Los Gobiernos suelen orientar el negocio turístico
para justificar la historia. La promoción de la Marca España y la conmemoración
de 1714 organizada por la Generalitat son ejemplos del ansia por ‘vender
patria’
En el siglo XIX, los aristócratas con pretensiones cultas y cosmopolitas,
sobre todo los británicos, tenían que hacer un Grand Tour del continente
europeo, que en realidad se centraba en Italia, Francia, partes de Alemania y
Grecia (y definitivamente excluía a la exótica y peligrosísima España, la de
Carmen y otros bandoleros de la imaginación romántica). La expansión del
turismo durante el siglo XX fue otra expresión de la irrupción de las masas
como sujetos históricos activos y visibles. También fue resultado de la
extensión de la sociedad de consumo a las capas medias y bajas de Occidente. El
boomde posguerra hizo posible la motorización primero y los aviones a
reacción después, lo que, combinado con las vacaciones pagadas permitió la
explosión de la industria del turismo para los plebeyos como usted y yo. Esto
es, antes y después de su masificación, el turismo a menudo ha cubierto una
“necesidad” cultural y el resultado es que hay turismo histórico para todos los
gustos y estómagos: ya sea la certificación de los elevados orígenes de nuestra
civilización mediante inspección de la Acrópolis a la visión del espanto del
totalitarismo contemporáneo en Auschwitz.
El turismo histórico nunca ha dejado de ser del todo discernible del
proyecto político del Estado. Los Gobiernos, y especialmente las dictaduras,
cuando han podido, han buscado la “orientación” del negocio turístico para
nacionalizarlo y justificar lo que les ha convenido, forzando el olvido o el
desprestigio de lo que les ha molestado. Ahí esta el papel legitimador del
turismo histórico, y hasta del de playa, de la dictadura franquista. En este
último caso, no se trataba solo de lo que se decía, por ejemplo, del Valle de
los Caídos o de Belchite, sino de lo que no se decía de otros lugares y hechos
que o no existían o pertenecían al mundo de la deformación y el escarnio
oficial. Como explicó la profesora Sandie Holguín, ya durante la Guerra Civil
la dictadura de Franco invitaba a extranjeros a los frentes de guerra (pero no
a las fosas apenas cerradas de sus víctimas). Más tarde, como también ha
explicado el profesor Sasha Pack, durante la vida del régimen, el Spain is
different de los años sesenta también implicaba que su democracia, Señor
Turista, no es la nuestra, así que venga y disfrute y no piense demasiado. No
es casualidad que el factótum del turismo español durante los primeros 15 años
de la dictadura, Luis Bolín, fuese también, entre otros servicios prestados a
su amo, jefe de prensa del Caudillo durante la guerra (y luego su
seudobiógrafo). Tampoco es casualidad que el régimen fundiese las funciones de
turismo y propaganda en un solo ministerio donde sirvieron personajes como
Gabriel Arias-Salgado o el más prolífico Manuel Fraga, o que intelectual
residente del ministerio durante décadas fuese el historiador Ricardo de la
Cierva.
Son cosas del pasado, de la dictadura, se dirá; y es cierto que lo peor del
turismo histórico-patriótico en España, disfrazado o no, ya pasó. Pero hay
actitudes en este campo que o perviven o han renacido al calor de los discursos
nacionalistas, ahora vestidos de modernidad, de la España actual. Quizá en este
sentido el ejemplo españolista más banal sea el de la Marca España, que sería
irrisorio si no tuviésemos seis millones de parados, niños y adultos con hambre,
corrupción por doquier, o miles de nuestros mejores ciudadanos desperdiciados
para la ciencia “española”. Es dudoso que la Marca España nos haga vender más o
atraiga más turistas, pero lo que sí parece obvio es que sirve sobre todo a
este Gobierno, para el que vale más vender humo patriotero, que además no se ve
más allá de donde llegan las emisiones de la televisión gubernamental, que dar
trabajo a unos cuantos científicos o maestros más.
