Cientos de refugiados de Siria, Afganistán e Irak viven
en Calais desamparados por las autoridades
Calais tiene fama de ser una ciudad demasiado expuesta a los invasores.
Pero la leyenda le atribuye méritos heroicos. En el siglo XIX, Auguste Rodin
esculpió el imponente monumento Los Burgueses de Calais para honrar la memoria
de los seis notables que se entregaron a los ingleses para salvar a los
habitantes del asedio en 1347. La leyenda creció en 1944, cuando 3.800 soldados
resistieron durante un mes el asalto de dos divisiones Panzer. Hoy, la
localidad francesa más cercana a Reino Unido —34 kilómetros de agua, autopista
y alta velocidad— se ha convertido en una triste y demoledora metáfora de la
traición de la Unión Europea a sus valores fundacionales de humanismo, paz y
solidaridad.
A un centenar de metros de la playa de Calais, entre las dunas de arena y
los arbustos bajos azotados por el gélido viento del noroeste, se encuentra La
Jungla, un campamento ultraprecario donde viven algunas docenas de refugiados
de la guerra de Afganistán. Cerca del puerto donde atracan los
enormes ferries que vuelan sobre el canal de la Mancha, un centenar de jóvenes
sirios se protegen del frío en 13 tiendas de campaña que apenas resisten de pie
los embates del vendaval. En el centro, en una casa okupada, se hacinan 80
eritreos de piel tostada y mirada huidiza; y un grupo de 15 sudaneses
sonrientes ha venido en minibús a comer los bocadillos que reparte la ONG
Secours Catholique en un local de uralita de la periferia.
En total, según las estimaciones de Médicos del
Mundo y Cáritas,
en esta ciudad de 75.000 habitantes que hasta hace cuatro años tuvo alcalde
comunista y en la que hoy medra un candidato de extrema derecha, hay en este
momento unas 500 víctimas civiles de persecuciones y guerras viviendo en la
calle.
Son casi todos hombres jóvenes, y vienen de lugares que suenan remotos y
sin embargo han copado los titulares de la prensa occidental en la última
década: Alepo, Damasco, Darfur, Kabul, Kandahar, Peshawar, Tora-Bora…
“Kurdos, paquistaníes, afganos,
somalíes o eritreos, todos han vivido historias parecidas, y el martes hicieron
un minuto de silencio por las víctimas de Lampedusa”, explica Cécile Bossy, una
activista de Médicos del Mundo.
Todos han llegado hasta la última frontera norte de la Fortaleza Europa
tras cruzar el Mediterráneo y la Unión Europea, siguiendo las dos rutas
posibles: Egipto, Turquía, Grecia, Italia, Francia. O Hungría, Austria, Italia
y Francia. El sirio Mohamed, de 25 años, que hasta hace unos meses estudiaba
cuarto de Económicas en la universidad de Damasco, resume así su viaje: “Ammán,
Cairo, Siracusa, Catania, Milán, Ventimiglia, París, Calais. Y luego Alá dirá”.
Pese al drama que llevan encima, y aunque viven en condiciones
infrahumanas, estos expatriados forzosos, que visten la ropa deportiva que les
dan las ONG, no pierden el humor ni la hospitalidad. Reciben a los visitantes
en su tienda de campaña entre risas y bromas, ofrecen todo lo que tienen
—tabaco y galletas—, y cuentan sus historias con tanta dignidad como lucidez.
Algunos tienen estudios y hablan inglés o francés, como Jacob y Mohamed,
pero hay también un albañil de Deraa —la ciudad siria
donde comenzaron las protestas contra el régimen—, uno que era
policía en Alepo y desertó, y varios rostros silenciosos que prefieren hablar
con sonrisas.
Mohamed cuenta que perdió a su bebé de tres meses en un bombardeo de las
tropas de El Asad y que después fue encarcelado tres semanas por dar una
entrevista a la BBC. “Luego la familia se dispersó y cada uno salió de Siria
como pudo. Mi mujer y mi madre están en Turquía, y mi padre y mi hermano, en
Londres. Esta jodida guerra nos ha destruido, y aquí no puedo andar 30 metros
sin que me persiga la policía”.
