La alambrada de Melilla se ha convertido en un muro que separa pueblos, países,
continentes, civilizaciones.
Divide también los corazones de todos aquellos que se acercan a ella, ya
sea para defenderla o para contar lo que sucede a ambos lados.
Una alambrada ingobernable que parece dotar de absurdo absoluto y
esquizofrenia a todo cuanto acontece en ella.
Jesús Blasco de
Avellaneda – Melilla 14/10/2013 – el diario.es
La luna parece esconderse en el claro y robusto cielo estrellado
norteafricano cuando están a punto de dar las seis de la mañana. En la
oscuridad, un hombre llama por teléfono a su esposa y le dice:
– Nena, voy para la valla.
– Ten mucho cuidado –responde ella.
– Tranquila.
No va a pasar nada, Dios está con nosotros, quién contra nosotros.
– Que Él te
acompañe. Espero noticias tuyas. Ojalá no te pase nada, amor mío. Te quiero.
–
Yo también te quiero, mi vida. Dale un beso a los niños de parte de su padre.
Diles que papá está luchando por ellos, ¿vale? Un beso. Hasta pronto.
– Hasta
pronto. Mil besos.
Mientras, a escasos dos kilómetros de allí, otro hombre recibe una llamada
que le pone en alerta y despierta también a su mujer. Él comienza a vestirse y
acicalarse mientras la mujer desde la cama le señala:
– Nene, ¿Otra vez para la valla?
– Sí, gorda. Otra vez –responde él.
– Ten
mucho cuidado, por favor - insiste ella.
– Tranquila, no me va a pasar nada.
Además, tenemos a Dios de nuestra parte.
– Bueno, que Él te acompañe. Pero, por
si acaso, no arriesgues mucho.
– No tengas miedo por mí. Dile a los niños que
papá ha ido a trabajar y que les quiere mucho.
–Se lo diré. Cualquier cosa, llámame.
No me tengas preocupada. Dame un beso, guapo.
– Descuida. Adiós, nena. Te
quiero.
Pocos minutos después de ambos diálogos, coincidiendo con la llamada al
rezo desde los alminares a ambos lados de la valla de Melilla y con el relevo
de la guardia nocturna en el lado español, trescientos subsaharianos se dejan
literalmente la piel tratando de superar un triple enjambre de alambres de más
de seis metros de altura para lograr su objetivo: pisar suelo europeo.
Entre las vallas y al otro lado de ellas, les esperan más de medio centenar
de guardias civiles que, salvaguardando la inviolabilidad del territorio patrio
y en cumplimiento de las órdenes de sus superiores, pondrán en riesgo su
integridad física para truncar por todos los medios ese objetivo que mueve y
motiva a los inmigrantes.
La primera conversación es de Valentine, un joven maliense, con su querida
Aminata, vía telefónica. En su país llevaban tiempo pasándolo mal. No había
trabajo, aumentaban la violencia y las desigualdades sociales, y Valen no quería
ver crecer a sus hijos en un entorno tan pobre y hostil. Mientras él buscaba
trabajo, hacía chapuzas en talleres y daba clases particulares, ella se echaba
al pequeño de los tres retoños a la espalda y al mediano lo agarraba fuerte de
la mano para recorrer todos los días varios kilómetros andando y acabar
haciendo cola durante horas en el consulado de Francia, con el único fin de
salir legalmente del país y buscar un futuro mejor para sus hijos.
Aminata tuvo que lidiar con abusos, vejaciones e, incluso, algún robo en
los largos trayectos hacia el consulado; esperó bajo el frío y la lluvia; vio
enfermar a sus dos hijos en esas largas esperas; tuvo que pagar y pagar por
documentos, por hacer cola, por los consejos, por el transporte… Después de
casi dos años, Aminata desistió. Había gastado todo el dinero que tenían
ahorrado para intentar viajar a Europa. Su pequeño estuvo a punto de morir de
pulmonía. Ella estaba agotada y ya no tenía fuerzas de seguir luchando por un
visado que parecía no llegar nunca.
