17 octubre 2013 20minutos.es
El fotógrafo Hugo Jaeger (1900-1970) no consideró necesario
anotar el nombre de la muchacha, una vecina de Kutno (Polonia) a la que retrató
en 1939. Podemos sostener sin demasiado riesgo de error que intercambió con
ella algunas palabras pese a que él era un alemán fervorosamente nazi y ella
una judía encerrada en un gueto que sería, para utilizar el término exacto que
fue apuntado en los expedientes, “liquidado” en la primavera de 1942,
menos de tres años después.
Es difícil saber qué emoción conducía la actitud de Jaeger, un tipo bávaro,
de buena familia, nacido en la correctísima ciudad de piedra de Múnich y
convencido de que la Gran Alemania era un premio al que los arios estaban
destinados por razones históricas y, por extensión, convencido también de que la
joven de la sonrisa directa era una “perra”, una “parásita”, una “rata”…
Como cualquier judío.
Si todo retrato es un prólogo de la muerte, una intención de retener en un
espacio bidimensional el aliento vital, los de la chica judía de Kutno —porque
el fotógrafo nazi le hizo un par de tomas, por eso sostengo que intercambiaron
algunas palabras, que quizá él le reclamó la sonrisa y ella, confiada, se la
concedió— lo son con una intesidad atroz.
Cuando hizo las fotos en los guetos de Kutno y Varsovia, Jaeger sabía
que estaba retratando a personas con fecha de caducidad, a futuras víctimas
del exterminio. No se puede deducir otra cosa sabiendo que era el fotógrafo
personal de Adolf Hitler desde 1936 y ninguna puerta se le cerraba en el
Reich. Estaba en la nómina de los esbirros.
En el futuro Jaeger diría —como tantos millones de alemanes y alemanas
sostendrían pese al olor a carne quemada que entraba en las salas de estar
como un invitado cotidiano— que nada sospechaba , que le gustaba retratar,
que aquellos judíos polacos le interesaron por motivos documentales.
No era un gran fotógrafo. Ni siquiera dominaba las reglas básicas de la
composición, en las que le ganaba de calle el otro reportero oficial nazi, Heinrich Hoffman, pero Hitller confiaba en
Jaeger porque ambos preferían las imágenes en color y el retratista se
inclinaba por el revelado de diapositivas, que en los años treinta y cuarenta
todavía era dificultoso.
El Führer adoraba como Jaeger capturaba la épica astracanada de los desfiles e incluso
había recibido el encargo de documentar la celebración del 50º cumpleaños de Hitler y el
fotógrafo le había mostrado en el centro de una turbamulta de arias semihistéricas en torno al ídolo, había
firmado uno de los retratos oficiales del tirano y había
logrado franquear la intimidad del paranoide dictador para retratar sus espacios íntimos. Insisto: Jaeger
no era un inocente reportero y su cámara estaba manchada de inmundicia.
Me importan bastante poco las fotos de nazis que firmó Jaeger, otro nazi,
pero sigo sin entender qué estrategia le llevó a dejar constancia de aquellos
que estaban marcados para la masacre —los 400.00 judíos de Varsovia y los 8.000
de Kutno—. Sus imágenes de los guetos polacos son únicas, ningún otro
reportero logró dar testimonio fotográfico de las antesalas de la aniquilación
universal prevista para estas personas que posan sin aparente fingimiento ante
la cámara de Jaeger.
Lo que vino después es casi tan indescifrable como lo anterior. Tras la
derrota nazi, el fotógrafo, que intentó buscar el anonimato en Múnich, no fue
perseguido, ni siquiera interrogado. Guardaba dos mil diapositivas en una
maleta, entre ellas algunos retratos de jerarcas y simpatizantes nazis de
primer nivel que le hubieran venido muy bien a la justicia aliada postbélica.
Aseguró que unos soldados estadounidenses lo detuvieron para revisar la valija,
pero encontraron primero una botella de coñac y se conformaron con el alcohol.
Luego, eso dijo, enterró las fotos en las afueras de la ciudad en tarros de
cristal y las vendió por una cantidad no revelada en
1965 a la revista Life. La publicación se mostró tan recatada y
melindrosa como es costumbre y no hizo públicas las imágenes hasta 2005.
Como tantos otros alemanes que invitaban a entrar en casa al olor a carne
quemada, Jaeger murió limpio. Me gusta pensar, sin embargo, que su condena es
eterna y está dictada por las dos fotos, una con sonrisa y otra sin ella, de
una anónima muchacha de la campiña polaca a la que retrató sabiendo que le
esperaba el martirio.
Ánxel Grove
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