Los dientes blanquísimos del afgano Zandal, de 28 años, nacido en Kabul,
contrastan con la podredumbre que destila La Jungla. Dice que lleva ocho meses
durmiendo aquí y ocho años vagando por Europa: “Mi hermano era intérprete de
las fuerzas italianas y los talibanes le cortaron el cuello. Yo no puedo
volver. Intento cruzar a Inglaterra en camión todas las noches, pero los perros
siempre ganan. Ya sabemos superar el control del escáner tapándonos uñas y
dientes, pero esos malditos perros ingleses nos huelen y nunca fallan. Y aquí
seguimos, en el paraíso… Europa nos quitó todo, y ahora nos trata como a
criminales”.
El objetivo de casi todos los refugiados que vagan por Calais, Dunkerque y
Saint Omer es conseguir el asilo político en Reino Unido, explican Bossy y su
colega Mohamed, que trabajan desde hace un año en estos baldíos donde la
fórmula Unión Europea suena como un sarcasmo. “Algunos intentan obtener el
asilo en Francia, pero aquí la burocracia pudrió el sistema hace diez años y
los trámites pueden durar hasta 18 meses”, señala Bossy.
“Londres solo tarda dos meses en decidir, y les da albergue y comida
mientras tanto”, cuenta el activista Mohamed. “En Francia no hay albergues, y
tienen que dormir en la calle. Sufren una continua violencia institucional:
mientras Hollande hablaba de ayudar a la oposición a El Asad y de atacar Siria,
la policía acosaba a los refugiados en Calais”.
“Vienen a controlarlos a las seis de
la mañana y luego les molestan para animarlos a marcharse, los tratan como a
perros”, explica Isabelle, una profesora de Calais que en sus ratos libres
enseña francés a los expatriados: “No tienen más remedio que jugarse la vida
cruzando el canal en camiones o andando por los túneles, porque no pueden
entrar legalmente en Reino Unido salvo que tengan familiares allí”.
Esta encerrona europea tiene un apellido muy literario: Dublín, y un nombre
que suena a cuartel: reglamento. El reglamento Dublín II fue aprobado en 2003
por la UE con la idea de ordenar y limitar las concesiones de asilo político,
un estatuto que no pocos Gobiernos han tratado de confundir, de forma tramposa,
con los términos “inmigración clandestina”. El reglamento estipula que los
países que dejen entrar a los refugiados “de forma irregular” deben tramitar su
asilo. “El problema es que casi todos los huidos de Oriente Próximo entran en
Europa por Italia o por Grecia, dos de los países menos acogedores”, explica
Bossy, “y muchos refugiados prefieren seguir huyendo”.
Tras pasar varios meses en tierra de nadie, sin poder avanzar ni
retroceder, 60 jóvenes sirios se subieron la semana pasada a una pasarela del
puerto de Calais e iniciaron una huelga de hambre para pedir una solución.
“¿Por qué no nos dejan pedir el asilo en el sitio donde queremos vivir?”,
pregunta Shukan, el albañil de Deraa. Al cuarto día de huelga, París reaccionó:
les prometió tramitar su asilo y logró que los funcionarios del Reino Unido se
acercaran a Calais. Dos jóvenes que tienen familia allí podrán cruzar
legalmente el canal.
Los demás pararon la huelga y siguen aquí, esperando para cruzar
ilegalmente. “En Francia nos tratan como a animales. No nos fiamos”, comenta
Shukan. El goteo de recién llegados es continuo, aunque su futuro parece
oscuro: París otorgó asilo político a 380 ciudadanos sirios en 2012, y según
indican los datos globales, rechazó el 90% de las 61.400 demandas que recibió.
La solución, en el muro nórdico igual que en el sureño, son las mafias.
Mohamed, el exestudiante de Económicas, cuenta que pagó 3.000 euros por el pasaje
en barco desde Egipto a Sicilia, y que ahora ha abonado “1.000 libras
esterlinas a unos tipos que garantizan el paso del canal. Ya lo he intentado
diez veces, pero no ha habido suerte”.
Otros, con menos medios, eligen cruzar a pie por el túnel
del Eurostar, el tren de alta velocidad París-Londres. Las ONGs definen las
muertes que se producen en ese lugar con un tecnicismo que quizá valga como
metáfora de Europa: “Muerte por aspiración”.
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