Valen habló entonces con un amigo que conocía a gente que podía llevarlo en
sus camiones por la ruta de la emigración hacia el norte. Después de meditarlo
unos días, lo tuvo claro: en dos semanas estaría a las puertas de su sueño por
menos dinero y esfuerzo del que su mujer pudiera haber malgastado en tan sólo
un mes de espera.
Él sabe que no está bien entrar así a un país, que no es la mejor forma y
que, además de arriesgar su vida, puede poner en peligro la de otros. Pero es
una acción fruto de la desesperación más profunda y que nace de la conjunción
entre la violación sistemática del derecho a la libertad de movimiento en los
estados subsaharianos y del instinto más primario y visceral de protección a la
familia y de mejora de las condiciones de vida de los habitantes de estos países.
La segunda conversación la mantienen Pedro y Carmen en el dormitorio
conyugal de una familia media melillense que ambos han forjado con esfuerzo y
dedicación. Ella estudió magisterio, pero su vocación maternal le llevó a
dedicarse por entero a su marido y sus tres hijos. Pedro, huérfano desde pequeño,
no tuvo la oportunidad de realizar estudios superiores y, después de trabajar
en casi todo, acabó aprobando la oposición para formar parte del Instituto
Armado.
Pedro siempre se vio como comandante de puesto en un pueblo pequeño perdido
en alguna serranía de la llamada España profunda; teniendo una vida tranquila,
ayudando a sus convecinos, resolviendo riñas y disputas, poniendo multas, dando
advertencias y poco más. Pero, con tres hijos y un solo sueldo, la vida es muy
dura en tiempos de crisis, y en Melilla, entre el plus de residencia y los
incentivos, se cobra un buen pellizco más que en la Península.
Ni a él ni a Carmen les hacía gracia tener que estar lidiando con saltos de
valla, pateras, menores no acompañados, contrabando y todas esas cosas que
conlleva una ciudad fronteriza cuya aduana separa la mayor desigualdad económica
y social del planeta.
El trabajo que se hace en Melilla no es el más gratificante, ni es para el
que Pedro se formó durante tanto tiempo en la academia de guardias de Baeza, en
Jaén. Cada día le cuesta más levantarse para acudir a la valla. Sabe que entrar
así no es la manera correcta y que él tiene que cumplir las órdenes de sus
superiores. Su misión es proteger su país e impedir que nadie entre por la
fuerza en él, que no es poco. Aun así, entiende las necesidades que pasan esas
pobres personas que se ven obligadas a saltar un muro para poder sobrevivir.
Sabe que el inmigrante entra con toda la fuerza posible para asegurarse la
llegada y la permanencia en suelo español, y pasa miedo y nervios; no le gusta
perseguir a pobres desarrapados ni ver a hombres, padres de familia como él,
amontonarse heridos entre alambres.
La situación de ambas familias, el miedo y la responsabilidad de ambos
matrimonios; el riesgo que corren esos maridos para proteger a sus hijos; toda
esta problemática en torno a la valla es asumible, comprensible y lleva a
empatizar a todo aquel ser humano que se aproxima a este conflicto tanto como
con el que entra como con el que intenta repelerle.
La alambrada de Melilla es un muro de la vergüenza, necesario o no, que
separa pueblos, países, continentes y civilizaciones; pero que también divide
los corazones de todos aquellos que se acercan a ella ya sea para atravesarla,
para defenderla, para contar lo que en ella sucede o, simplemente, porque les
ha tocado vivir en esta pequeña ciudad tan norteafricana como europea.
Hasta aquí llega la realidad diaria que todos conocen y que los medios
generalistas, locales y nacionales, se han encargado de tratar de la manera más
aséptica e institucional posible. Una realidad que a unos empuja a decantarse
por ese pobre español de a pie que cada día tiene que defender las fronteras de
su inquebrantable nación; a otros, les lleva a empatizar más con el infortunado
subsahariano que, malnutrido y semidesnudo, escapa de injusticias, guerras y
pobreza; y a muchos, les arrastra, en una esquizofrenia absoluta, a entender
por momentos la complicada situación integral de una frontera en la que cada
salto es una patada en la espinilla de ese gigante con pies de barro llamado
aldea global, comunidad internacional, derechos universales, paz mundial o
estados de derecho, según sea el contexto.
