La caída de Barcelona a principios del siglo XVIII por
las tropas de Felipe V fue un enfrentamiento con repercusiones internacionales
CARLES GELI
Barcelona 11 SEP 2013 - 14:21 CET
Cada 11 de
septiembre, Cataluña celebra una derrota: la caída de
Barcelona en 1714 tras casi 14 meses de asedio ante las tropas franco-españolas
de Felipe V, en un sitio iniciado el 25 de julio del año anterior. Lo que en
algunos ámbitos desea reducirse a un enfrentamiento de los catalanes contra la
monarquía borbónica española fue en realidad el epílogo de la que quizá fue la
primera guerra mundial, la Guerra de Sucesión en España, que se extendió hasta
América y que acabó dejando en Europa 1.251.000 muertos, de los cuales medio
millón sólo franceses.
El episodio fue siempre una partida de ajedrez en el tablero internacional
básicamente jugada a mayor gloria de Inglaterra. La primera ficha se movió
justo el 1 de noviembre de 1700, con la muerte de Carlos II, rey de las
Españas, miembro de la Casa de Austria y que, enfermo de años y sin
descendencia, acabó nombrando sucesor --presionado por parte de su corte y
sobre todo por el embajador francés— a Felipe de Anjou, nieto del monarca Luis
XIV.
Inglaterra y las Provincias Unidas (Países Bajos) temieron lo peor: estaban
ansiosas de intervenir en el comercio de América y de la península y la llegada
de Felipe V al poder en febrero de 1701 demostró inmediatamente que iba a dar
ventajas comerciales a Francia. La preponderancia borbónica era un peligro.
Sólo siete meses después nacía la Gran Alianza (Provincias Unidas, Inglaterra,
Imperio austriaco y la mayoría de estados alemanes). En mayo de 1702 declaraban
la guerra a Francia y España para colocar al Archiduque Carlos de Austria
(Carlos III) en el trono hispánico.
En el panorama doméstico, la llegada de la Casa de los Borbones generaría
un terremoto jurídicopolítico. La de los Austrias, en España, era una monarquía
compuesta, con las coronas de Castilla y Aragón, cada una con un
ordenamiento jurídico propio. En la de Aragón, de la que formaba parte Cataluña
y que historiadores como Borja de Riquer calificaba hace pocos días de lo más
parecido a un actual “estado confederado”, el margen de maniobra del rey era
más limitado, más sujeto por unas Constituciones que el propio Felipe V juró en
1701-1702 tras celebrar en Barcelona unas cortes.
Esa limitación del poder del monarca era el precio momentáneo a pagar por
el apoyo catalán a su causa, pero sin duda chocaba con el régimen absolutista
borbónico, portador, según una corriente de historiadores, de lo que sería un
modelo centralista de estado moderno que no hacía más que derogar y sustituir
antiguos fueros medievales. Para otros estudiosos, el modelo de la corona
catalano-aragonesa conllevaba el germen de una estructura de estado más moderna
y, sobre todo, más permeable a la pujante y nueva burguesía mercantil.
El incendio prendió en 1705. En Cataluña, a un sentimiento popular
antifrancés muy potente (fruto de sus invasiones bélicas asiduas desde 1689) se
unía la política despótica de Felipe V a través de su virrey Velasco, que
transgredía de forma constante las Constituciones (con medidas de fiscalidad y
movilizaciones militares) y la voluntad de defensa del marco jurídico propio,
que ofrecía mayor participación a los grupos sociales pudientes. A todo ello no
era ajeno la concienciación de esa nobleza catalana aburguesada por lo
mercantil de que los acuerdos políticos y diplomáticos entre España y Francia
les perjudicaría económicamente (quedaba prohibido, claro, comerciar con
Inglaterra y Holanda, los grandes clientes del aguardiente y el textil
catalán). El resultado fue que buena parte de la sociedad catalana abrazara la
causa austriacista.
Historiadores como Henry Kamen creen que más que un rechazo expreso al
régimen borbónico, el conflicto tenía más de pequeña guerra civil entre
catalanes. En cualquier caso, la confluencia de los intereses catalanes con los
de Inglaterra, Holanda y Génova dio, el 20 de junio de 1705, su fruto en el
llamado Pacto de Génova, por el que, en principio, Inglaterra se comprometía al
desembarco de 8.000 hombres, 2.000 caballos y 12.000 fusiles, amén de respetar las
Constituciones autóctonas. Los catalanes, por su parte, reconocían al
archiduque Carlos como rey y movilizaban a 6.000 hombres. El levantamiento
triunfó y el virrey Velasco capitulaba el 5 de octubre.
