El festival de Locarno proyecta una ópera prima sobre el
desencanto de los ochenta en España
Para desgracia de la canción de Herminio Molero que en 1980 se convirtió de
la mano de Radio Futura en himno generacional, el futuro, definitivamente, ya
no está aquí. Luis López Carrasco, miembro del colectivo cinematográfico Los
Hijos (uno de los más interesantes surgido en España en los últimos años),
estrenó anoche en la sección Signos de vida del Festival de Locarno su
primer largometraje individual, El futuro, una película tan triste que
cuesta creer que transcurra en una fiesta. “Una fiesta tan interminable que
cuando se hace de día han pasado 30 años”.
El futuro arranca con un fundido en
negro y una retransmisión de radio: es la noche electoral de 1982 y Felipe
González anuncia, ya con todo el poder en sus manos, sus propósitos: habla de
consolidar definitivamente la democracia, superar la crisis económica y concluir
la construcción del Estado de las autonomías. También de modernización,
progreso, solidaridad y de todos los españoles. La voz de González se corta,
empieza el silencio, y la fiesta, “ese pacto inmemorial entre la desesperación
y el conformismo”, como denunciaba en 1984 Rafael Sánchez Ferlosio.
La sintonía va y viene mientras entramos en una ciudad, en un piso, en una
noche de jóvenes de los ochenta. Diálogos inaudibles y grupos musicales
anteriores a 1983, casi ninguno famoso. Hay sombras que acechan, agujeros
negros, ¿pero a quién le preocupan?
El futuro nació como nacen hoy tantas
cosas: por pura desesperación. En 2011 a Luis López Carrasco, de 32 años, se le
cerraron todas las puertas que le permitían vivir. “Por primera vez en toda mi
existencia no podía hacer absolutamente nada por mi futuro. Perdí mi trabajo en
la Filmoteca, cortaron las becas y todas las líneas de financiación para jóvenes
emprendedores, de los cinco planes que tenía para salir adelante fallaron
todos, uno detrás del otro. Me quedé en un punto muerto que era la nada pura.
Empecé a rozar la depresión… Fue la idea de no tener futuro la que me hizo
pensar en una sociedad española en la que sí lo había. No quería criticar a esa
generación, en todo caso los envidio, su mayor preocupación era ser feliz. Yo
lo era, pero a la hora de la verdad no importa nada”.
Rodada en 16 milímetros y con parámetros low cost a su pesar (“no
hay nada más excluyente que el cine de guerrilla”), El futuro juega con
un estilo documental, “como si fueran bobinas de aquellos años encontradas”. Un
detalle de Arrebato, de Iván Zulueta, le dio la clave. “Quizá es muy
manido hablar de Arrebato, pero a mí me impactó mucho. En ella se ve una
fiesta en súper 8 que parece un cumpleaños, en la que aparecen Alaska,
Almodóvar, el propio Zulueta y alguien que parece Ricardo Franco, no sé. Aquel
pequeño material doméstico me parece más elocuente que todo lo que he leído
sobre aquellos años. Destila verdadera alegría”.
La fiesta, explica, es una manera de delimitar la película y no una forma
de decir que toda la sociedad española se lanzó a bailar. Le preocupa que se
confunda esa fiesta con la llamada movida madrileña, que, por otro lado,
representa el único relato cerrado sobre aquellos años. “No me interesa la
crítica a la movida, siempre me ha parecido que hay mucha envidia por parte de
quienes no formaron parte de ella. Por eso creo que era el momento de entrar en
los ochenta. También porque ya vale de hacer leña con el árbol caído de la
Transición. Con ella se ha pasado del tótem al tabú, y así no hay diálogo
posible. La fiereza de hoy contra la Transición me parece peligrosa. En el
fondo solo es un nuevo lobby cultural contra otro anterior. Mucha gente
enfadada. Todo me parece el fruto de una gran pataleta”.
En El futuro, sin embargo, nadie anuncia la
desgracia, nadie es más listo que el de al lado. Ninguna de sus canciones se
convirtió en himno de nada, pese a que hoy sus rimas infantiles parecen códigos
cifrados que anuncian la peor de las resacas. Como esa, incluida en la críptica
banda sonora, que cantaba a las “desiertas ruinas con bellas piscinas”.
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