Para todos queda claro que tanto el inmigrante como el guardia civil no sólo
no son los culpables de la situación trágica que se da en la frontera de
Melilla, sino que, además de ser los más perjudicados, son simplemente el último
eslabón de una cadena encabezada por organizaciones internacionales, gobiernos,
mandatarios y grandes empresarios que no logran atajar –o no quieren hacerlo–
el problema de la inmigración irregular, y del que los principales
beneficiarios son los que se lucran con el sufrimiento de los más débiles.
Entonces, ¿qué demandan los periodistas y medios sociales, humanos y
comprometidos que cubren los saltos? ¿Qué denuncian las organizaciones que
luchan por la justicia en la valla?
Tanto el periodismo social como el activismo, en condiciones normales,
defienden siempre la justicia y la verdad, exigiendo por parte de todos el
estricto cumplimiento de las leyes, pero posicionándose siempre del lado del más
débil. En este caso, el inmigrante, ya que no son comparables las armas y
herramientas sociales y jurídicas con las que cuentan el peón negro y el peón
blanco de este enorme ajedrez migratorio.
El subsahariano llega a España cometiendo una falta administrativa, huyendo
de la desesperación, del hambre y de las palizas que le propinan las fuerzas
marroquíes, provisto de cuatro harapos y respaldado por unas pocas
organizaciones con menos dinero que peso específico. En cambio, el guardia lo
recibe ataviado de uniforme con pistola, defensa, casco y pelotas de goma.
Tiene sindicatos y organizaciones fuertes que le defienden; una Oficina de
Protocolo y Comunicación (OPC) que se encarga de contar lo mejor de su actuación;
una Delegación del Gobierno con su gabinete de prensa, que le protege públicamente;
una Comandancia, un Cuerpo centenario y un Ministerio bien pertrechado con
todas las garantías del estado de derecho para respaldarle y ampararle; y una
sociedad, la española, que valora muy positivamente el esfuerzo y la entrega
que libra cada día en la protección de su territorio.
Pero, además, todo esto queda en agua de borrajas cuando alguien se salta
de manera descarada las reglas del juego. No es posible olvidar que esas
personas quieren llegar a Europa porque sueñan con vivir en un lugar donde se
respeten los derechos humanos, donde las leyes sean justas y su cumplimiento
por parte de todos, estricto. “Vosotros no sabéis lo que es vivir sin
derechos”, repiten continuamente en los campamentos del monte Gurugú. Europa y,
concretamente, España se han erigido en los defensores de las leyes
internacionales. En los abanderados de los derechos del hombre y únicos
portadores de la verdad y la justicia sociales. En el ejemplo, por antonomasia,
de la democracia y el estado de derecho.
Y es por ello que, cuando intentan traspasar sus fronteras, les recibe a
bolazos, los expulsa de manera irregular a través de pequeñas puertas
distribuidas por todo el vallado, retribuye a Marruecos para que los retenga a
base de, y falsea los datos e informaciones para ocultar todas estas conductas
vergonzantes.
El uso de pelotas de goma como proyectiles por parte de las fuerzas de todo
el mundo es algo cuestionado desde hace tiempo debido a los graves perjuicios
que produce su mala utilización y la imposibilidad de identificar al agente que
realiza el disparo dañino.
Los propios fabricantes de estas bolas de caucho y de las armas que las
arrojan recomiendan que el disparo sea indirecto –que rebote antes de impactar–
y que se efectúe a una distancia mínima de 50 metros. El objetivo de este tipo
de materiales de control de masas debe ser la disuasión o dispersión de un
grupo nutrido de personas por intimidación o, en último caso, el impacto
indirecto en las extremidades inferiores para hacer tropezar a uno de los
individuos del grupo en cuestión.
