Varanasi, ciudad india en el valle del Ganges, es un paraíso para los
dioses y una ciénaga para sus mortales
Cientos de mujeres se organizan en pequeñas aldeas para salir de la pobreza
extrema a la que el sistema de castas, la explotación y la superpoblación
someten a sus familias
Juan Luis
Sánchez - Varanasi (India) 09/10/2013 – eldiario.es
A Jyoti la llaman comerratas. Sostiene a su hermana en brazos y camina sin
resbalar por el fanguizal que es hoy su aldea después de la lluvia. Dice que
tiene 19 años y parece que son 13: figura menuda, ojos de niña que ya no juega,
un adorno en la nariz.
A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia.
Viven en la aldea de Kapil Dhara, a unos kilómetros al norte de la ciudad
sagrada de Varanasi (Benarés), en el corazón del valle del Ganges, una
explanada eterna que es el paraíso de
los dioses hindúes y budistas y una ciénaga para sus mortales. En
los 10 kilómetros que separan el río santo de la aldea de Jyoti se extiende la
vida en forma de pasta densa y concentrada, como si no hubiera sido terminada
de untar. Una pobreza urbana monocorde y contundente camufla entre borrones de
suciedad escenas que ya por separado serían insoportables. El barro colecciona
rostros, el agua encharcada hace tiempo que dejó de buscar una alcantarilla,
los edificios son tela raída.
En el epicentro
mundial de la superpoblación las leyes de la física mutan; las motos
y los coches están libres de las reglas de la inercia, sus conductores no
sienten miedo; los que pasean no pasean, atraviesan corrientes de tráfico y
esquivan hombros; la gravedad no afecta a las estanterías de las tiendas, que
acumulan telas, zapatos y semillas que a pesar del bullicio están ahí para no
ser vendidas nunca; las ruedas de las bicicletas y los rickshaws no se
pinchan a pesar de que el asfalto de las calles está enterrado en polvo y
basura, agujeros y piedras; los hombres resisten recostados sobre cualquier
esquina el murmullo infartado de las bocinas, que no se avisan sino que
conversan.
El punto de apoyo para que Varanasi no pierda por completo su contacto con
las normas físicas de este mundo parece estar sobre el lomo de las vacas:
deambulan nunca muy lejos de sus invisibles dueños con la parsimonia de la que
respira aire tranquilo en una dehesa, con la tranquilidad de lo sagrado, con la
pesadez del centro de una órbita.
A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia, como a muchas de las
personas de su aldea. Mira con ojos avergonzados y escépticos. Le preguntamos
qué quiere ser de mayor en un impulso egoísta para recibir una caricia de su
inocencia todavía infantil, para que contradiga con algo de esperanza lo que
dicen sus ropas, su pelo, sus pies, sus manos, su debilidad física.
"Maestra", responde sin entusiasmo, consciente de la ficción.
"Ya eres maestra de tu hermana, ¿verdad?", decimos ya rozando el
patetismo. "Sí".
Los padres de Jyoti han tenido cuatro hijas y dos
hijos; eso para una familia pobre india es un problema: significa que tendrán
que pagar una dote a cada uno de los maridos de sus cuatro hijas por
"hacerse cargo" de sus mujeres. Una ruina. India, con 1.200 millones
de habitantes, es de los pocos lugares del mundo donde hay más hombres que
mujeres: muchas niñas son asesinadas por sus padres al nacer y conforme la
tecnología avanza las clases medias y altas pueden acceder a radiografías y
abortos selectivos en función del sexo detectado en el feto.
A Jyoti la
llaman comerratas, como a toda su familia, como a muchas de las personas de su
aldea, como a cientos de miles de personas más en varios estados del norte de
la India, porque así es como llaman a toda su tribu: son los musahar, un
grupo de la casta de "los intocables", el nivel más excluido del
sistema de segregación social que sigue imperando en la India a pesar de los
esfuerzos públicos por corregirlo a través de cuotas y discriminación positiva
en algunas instituciones.
La propia filosofía divina que hay tras el sistema de castas frena esa
emancipación: la creencia hindú dice que quien ha nacido siendo un dalit,
un marginado, es como pago por lo hecho en una vida anterior; por tanto, lo que
hay que hacer para ser algo más privilegiado es portarse bien en esta vida.
