente
unos diez escalones veo al presidente Allende rodeado de mis compañeros. Me ve
aparecer y me dice: “¿Qué pasa doctor?”. Respondo: “Presidente, los militares
han invadido ya la primera planta y nos dan diez minutos para bajar”.
Durante un instante me mira profundamente desde
lejos y siento que será definitivo, se acerca el final. Le escucho: “Bajen
todos. Dejen las armas y bajen. Yo seré el último”. En fila india, mis
compañeros bajan, yo sigo mirando al presidente que se escurre en dirección al
salón Independencia. Al atravesar la puerta de Morandé 80 soy empujado, con las
manos detrás de la nuca, a apoyarme en el sólido muro del palacio. Detrás de mí,
alguien solloza. Es Enrique Huerta, el intendente de palacio. “¿Qué pasa,
Enrique?”, inquiero. “El presidente ha muerto”, me dice desolado. Ha entrado al
salón Independencia, se ha sentado en un amplio sillón de tapiz rojo, y se ha
suicidado. Ha estado solo. Ningún militar ha llegado aún a la segunda planta.
El doctor Rogelio de la Fuente Gaete, en su libro Detrás
de la memoria (México, 2008), resume con acierto la llamada batalla de La
Moneda: “Políticamente, una traición. Humanamente, un genocidio. Éticamente,
una ignominia. Militarmente, una inepcia”.
Extracto de Allende, en la
memoria, de Óscar Soto (Ediciones Sílex), ya está a la venta. 16 euros.
“Misión cumplida. Presidente
muerto”
Los primeros soldados entraron por la puerta de la
calle Morandé y detuvieron a varios de los defensores, entre ellos al doctor
Óscar Soto, a quien ordenaron que avisara a Allende y a sus acompañantes de que
tenían diez minutos para salir desarmados. “Presidente, la primera planta está
tomada por los militares. Dicen que deben bajar y rendirse”, le informó.
“Allende nos pidió que nos entregáramos”, señaló el doctor Patricio Arroyo.
“Entendí claramente que esto corría para nosotros y no para él. No recuerdo si
lo dijo o no, pero todos entendimos lo mismo: él no saldría vivo de ahí...”.
“Se improvisó, con un delantal médico, una bandera
blanca; atada a un palo, fue sacada por la puerta de Morandé 80. La Moneda
estaba rodeada por todos lados. Los militares aceptaron la rendición y
exigieron que bajáramos en fila india y con las manos en la nuca”. Con el
palacio semidestruido, en llamas y sin suministro de electricidad, Allende se
despidió personalmente de cada uno de ellos y detrás de Óscar Soto, empezaron a
salir. El presidente regresó al salón Independencia.
Extracto de Allende, la biografía, de Mario
Amorós (Ediciones B), que se publica el 11 de septiembre.
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