En Melilla, los agentes provistos con este material antidisturbios, esperan
entre las dos vallas exteriores –en caso de haber sido prevenidos por el helicóptero
o las fuerzas auxiliares marroquíes– o tras la última valla y disparan
directamente contra los inmigrantes que se encaraman a lo alto de ellas –según
el testimonio de algunos de ellos y de algunas ONG–. Esto es, no sólo el
disparo es directo al cuerpo, sino que la distancia del arma al individuo nunca
es superior a seis metros. Este uso del armamento ha producido varios muertos y
numerosos heridos graves desde el verano de 2005 hasta hoy. Tan sólo este
verano, tras los saltos que se produjeron en la última semana del mes de julio,
tres subsaharianos fueron ingresados en diferentes hospitales marroquíes con
fuertes contusiones en la cara producidas por estas pelotas de goma. Dos de
ellos han perdido un ojo.
Por otro lado, y teniendo siempre en cuenta el Derecho de Extranjería español,
en ningún supuesto de entrada a través del vallado fronterizo se puede hablar
jamás del llamado “rechazo en frontera”, ya que éste existe únicamente cuando
un extranjero se persona en el puesto fronterizo y solicita la entrada en España.
Si cumple los requisitos, entra; si no los cumple, no se le permite acceder al
país. Pero cuando se realiza la entrada en España de manera irregular, la Ley
de Extranjería dispone tres supuestos distintos: El retorno, si el extranjero
ya tenía decretado un expediente de expulsión previo; la expulsión, cuando el
extranjero es detectado en España en situación irregular –conlleva un
procedimiento administrativo previo largo y obligatorio–; y la devolución, en
caso de que el extranjero sea detectado entrando de manera irregular al país
–devolución que no puede ser inmediata y que exige, entre otros derechos y trámites
administrativos, un expediente en el que se valore la viabilidad de proceder a
la devolución–.
En todos estos casos, el extranjero tiene derecho a solicitar protección
internacional (asilo), y no se puede ejecutar la expulsión o devolución hasta
que no se resuelva dicha solicitud (en la práctica, ni siquiera se posibilita
al extranjero solicitar protección internacional).
Cualquier expulsión sin las mínimas garantías exigidas por el Derecho de
Extranjería (asistencia letrada, traductor de ser necesario, registro de la
persona con expediente administrativo, garantías de todo procedimiento
sancionador, etc.) es totalmente ilegal. Incluso cuando se realiza una devolución
por nueva entrada para un expulsado, debe constar dicha actuación. Eso de las
salidas inmediatas por una puerta fronteriza sin este tipo de garantías es una
aberración jurídica.
Y, para justificar esta tergiversación legislativa, España reactiva veinte
años después un convenio bilateral con Marruecos, como si éste no se debiera
ajustar en todo momento a lo expuesto en la Ley de Extranjería, la cual es muy
clara al respecto: el convenio entre reinos únicamente servirá para agilizar el
trámite burocrático, pero los derechos y procedimientos deben respetarse en todos
los supuestos.
Llegados a este punto, se aclara que los inmigrantes, presionados por la
necesidad y la supervivencia, hacen mal en entrar a Melilla a la carrera
saltando su perímetro fronterizo, como si el hambre estuviera por encima de las
leyes (que también pudiera ser). Pero, algunos encargados de custodiar esa
valla y de cumplir y hacer cumplir las leyes, como reza su juramento, se saltan
éstas (las leyes, que no las vallas) a la torera y dejan la falta
administrativa del inmigrante en mero hecho anecdótico, ya que la contrarrestan
con conductas tan inhumanas como punibles.