Dice la leyenda que cuando fueron creados los primeros hombres, los dioses
les entregaron un caballo y una herramienta de trabajo. Uno de ellos usó la
herramienta para hacer dos agujeros a cada lado del vientre de su animal para
poder fijar allí sus pies y no caerse al montar. Esa crueldad enfadó mucho al
dios Parmeshwar, que le hizo a él y a sus descendientes cazadores de ratas. Con
este agradable cuento como argumento, el sistema de castas ha relegado
tradicionalmente a los musahar –que de hecho significa literalmente
"buscadores de ratas". El sacerdote Abhi, que lleva 35 años
trabajando en el estado de Uttar Pradesh, hizo su tesis doctoral sobre los
musahar: "como solo consiguen trabajo en la agricultura, cazan ratas para
poder comer", nos explica. "Cavan debajo de las plantaciones de arroz
porque saben que allí se esconden los roedores", dice. Esos cultuvos
pertenecen a terratenientes de otras castas que les dan trabajo como
agricultores unos meses al año.
En las camas de Kapil Dhara no hay colchones.
Un somier de madera atravesado por cuerdas gruesas preside los cuartuchos de
casas de barro; de pared a pared, algunas veces de ladrillo como símbolo de
prosperidad, un cordel sostiene el peso de las colchas y de la ropa familiar
que escurren la humedad.
En la calle empedrada un cerdo engorda en un barrizal oscuro a la puerta de
una casa que venderá su carne. En la esquina de más acá luce una pequeña tienda
que presume con tiras de paquetitos de dulces prefabricados colgando del quicio
y bolsas de galletas clavadas en la pared; en el escalón, la madre prepara
bandejas de cereales, la abuela pela verdura y los niños juegan con dos piedras
redondeadas hasta que hacen de canicas. El padre de la familia, que va y viene
con la moto cada tanto a por la mercancía, observa desde el claroscuro.
Una de las cosas que ve, a su derecha, es a dos chicas en los límites del
cultivo fregando los platos con barro, a falta de estropajo y jabón. A su
izquierda, una señora hace una de las especialidades de los musahar, unas
coronas de hojas secas cosidas para emplatar comida en bodas y fiestas.
La tienda, el cerdo, las coronas… estas iniciativas de autoempleo surgen
con la ayuda de un sistema de microcréditos que poco a poco cambia la
mentalidad y las oportunidades en aldeas como esta. Las mujeres –siempre las
mujeres– ahorran hasta que tienen un bote suficiente como para dar prestado a
alguna familia de la comunidad que tenga un proyecto de economía productiva –no
vale reparar la casa, y mira que lo necesitan– y quiera financiarlo. La familia
se compromete a devolver el dinero a ese mismo bote con un interés del 2%, en
lugar del 10% de bancos que además no confiarían un crédito a personas tan
pobres.
El porcentaje de personas que saben escribir y leer no llega al 3% y
en el caso de las mujeres la cifra es prácticamente ruido estadístico. Sin
ayuda no podrían y las organizaciones locales hacen de guía técnico y sobre
todo emocional en un viaje de emancipación que parte desde el cero más
absoluto. En Kapil Dhara y otras aldeas de la zona, la organización Lok Chetana
Samiti, que coordina el sacerdote misionero Shathish Augustine, recibe dinero
de Manos Unidas para el desarrollo
comunitario a través de la actividad económica y social de las mujeres.
El
viaje hacia la dignidad en la ciénaga santa de Varanasi necesita de mitos
nuevos; necesita de leyendas que cambien la condena divina por autoestima,
la reencarnación por la urgencia, la sumisión por la lucha. Y esa historia, y
es real, se cuenta en una aldea muy cerca de Kapil Dhara, donde viven las 120
mujeres de azul de Gaura Kala.
Hace seis años eran tan pobres, tan sometidas, tan poco conscientes de sí
mismas, tan maltratadas como lo son hoy las de Kapil Dhara. El mismo sistema de
microcréditos que ahora ensayan entre cerdos y hojas cosidas sus vecinas les ha
llevado a formar una comunidad activa y hasta activista con el paso de los años.
A las mujeres de azul de Gaura no hay que escarbarlas con preguntas estúpidas
de respuestas estériles, ellas llevan la iniciativa de la conversación en un
discurso que, sin traducir, ya suena elocuente. Grueso como lo son sus libros
de anotaciones donde organizan las entradas y dineros del banco. Estimulante
como la idea de saber que han organizado un grupo de presión para ir a reclamar
trabajo a la puerta de responsables empresariales y políticos para hacer pozos,
carreteras o canalizaciones. Esperanzador como escuchar de su boca, en una zona
empobrecida y marginada con la excusa del castigo divino, donde el matrimonio
es concertado y el nacimiento de una hija es una carga, que ese grupo de 120
mujeres de azul de Gaura Kala tiene el valor de ir a las casas si es necesario
para advertir a algún hombre que, a su compañera, ni un golpe más.
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Nota: Esta cobertura de eldiario.es en India es posible
por la invitación de Manos Unidas. La ONG ha corrido con los gastos del viaje.
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