El cine de Israel y Palestina se confirma como
inalterable espejo del enfrentamiento
‘Belén’ y ‘Omar’, en la carrera por los Oscar, ofrecen
distintas visiones del problema
DAVID
ALANDETE Jerusalén 22 OCT 2013
Podrían ser padre e hijo, ambos de tez oscura y cabello rizado. Su árabe es
perfecto y con él se comunican. Pero a pesar de su proximidad, física y
emocional, les separa un abismo. Razi es israelí, agente del Shin Bet. Sanfur
es su informador, un adolescente palestino. Ambos son los protagonistas de Belén, debut en la dirección
de Yuval Adler, preseleccionada para los Oscar y éxito de crítica y
público en Israel. “Me fío de él como si fuera mi hijo”, dice en un momento
Razi delante de Sanfur. Es patente que entre ambos hay más que una simbiosis.
Puede ser confianza o incluso afecto. Ambos intentarán darse una oportunidad.
Pero 65 años de conflicto y la memoria de demasiada violencia median entre
ellos. La suya es, como la de muchos protagonistas del nuevo cine israelí y
palestino, una relación maldita.
En Israel y Palestina las esperanzas han sido aplastadas demasiadas veces.
Cada intento de negociar una paz duradera es recibido con desencanto. El
fatalismo impera, en la vida cotidiana y el arte. En ambas partes, el cine ha
hecho del miedo al otro un verdadero género. El resultado son películas que
avanzan como tragedias, en las que las decisiones personales no determinan el
destino, que viene marcado por una lucha ancestral. Pocas decisiones
verdaderamente personales hay en Belén. La suerte la dictan los otros:
los milicianos palestinos, los islamistas, la inteligencia israelí, los
políticos y los uniformados, Israel y Palestina.
“Los protagonistas tienen una conexión, pero actúan con una compleja
dualidad”, explica Adler, el director. “Aquí no hay una historia de amor fraternal
contra los elementos. Esto no es Romeo y Julieta. Ambos se quieren y también se
utilizan para sus propios fines”, añade. Es cierto que, aunque Razi
(interpretado por Tsahi Halevi) expresa su afecto a Sanfur (Shadi Mari), en
privado se refiere a él como un “activo”, un instrumento. “Los personajes están
atrapados en una tragedia, sin opciones, sin giros en su destino. La película
cuenta desde temprano qué va a suceder. Es la gramática de la tragedia, en la
que los personajes no pueden solucionar problemas mayores que ellos mismos”.
El cine israelí recibe cada año 19 millones de dólares (13,87 millones de
euros) de subvenciones públicas, que permiten la producción de entre 16 y 20
largometrajes. Se venden, en las 400 salas que hay abiertas en Israel, 11
millones de entradas anuales. Desde 1964, 10 títulos israelíes han sido
nominados a mejor película de habla no inglesa, frente a uno de los territorios
palestinos, Paradise now (2005), de Hany Abu Assad. En realidad, en los
territorios palestinos no hay estudios ni una verdadera industria. Con una
economía completamente dependiente de las inversiones extranjeras y el gasto
público, los directores palestinos se ven forzados a optar por las
coproducciones.
En esa tradición es una excepción Omar, la nueva
película de Abu Assad que, con orgullo, identifica el país de
procedencia, simplemente, como Palestina. La película, que se estrenó en Cannes
y también ha sido enviada para su consideración en los premios de la Academia,
es de nuevo una película sobre el conflicto y la ocupación porque, como explica
su director, “cuando una película se ambienta en Palestina, es imposible huir
de esos elementos”. En este caso, unos jóvenes palestinos asesinan a un soldado
de Israel. El protagonista, Omar (Adam Bakri), es arrestado y desde ese
momento, tras abusos y torturas, Israel planta en él la semilla de la duda y la
desconfianza, que dañará enormemente sus relaciones con sus amigos y su pareja.
“Mi película es una historia de amor
y amistad, un thriller de espionaje, y tiene elementos que son
universales”, explica Abu Assad, que logró 1,5 millones de dólares (1,09
millones de euros) para financiar su película íntegramente del sector privado
palestino. “Pero es imposible no mostrar los efectos de la ocupación, nuestra
voluntad de ser independientes, de avanzar el movimiento de resistencia. Pero
una película sola no puede reflejar todo el conflicto. Es mucho más complejo”.
En muchos casos, la creciente oferta de cine de conflicto entre palestinos
e israelíes responde también a una demanda internacional, según explica Dorit
Naaman, experta en cine de Oriente Próximo y profesora en la universidad de
Queen's en Canadá. “Este tipo de cine suele tener buenos resultados en los
festivales, cruciales para atraer financiación internacional. No hay duda de
que hay una industria del entretenimiento en torno al conflicto, y los
creadores cubren una demanda”.
Los filmes palestinos e israelíes han ido desprendiéndose, poco a poco, del
estilo lírico de directores como Elia Suleiman o Amos Gitai, ampliamente
reconocidos en Cannes y Venecia. El enfrentamiento, enquistado, ha ido
creciendo en estos largometrajes, llevándoles por caminos más realistas. De
hecho, el año pasado, en la categoría de mejor documental en los Óscar
coincidieron The Gatekeepers (del israelí Dror Moreh), sobre los
servicios de inteligencia israelíes y los desafíos de la seguridad en los
territorios palestinos, y Cinco cámaras rotas (del palestino Emad Burnat
y el israelí Guy Davidi), que trata de la construcción del muro de separación
en la localidad de Bilín.
Algunos filmes llevan a israelíes y palestinos a casos extremos, en los que
la relación entre seres humanos, desprovistos de nacionalidades, desafía los
resortes y las trampas del conflicto. Lo hace con maestría el israelí Michael
Mayer en Out in the dark, su debut, en el que el acomodado abogado
israelí Roy (Michael Aloni) se enamora del estudiante palestino Nimr (Nicholas
Jacob). En la trama, la crueldad de los servicios secretos israelíes solo es
comparable a la despiadada intolerancia del hermano de Nimr, que le expulsa de
su casa y de Cisjordania al descubrir su homosexualidad.
“Es normal ser pesimista respecto al futuro del conflicto
entre palestinos e israelíes, al menos en el futuro inmediato”, explica Mayer.
“Por eso, la película no podía ser un cuento de hadas, debía ser problemática,
oscura. Pero a pesar de todo, uno no puede renunciar a la esperanza a largo
plazo. Es, creo, un reflejo del sentir general israelí, que es cínico pero que
al mismo tiempo se aferra a la esperanza. Si el conflicto no se soluciona
ahora, tal vez se llegue a solucionar en un futuro”. Antes, con toda seguridad,
se habrán estrenado un sinfín de películas como estas.
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