La realidad es que a unos les mueve la desesperación y a los otros los
utilizan como sparrings. Desde organizaciones como la Asociación Unificada de
Guardias Civiles (AUGC), se lleva tiempo denunciando la situación de desamparo
en la que trabajan los guardias en la frontera. Demandan un protocolo de
actuación –que no debería ser más que ceñirse a las leyes ya existentes– y
preguntan con insistencia si lo que hacen está mal y, de ser así (que lo es),
que los mismos que les obligan a actuar en contra del orden jurídico les den órdenes
de no hacerlo. Los guardias civiles reclaman claridad, precisan de medios, de
protección y asumen que pueden estar haciéndolo mal en algunos casos, pero que
cumplen órdenes y que bastante mal lo pasan ya con una situación que podría
evitarse por cauces políticos.
“No he pasado más nervios en mi vida, a nadie le gusta tener que estar ahí
sufriendo por ti y por ellos”, asegura un agente destinado en frontera. “He
estado de baja psicológica y mi mayor deseo es pedir destino fuera de aquí.
Trabajar con esta presión y este ahogo constante es muy difícil”, comenta otro
guardia que resultó herido de consideración en un salto a la valla y que no
culpa a los inmigrantes porque dice que seguramente él haría lo mismo en esa
difícil situación.
Mientras, la representación gubernativa en Melilla sigue permitiendo el
juego de la impostura y la desinformación no siendo clara en las cifras, no
dejando entrar a periodistas en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes
(CETI) ni tomar imágenes en él, borrando fotos y vídeos a la prensa, no dando
permiso para acercarse a la valla al equipo de comunicación de la coalición de
los Verdes Europeos, requisando cámaras y utilizando más personal de la Benemérita
para el control de la información y los informantes que para repeler los
saltos.
Y en esta demencia en torno a la valla entran todos los actores
intervinientes. Porque nada es lo que parece y ninguna acción recibe su
correspondiente reacción lógica: Melilla es España y, por tanto Europa, pero
está en el norte de África, por lo que la Unión Europea no demuestra un interés
apreciable por lo que acontece en ella. La reconoce como su frontera sur, y por
eso la llena de alambradas y pide a Marruecos, su socio preferente, que haga
todo lo posible para frenar la inmigración clandestina, obviando las reiteradas
denuncias de las ONG que advierten de las agresiones que sufren los migrantes y
del abuso y el racismo contra los subsaharianos en el Magreb. Ahora bien, no se
implica realmente en las políticas migratorias, ni en la resolución de los
conflictos y de la pobreza en el África subsahariana, ni en la mejora de los trámites
burocráticos para la consecución de visados en estos países subdesarrollados.
Desde España, se anima al reino alauí a continuar con su “magnífica labor”,
ya que hace el trabajo sucio sin esconderse, algo que una nación europea
defensora de los derechos del hombre no se puede permitir.
La lectura que puede hacerse de todo esto es demoledora. Mientras el
subsahariano no entre en Melilla, no importa su situación y, si se muere de
hambre, por favor, que sea al otro lado de la alambrada. Pero si logra pasar,
se hará lo posible para devolverlo por donde vino, a no ser que escape y logre
esconderse durante horas, motivo por el cual se habrá ganado un lugar en el
centro de acogida. Y a los guardias, es mejor tenerlos como al resto de la
población, desinformados, aunque muy molestos con el “problema migratorio”,
para que en su ignorancia, indefensión y frustración acometan todas las órdenes
contrarias al derecho sin hacer preguntas.
Es decir, que mientras el África subsahariana y la Unión
Europea –principales actores implicados– no salen a escena, España –haciendo
mutis por el foro– confía el drama de la inmigración a un tercer país,
Marruecos, que no reconoce las fronteras que custodia y que ha dado muestra
clara tanto de su falta de compromiso con la lucha contra la inmigración
irregular –siempre que no haya dinero de por medio– como de una falta de
respeto reiterada hacia los derechos humanos. Así, en la defensa de los
intereses de las administraciones implicadas y de los acuerdos económicos entre
estados, se podrá hacer uso de las vidas de inmigrantes, periodistas,
activistas y guardias siempre que se desee, sin el más mínimo interés real por
acabar con un problema que requiere ser abordado con decisión y humanidad, así
como difundido y publicado al completo, con veracidad y transparencia.
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