Desde ahí, una guerra con altibajos (que llevó incluso momentáneamente a
una decepcionante, por fría y mal llevada, entrada de Carlos III en Madrid y a
que Luis XIV se pensara muy mucho en abandonar la causa de su nieto) hasta que
tal y como estaban las piezas del tablero, Inglaterra decidió dejar de jugar. La
caída, en octubre de 1710, de su gobierno liberal (más vinculada a los
intereses financieros del conflicto) llevó a los conservadores (más
contribuyentes a la causa por latifundistas y rentistas) a pactar con una
exhausta Francia la paz a cambio de pingües beneficios comerciales y
territoriales (que indirectamente conllevarían para España la pérdida de
Gibraltar y, a la larga, su influencia en América). Por otro lado, la muerte de
su hermano José I llevó a Carlos III al trono de Austria y a olvidarse
de Cataluña. Ese azaroso episodio luctuoso daba además alas a una tesis inglesa
antitética a la de hasta entonces: ahora había que evitar un gran bloque
austriaco en Europa, ergo había que pactar (secretamente) con Francia. A
los cinco días exactos de la muerte de José I, ya se habían puesto de acuerdo,
si bien tardaron seis meses en decírselo a sus aliados holandeses, por ejemplo.
Todo quedaría plasmado, básicamente, en el Tratado de Utrech de abril de
1713. Y el ya llamado entonces “caso de los catalanes”, matado en su artículo
13, donde Felipe V se comprometía a dar a Cataluña el mismo trato que a
Castilla: o sea, dejarla sin sus propias constituciones y derechos.
El resto es popularmente sabido: Barcelona, Cardona y Mallorca fueron los
últimos reductos austracistas. El 25 de julio de 1713, empezó el sitio de
Barcelona. La voluntad popular de resistir hizo que buena parte de la nobleza,
familias pudientes y el clero se pasaran a zona borbónica (a ciudades como
Mataró y Martorell), lo que radicalizó aún más la resistencia popular, cuyo
sentimiento se hizo más anticastellano (por su apoyo a Felipe V); y también
quizá más republicano y secesionista, aspecto éste que afloró más hacia el
final del conflicto por la sensación de abandono de los aliados.
Todo adquirió un cariz heroico: tras casi 14 meses de asedio y algún
episodio tragicómico --como el nombramiento de la Virgen de la Mercè como
generala de la ciudad tras la dimisión momentánea del cargo de Antoni de
Villarroel--, el famoso 11 de septiembre de 1714 se acabó luchando por las
calles cuerpo a cuerpo y llegando los defensores a reconquistar por ejemplo el
baluarte de San Pedro en 11 ocasiones. El saldo: 7.000 muertos entre los
barceloneses y 10.000 entre los asaltantes, más de 40.000 bombas caídas y un
tercio de los edificios de la ciudad, destruidos.
La iconografía romántica, a partir de 1860, dejó lienzos como el del conseller
en cap Rafael Casanova, herido portando la bandera de Santa Eulalia,
patrona de la ciudad. Y la fecha como referente y símbolo nacionalista. De ello
hace 300 años. Desde hoy y hasta
el 14 de septiembre de 2014, Barcelona y toda Cataluña está movilizada en la
celebración del Tricentenario de 1714. A lo largo de todo un año se
han programado congresos, jornadas, seminarios, simposios, conferencias,
exposiciones, representaciones teatrales, homenajes, inauguraciones,
espectáculos, publicaciones e incluso material didáctico para las escuelas que
girarán en torno al 1714 y la evolución de Cataluña en los siguientes 300 años,
informa José Ángel Montañés. Para la celebración se han implicado
museos, centros culturales, distritos de la ciudad y entidades sociales de
Barcelona y otras ciudades catalanas. En total se han previsto gastar 3,4
millones de euros, la mayoría el ayuntamiento de la ciudad (2,5).
Serán actos académicos como el congreso sobre los
Tratados de Utrecht, que pusieron fin a la Guerra de Sucesión o el encuentro de
novela histórica y eminentemente populares como la fiesta que se celebrará en
el parque de la Ciudadela en la que se recreará el momento en el que se destruyó
la fortaleza militar de Felipe V que vigiló la ciudad durante siglos, o las
rutas por los escenarios de la guerra por toda Cataluña. Las actividades
programadas también se celebrarán fuera del territorio catalán, como las
"semanas catalanas" en ciudades como Viena, Londres, Nova York,
Washington, Berlín y Bruselas.
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