Desgraciadamente, hay demasiada competencia en España en esta ansia de
vender patria en el extranjero. La Generalitat catalana, lanzada a conmemorar y
gastar lo que no tiene en los fastos de 2014, se ha metido también a la
promoción turística de la historia patriótica. En este sentido, la Dirección
General de Turismo ha editado una guía turística (de casi 150 páginas en la
edición en inglés) promoviendo una serie de circuitos de visitas a lugares
clave en los acontecimientos de 1714 (Catalonia 1714. A tour of places
associated with the War of Succession and the Baroque era). Lo que en
principio parece un proyecto muy loable para promover el turismo y quizá
activar la economía, y el conocimiento histórico, resulta ser un documento que
refleja una visión única y muy parcial, la del soberanismo catalán, de la
Guerra de Sucesión y de los 300 años que siguieron. Puesto algo más crudamente:
es propaganda política que se hace pasar por historia, quizá útil desde el
punto de vista del negocio hostelero, pero al servicio de quien está en el
poder en Barcelona, y pagada con dinero público.
De entrada la guía promete presentar el “punto de vista catalán” de los
hechos. ¿Qué punto de vista catalán? ¿Hay un único y verdadero punto de vista
catalán? Con respeto para los autores y teniendo bien en cuenta las muchas
diferencias de fondo y tiempo, ¿nadie se ha dado cuenta de cómo esto recuerda a
las notorias “verdad de España” del régimen franquista? Cataluña es una
sociedad libre y diversa y, por tanto, no tiene una voz única ni para el pasado
ni para el presente. Pero es que el texto chirría incluso cuando describe
hechos. Menciona esta guía la supresión de la “constitución” de Cataluña por
parte de Felipe V. A falta de mayor información, la noción que se da al turista
histórico es la de una Constitución (moderna, democrática y votada por los
ciudadanos) suprimida, no la derogación por parte de una Monarquía centralista
de la compilación de una serie de derechos y privilegios de origen medieval.
Más tarde, reduce este texto a los combatientes en el conflicto a dos grupos
artificialmente diferenciados, moral y geográficamente. Por un lado, estarían
las tropas de Cataluña y, por otro, las francesas y españolas. La inconveniente
presencia, entre otros, entre los presuntos “patriotas” catalanes de unidades
castellanas, aragonesas, navarras, valencianas e incluso de la península
italiana es simplemente ignorada. Por último, y pese a todas las deformaciones
y omisiones, quizá lo peor de la guía va, como en las jotas, en la despedida:
la afirmación de que el objetivo último de las fuerzas borbónicas era “destruir
la nación catalana”; un objetivo que, nos dice por si no lo habíamos captado,
300 años después siguen (es de suponer que los españoles) sin haber conseguido.
Evidentemente, hay quien piensa que la explicación de toda patria para el
consumo de la masa turística o escolar necesita de una reducción a argumentos
de buenos y malos. Es un camino tan fácil como falso que lleva primero a la
caricatura y luego a la contradicción de los absurdos. Por seguir con esta
guía, en ella se citan a los dos aliados de la patria derrotada en 1714,
Inglaterra y los Países Bajos, como modelos de libertad y laboriosidad hacia
los que los catalanes se sentían naturalmente atraídos. Dejemos aparte la
laboriosidad y centrémonos brevemente en la promoción inglesa de la libertad,
porque es una visión que daría que pensar al visitante que, antes o después de
hacer turismo patriótico en Cataluña, hiciese lo propio y leyese lo que se escribe
y se conmemora en Escocia, Irlanda, la Arcadia canadiense, Quebec o Nueva
Inglaterra, por no mencionar en lo que queda de las prisiones y mercados de
esclavos africanos en ambas orillas del Atlántico. Y esto sin salirnos del
XVIII: un siglo que podrá ser reinventado a conveniencia, pero en el que las
patrias soñadas de unos siguen siendo las pesadillas de otros.
Antonio Cazorla Sánchez es catedrático de Historia de Europa en la Trent
University (Canadá). Su próximo libro es Franco: the biography of the Myth
(Routledge, 2013).
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