El diario de Lena Mujina, la Ana Frank de Leningrado,
ofrece una mirada íntima al atroz asedio nazi
Conservado milagrosamente, el emotivo documento se
publica ahora en España
Quiere la casualidad que la víspera de mi cita con los viejos horrores del
asedio de Leningrado me tope en la calle con las explosiones de las bombas, y
con el mismísimo Stalin. Es en una gran pantalla instalada al aire libre al
final de la Mihajlovskja, una avenida que sale de Nevski Prospekt y en la que
se proyecta un filme moderno sobre el terrible episodio de la II Guerra
Mundial. Me siento en una silla plegable junto a un indigente con pantalones de
camuflaje que aferra una botella de vodka y los dos pegamos un bote cuando las
imágenes muestran cómo se derrumba una manzana de casas entera entre un
atronador estruendo. Con todo, los bombardeos no fueron lo peor de aquellos 900
días que costaron a la actual San Petersburgo cerca de un millón de muertos, un
número de vidas mayor que el que perdieron los británicos y los estadounidenses
en toda la guerra. Lo peor fue el hambre, que en los momentos más duros del
cerco por los nazis se cobraba hasta 10.000 muertes diarias. Al día siguiente
de la proyección acudo al encuentro con el historiador Sergei Iarov,
responsable del descubrimiento y edición del diario de Lena Mujina, un
conmovedor testimonio del asedio que publica ahora en España Ediciones B.
Elena Vladímirovna Mujina, Lena, a la que se conoce como la Ana Frank de
Leningrado, por las semejanzas con la historia de la joven judía holandesa, era
una chica de 16 años que residía en la ciudad y nos dejó, en unas páginas que
combinan la intimidad adolescente con el documento histórico, una descripción
muy directa y turbadora de las vivencias de la población.
El diario, escrito a mano e ilustrado con algunos dibujos, arranca el 22 de
mayo de 1941, con las anotaciones usuales de una jovencita cualquiera sobre
estudios, amistades y primeros amores, como Vovka (“Ojalá me mirara una sola
vez”). “Me vienen pensamientos tristes a la cabeza, tengo muchas ganas de
romper a llorar”, escribe Lena, que anhela cambios en su vida. Estos van a
llegar, pero no los esperados. El 22 de junio anota que las tropas alemanas han
cruzado la frontera. Mujina da cuenta de las primeras disposiciones, la
construcción de refugios, la instalación de antiaéreos. “La ciudad ha empezado
a transformarse”.
He quedado con Iarov en el Museo de la defensa y el asedio de Leningrado,
centro que recoge innumerables objetos relacionados con el episodio, desde un
fusil de francotirador ruso y cascos alemanes agujerados, a la reconstrucción
de un puesto de mando soviético y un refugio civil, pasando por una vitrina que
muestra las patéticas raciones de pan de los peores días del cerco, cuando la
gente se comía los cinturones y los guantes, y cosas peores: no pocos se
volvieron caníbales. Iarov, que peina como Illya Kuryakin, señala que el museo
está consagrado a mostrar más la dureza patriótica de Leningrado que no su
dolor y su miseria. “La realidad fue diferente de lo que se expone aquí, por
eso es tan interesante un testimonio directo como el de Lena Mujina. La gente,
pese a la épica de la propaganda soviética, simplemente trató de sobrevivir,
haciendo lo que fuera”.
En su diario, Lena pasa de la excitación al hablar de las alarmas, los
primeros combates aéreos sobre la ciudad, el tráfico de camiones militares y
tanques por la Nevsky, a la preocupación ante la reducción de las cuotas de las
cartillas de racionamiento. El cerco se estrecha. Mientras, sigue escribiendo
de sus pequeños asuntos (“Zoia sale a pasear y se da besos”). El 29 de agosto
muere su madre natural, enferma crónica desde hace años. Ella sigue llamando
“mamá Lena” a su tía, que es con quien vive. Anota dónde caen bombas, y el
número de víctimas. El 7 de septiembre oye en la radio a Dolores Ibárruri,
nuestra Pasionaria. El 8 de octubre, ayudando en un hospital, ve por primera
vez un muerto. “No me dan nada de miedo los muertos pero se me caen las
lágrimas de pena”.
Llega el invierno. “Hay nieve por todas partes y hace un frío atroz”,
“todos los días hay bombardeos horribles, todos los días hay fuego de
artillería”. Comienza a escribir obsesivamente de comida. Una página entera
sobre un bollo. El 21 de noviembre anota que cumple 17 años. “Tengo un hambre
atroz, siento un vacío horrible en el estómago. Qué ganas tengo de comer pan,
qué ganas”. Escribe que la gente, desnutrida, ya no tiene fuerzas para bajar a
los refugios. Lee Grandes esperanzas (¡), de Dickens. Un sudario de
muerte, nieve y oscuridad cubre la ciudad. “Escribo con el abrigo puesto, a la
luz de un cabo de vela, mordisqueo las migas de pan para prolongar el placer”.
El 18 de diciembre anota que han matado y se han comido al gato. “Nunca pensé
que la carne de gato sería tan sabrosa, tan tierna”. Da gracias a la mascota,
“que nos dio de comer durante diez días”.
Otro día, comparte una albóndiga de caballo, y gelatina hecha con cola de
carpintero. En la calle, a -31 º, “en algunos trineos llevan dos y tres
cadáveres, está muriendo mucha gente”. El 8 de noviembre muere de inanición su
madre-tía. “Me he quedado sola”. Con el conserje, arrastran el cadáver hasta la
calle Marata donde se depositan los muertos…
“Es un diario muy impresionante”, comenta Sergei Iarov. Detrás de su
hallazgo hay toda una historia detectivesca. “Apareció entre la documentación
que se conserva del asedio. No sabíamos quién era la autora. Tratamos de
encontrar la vivienda que menciona pero ya no existe. Finalmente, hallamos el
rastro de una pintora que Lena menciona y apareció una correspondencia entre
las dos”. La gran pregunta era si Lena, cuyo diario acaba el 25 de mayo de 1942
explicando la receta de la sopa de ortigas y señalando que se encuentra muy
débil, había sobrevivido al asedio, y a la guerra. “Descubrimos que sí, se
marchó de San Petersburgo en junio de 1942, y durante cuatro décadas vivió en
Moscú, donde falleció en 1991, sin hijos”. Iarov subraya que Lena fue muy
afortunada por sobrevivir. Le pregunto al historiador qué hace tan especial el
diario de Lena. “Su total sinceridad y claridad. No esconde sus sentimientos y
emociones. Su sufrimiento, su hambre, incluso sus reacciones egoístas de
supervivencia. La gente a menudo se avergüenza de eso. Y ofrece muchos
detalles. Es el único diario de una adolescente que muestra el asedio día a
día”.
De la comparación de Lena con Ana Frank admite que es oportuna. “Las dos se
encuentran en sitios cerrados, en un edificio y en una gran ciudad cercada.
Sufren miedo. Plasman sus sentimientos e intereses de chicas, el enamoramiento,
el sexo. Las circunstancias concretas por supuesto son distintas. Y, claro, el
final: Lena salió del cerco para vivir, Ana de su escondite para morir”.
Para el historiador, lo más emocionante del diario de Lena, y del de Ana,
es que comprobar “que pese a lo terrible de la experiencia la humanidad
sobrevive entre el dolor y las ruinas como una flor inmarchitable”. Iarov, que
marca en un mapa lugares en que San Petersburgo aún muestra cicatrices de la
guerra, dice que el asedio sigue muy presente en la memoria de la ciudad. “Lo
recordamos más con dolor que con orgullo”. El canibalismo, un fenómeno que
recientemente historiadores como Michael Jones han revisado al alza, no aparece
en el diario, ni en el museo. “Es el secreto terrible de Leningrado, hubo mucha
gente acusada y seguramente solo vemos la punta del iceberg”.
Los alemanes crearon ese infierno en la tierra a
conciencia. “Leningrado nunca pudo ser un Stalingrado”, señala Iarov. “Los
sitiadores tenían mucho miedo a que toda la ciudad pudiera convertirse en una
trampa explosiva. Además, no querían tener que aprovisionar a tanta gente. De
forma que el objetivo pasó a ser no conquistar la ciudad sino matar a sus
habitantes de hambre”.
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